Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Vagabundos
Amanecer radiante de verano. Un sol que justifica el culto de los incas. Cantar de pájaros y rezo de follaje. Ramón, con el estómago silbando, se encamina al río, entre bostezos y suspiros.
Al llegar a la orilla, silba también, y canta luego; canta inconsciente aquella jota En la cuenca de tu mano. Hace frío, o, al menos, él lo siente. Vacila, se detiene, se rasca la cabeza, pero al fin se resuelve. Siéntase en una piedra, bajo el sauce que sabe de sus pesares y su sentir. ¿Sentir? Acaso no sentiría ya nada, como no fuese hambre y sed, en ocasiones. ¿Qué sabía él? ¿Qué sabe una máquina, una máquina oxidada y sin uso? Mas ¿a qué cavilaciones y pesimismos? Su rumbo estaba marcado, claro y terminante, por el destino inexorable. ¿Quién podía cambiarlo? Se quita los botines, si no torcidos, a punto de rajarse, y descubre esos pies de aristocrático, que hace tiempo no gastan calcetines. Saca un cepillo más que viejo, un trozo de jabón, y, tras el ramaje desmayado, dase a la limpia de aquella americana de moda anticuada, que fue de nueva negra y es ahora verdosa. Los forros quieren desprenderse, pero no haya cuidado, que nunca faltan alfileres; sigue luego el chaleco, y, por último, los pantalones boquibarbados, con un monóculo inoportuno. ¿Qué hacer? No es su ciencia para enderezar tamaño entuerto, ni los alfileres eficaces para valerle en tal apuro. ¿Qué triste era un hombre roto por el fondo! Por fortuna que la americana era larga, y él, muy erguido; ¡que si no!... (Recomendamos: Lea un capítulo de la reeditada novela “María”, de Jorge Isaacs).
El sol ha de secar el terno, mientras Ramón ejecuta la obra magna de los sábados. ¡Al agua el cuerpo con los trapitos íntimos! Jabón y más jabón, estregar y más estregar. Ahí está la piedra, que, si rompe, limpia. ¡A escurrir tocan!... No queda aquello como ampo de nieve; pero, en fin... ¡Bendita moda la de los cuellos sin almidón! Caso de pulir es el lavado, y pule. Luego el borsalino y el retoque de sabia humedad a la corbata de red atabacada. Ramón se pone el flux a cuero limpio, y un pañuelo en el pescuezo. ¡Lanza tus dardos de sesguerete, sol piadoso, sobre esas galas que te tienden!
Ramón se pasea como un poeta, jugando con una varita de sauce, que por gentileza ha descortezado. Lo que era afeitarse, él sabía cómo; pero, y el corte de aquel pelo? Si él fuera capaz de ponerle una culebra al mulato de la barbería aquella. ¡Qué delicia, en ese instante, un «carabinazo» bien cargadito de alcohol! ¡Pero ni eso! «El Zarco», su amigo providente, el hombre que sabía inventar y «analizar», ni visto ni oído. Ya que no en la cárcel, ¿dónde estaría entonces?
Se comprenderá por esto que el infeliz no es ratero ni pedigüeño; busca la ocasión, implora con el pensamiento, procura se lo adivinen; que en noble cuna fue mecido. Tiempo ha que vive como caballero del milagro. Su padre, un viejo débil y achacoso; su madre, una señora tonta y complaciente, se enervaron con Ramoncito, el deseado, único varón y último fruto. Dueño de sus actos fue desde chiquito. Escuela, cuando él quería; cuando no, la calle con sus encantos y el mundo con su anchura. Su juventud: orfandad, dispersión de sus hermanas, ociosidad y vicios. Flor de un día, cuanto sus padres le dejaron. Grado a grado bajó en pocos años a la hampa miserable, hasta convertirse en uno como expósito, sin techo y sin arrimo. Cumple ahora treinta y cinco años, y, aunque marchito, abúlico y hundido en el marasmo, aún conserva rasgos juveniles. Es una figura insignificante, que no resalta a la vista; un vencido sin luchar, que no se queja ni protesta. La miseria lo ha hecho tímido, a él que nunca fue osado. Como no hurta ni pide, ayuna con frecuencia.
Apenas el sol le hace la obra caritativa, se engalana y se va a unas pesebreras, donde suele ayudar, de cuando en cuando. Les pica caña a las bestias, y se desayuna con unos cuantos cañutos, que raja habilidoso, y con naranjas que ahí mismo coge. ¡Día venturoso! Un viajero, a quien ayuda a ensillar, le da diez pesos por propina. El dueño del cuido, que le traduce los poemas naranjeros, le da otro tanto. ¡Qué riqueza! Ante todo, corte de pelo, café negro, ese café dulcete y peregrino de «El Blumen», con dos panes, tabacos y un par de «carabinazos» bien violentos. Ha sacado el día.
Como no ha conseguido para cama y no se acuesta en la acera, amanece en «El Blumen», de pie y silencioso. Nadie le ha ofrecido un vaso de chicha; nadie, un cigarrillo: los conocidos le desconocen, los extraños no le notan. Mas al pasar las gentes para misa primera, entra un camarada: trago, chicharrón y café. Queda solo. Trasiega por ahí. Pregunta por «El Zarco». Nadie le ha visto. Los trenes pitan, braman. Vase a la estación del «Ferrocarril de Antioquia». Cuánta animación, cuánta alegría. Muchachas bellas y peripuestas. Ve conocidos, amigos de sus verdes años, con quienes partió sus dineros. No le miran: hay tanta gente. Parte el monstruo, y Ramón Sila se queda en el andén, mirando el humo. Se lo echa el viento a la cara. Es tan denso y tan picante que por los ojos del mísero asoma agua. A través de ella ve la montaña azul, los sauzales, las casas de los campos, la naturaleza que convida con sus dulzuras. Todos, toditos menos él, tenían voz en el concierto de la vida. Ridículo y tonto que era él, en ocasiones. Pedirle algo a la vida un hombre sin medias y con pantalones rotos por detrás? Pues no faltaba más que a él le diera la llorona, de buenas a primeras. Como hay empleados y curiosos, tose y se enjuga esas lágrimas estúpidas. Enciende un tabaco, se engalla, y, taconeando recio, tira hacia el mercado. Va en busca del pinche de un mesón, algo amigo, a que le proporcione navaja y modo de afeitarse.
Una vez rasurado, fresco y cepilladito, se disipa la nube: que el agua y el aseo de Dios, tanto valen al rico como al pobre. Al salir siente efluvios de ventura: ve en el comedor unos cachacos bohemios y noctámbulos, que se desayunan por lo trancado, con pericos, morcilla y unos chocolates de canónigo. Los tres son conocidos de otro tiempo; pero no lo conocen, tampoco: está tan limpio. Sale silbando el Tápame. ¿A dónde ir en mañana tan hermosa?
Son las ocho. Grupos de niñas taconean, como corzas presumidas; columpian las escarcelas y apuran el paso para alcanzar la misa. Ramón añora sus amores ventaneros y sus trueques de postales. Los filipichines devotos, sombrero atrás, remangados los pantalones, van fumando cigarrillos pico de oro y cigarros de sortija. A Ramón le amarga el tabaco y lo arroja. Se repecha más, porque se acuerda del roto. El parque le brinda con sus asientos bajo el ramaje, con sus fuentes entre las flores. Entra y se sienta aislado. Estudiantes jovencitos y de vara, compran cuanto les ofrecen, se hacen lustrar el calzado, ríen, gozan. La fila de autos se despuebla, y principia el canto de sus sirenas y la música de sus carreras. Los coches del lado opuesto entran como aprendices en aquel concierto de la dicha. Ramón está tan nervioso con el trasnocho que el estruendo se le hace insoportable. Se agacha, y, a falta de varita, traza con un tacón espirales en la arena. ¿Qué dicen esos signos serpentinos? No se aguanta. ¿Por qué haberle dado por el centro, a él que vagaba, tiempo hacía, por los extremos? Con ese traje, ¿cómo atreverse por entre tanta gente endomingada? Acaso en «La República», tal vez en «La Bandera Roja», pudiera... ¡Allá, de todos modos! Con las manos atrás, en estudiada absorción, encamínase a esas cantinas. Entran con unos comestibles que provocaran a un agripado. Artesanos amanecidos quitan el guayabo con chichas, con jarabes, con pelos de la misma perra, mientras algunos cachaquines de media petaca la inician fervorosos. Ni unos ni otros alcanzan a mirarle. Pide con mucha cortesía un vaso de agua: él también tenía un guayabo que se lo alzaba. Vase a «La Bandera», y... lo mismo, y otro vaso de agua. «El Kiosko», entonces? Pudiera ser que allí topase al «Zarco». Tira hacia allá, por la avenida de la quebrada. Mozos mañaneros, charla que charla, en la terraza del «Club Unión». Autos que les esperan, autos hacia arriba, autos hacia abajo. Siempre ese canto, siempre ese polvo.
Llega, y pregunta. Nadie ha visto al «Zarco»; pero él sí ve la jarana y el copeo. Se sienta, en espera, en un divancillo de palitroques pelados. ¡Se acabaron los cachacos brindadores! Finge que duerme; y la ficción se convierte en realidad. ¿Qué podrá soñar el triste? Cosa de agonía debe ser lo soñado, porque ronca estertoroso. Un brazo, un brazo fuerte que le sacude, le vuelve a la vida. Todos se han ido y el establecimiento va a cerrarse. Se despereza y sale. Un reloj da las dos. ¡Siquiera! Suenan bandas que anuncian los toros. ¡Oh, los toros! Su pasión, su ideal. Mira al cielo. Felices los gallinazos que gozaban del espectáculo taurino, que no tenían hambre.
Por «San Francisco» se dirige a «Guanteros»: «El Zarco» tenía por allí ciertos entruches. Pero «El Zarco» no resulta. Baja por San Juan, toma el «Camellón del Medio», y se sienta al sol, en el poyo del puente. Autos, otra vez. Estaba visto que la polvareda había de ensuciarle la ropa. ¿Estarían abiertas las pesebreras? Calmará el guayabo con naranjas. ¿Por qué no con guayabas, si un clavo sacaba otro? Bien podría encontrarlas allí cerca. Se mete a las mangas, por el portillo de un vallado. Nada. Ni un botón. Tírase en el césped retostado y troncho. Tal se siente, que tiene ganas de llorar, de llorar harto... ¡Eso sí no! Se sacude las hebras de yerba y sale huyendo. Soledades le enferman. Trasiega, aquí y allá, por las tiendas próximas a las estaciones. Siempre igual: conocidos que le desconocen, amigos que no le adivinan. Se va a las pesebreras. Están abiertas; pero la vara malhechora de alguna hada que le odia, sólo ha dejado, allá arriba del copo, tres naranjas para muestra. Toma la larga cañabrava; pero está tan torpe y lacio que nada alcanza. Suda frío y se va a las canoas de las bestias. Torna a la calle y se recuesta en cualquier esquina. Un mero tabaco le ha quedado y está partido. Vase a «La Lámina», y se sienta, como atónito, en unos cajones, a un lado del mostrador. Otra vez se hace dormido, mas no se duerme otra vez. A las siete y media se hace el despierto, al pitar gemebundo del tren de abajo. Mas no se levanta. Siente el gentío que atraviesa, calle arriba. Ni le mira siquiera. Desprecio por desprecio. De pronto, «El Zarco», de pared a pared: «Viejito —le grita, en cuanto le echa el ojo encima—. ¿Tenés pa un carabinazo? Vengo de Bello, más rajao que una yuca». Que no, contesta, con meneo de cabeza. «Maldito sinvergüenza! Cuándo habías de analizar vos un jediondo peso!».
«El Zarco» sale como una hidra, y Ramón Sila, todo amanecido, madruga a picar caña a las bestias.
* Tomás Carrasquilla (Santo Domingo, Antioquia; 1858 - Medellín, 1940). Escritor antioqueño, novelista, cuentista y ensayista. Muchos de sus primeros artículos y cuentos fueron publicados a principios del siglo XX en la revista Alpha y en otras publicaciones, reunidas después en compendios. Dedicó casi la totalidad de su vida a la literatura. Aunque algunos problemas económicos lo alejaron temporalmente de su labor artística, logró consagrarse como escritor y hoy en día es considerado como una de las figuras literarias más importantes en Colombia. Trabajó como colaborador del periódico El Espectador y también estuvo vinculado al Ministerio de Obras Públicas en Bogotá. En 1936 la Academia Colombiana de la Lengua le otorgó el Premio Nacional de Literatura y Ciencias José María Vergara y Vergara, y un jurado compuesto por Baldomero Sanín Cano, Jorge Zalamea y Antonio Gómez Restrepo lo reconoció como el primer novelista colombiano.