Reencontrarnos en el mar es irnos pareciendo a la ciudad que perdimos
Llegar a Santa Marta por primera vez y reencontrarme con el mar que tanto extrañaba fue aterrizar en los recuerdos de la infancia. Desde la ventanilla del avión pude seguir el movimiento y ver cómo nos acercábamos lentamente a esa inmensidad marina. Los distintos colores del agua anunciaban su profundidad, hasta que la cercanía a la playa nos invadió del todo. Sentí esa alegría y nostalgia entremezclada que me suelen dar los remolinos en la marea. Volver al mar es volver a casa.
Cynthia Lucía Vargas Caparroz
“Cuánto nos parecemos a las ciudades que amamos
y cuánto nos vamos pareciendo a las ciudades que perdimos.”
Fragmento del poema Cuándo decidí que ésta fuera mi ciudad, de Ramón Cote Baraibar.
I
Llegamos a la ciudad de Santa Marta después de volar durante poco más de una hora. Salimos desde Bogotá la mañana del domingo 17 de septiembre. Habíamos planeado el viaje con mi mamá dos meses atrás, ni bien me dijo que llegaría a Colombia. Como uno de sus deseos era conocer el Caribe, recordé enseguida mi viaje a Cartagena y pensé en aprovechar e ir a conocer una nueva ciudad de la costa.
No quería buscar alojamiento en el centro histórico ni en El rodadero, como podría haber hecho cualquier turista que pretende conocer una ciudad por apenas cuatro días y que busca tener las atracciones a mano. Yo quería llegar a un barrio para poder ver a la gente fuera de sus casas, sentadas en reposeras, con la liviandad de las puertas abiertas, recibiendo el alivio de la noche entre las charlas con las comadres; quería sentir el movimiento verdadero del despertar de la ciudad en la voz de sus vendedores de frutas, cantando las variedades a las 7 de la mañana; quería ver los puestos de ceviche en las calles apenas iluminadas y sentarme a probar, mirando a la gente ir y venir en sus shorts o vestidos livianos.
Y así fue. Elegimos el apartamento de Don Darío, quien llegó por nosotras al aeropuerto y nos recibió como a dos amigas de toda la vida. Igual a mucha gente de Santa Marta, nuestro anfitrión se instaló en la costa buscando la paz que no encontró viviendo en la gran capital: “Antes me demoraba una hora para llegar al trabajo, ahora apenas quince minutos. Imagínese”. Al llegar al apartamento, saludamos a su hijo de unos ocho años y a su esposa, que se despidió enseguida para ir a trabajar en su salón de belleza. Luego de caminar un poco por las calles, me daré cuenta de que estos sitios abundan y pensaré en qué tan buen negocio puede ser como para que la gente se anime a poner un salón casi al lado del otro. Me asomaré y veré el interior de esos salones casi siempre vacío de clientes y llenos de empleadas mirando sus celulares. Tal vez el trabajo de un sábado o un domingo justifiquen la quietud de toda la semana. De cualquier manera, parece no importarles.
II
Esa percepción que tengo en donde nada parece importar demasiado, se siente en la placidez del pueblo costeño. Caminar por la costa y ver a la gente reposar, tomando su cerveza, mirando el ocaso, conversando entre amigos o parientes, es sentir que el tiempo no pasa. Ves el sol caer, llega la noche, pero es exactamente lo mismo en sus caras y en sus movimientos. Ir acelerado es un insulto a esa languidez que te invita a que te acoples despacito, que te dice: “Eu, ya sé que recién llegás de Bogotá, pero sentate un rato y sacudite el apuro de encima que acá nada te corre”. Entenderé esto cuando conozca a Andrés y me cuente que el eslogan de Santa Marta fue “La magia de tenerlo todo”.
Al llegar por pocos días a una ciudad, es lógico tener una actitud de turista. Sin embargo, quise aprovechar el tiempo buscando gente local con quien conversar sobre la ciudad. Entre los perfiles de Couchsurfing, encontré el de Andrés: un antropólogo de treinta y cinco años que no solo podría hablarme desde su experiencia como residente sino también como viajero. Andrés es de esos que sabe que uno solo viaja para volver: “Siempre regreso a esta ciudad”, me dirá con una sonrisa al recordar sus playas favoritas del Tayrona y su tiempo como pescador en Taganga.
Luego de contarme que lleva un año asentado en Santa Marta me dirá: “Ahora sí he visto la ciudad”. Y ver la ciudad para él será entender que, aunque las dimensiones se expandan y la población aumente, Santa Marta seguirá siendo “una ciudad con movimiento de pueblo”. No puedo evitar reconocer esa afirmación en mí: aún pienso a Caleta Olivia, la ciudad patagónica donde crecí, como un pueblo que intenta ser ciudad. Las dimensiones en el espacio no representan nada cuando la gente se conoce: “Por medio de un amigo, puedes llegar a cualquier persona de Santa Marta. Aquí todos saben sobre todos”.
La vida de pueblo se siente en aquellas cercanías y también en la lejanía de las miradas ajenas: “Aquí me miran mal por usar aretes y a ella por jugar al rugby y usar el cabello corto”, me dirá señalando a su pareja, sentada junto a mí. Recuerdo mi adolescencia en Caleta Olivia con el pelo corto y las pulseras de tachas y pienso en el alivio que da el anonimato de vivir en una gran ciudad. A nadie le importa si caminás por Buenos Aires con una cresta roja y un vestido amarillo o si vas con un sombrero gigante y unas botas texanas por Bogotá. Mientras que en una capital podrías ganarte un par de miradas curiosas o risas por lo bajo, en un pueblo podrías ser la comidilla durante meses.
Para Andrés, ver la ciudad es regresar a la esencia de ser samario: entrar en modo contemplativo. Me cuenta que viaja seguido a Taganga y a Playa Grande. “Este domingo estuvimos toda la tarde mirando el mar”, me dirá su compañera que, de a poco, se incorpora en la conversación. Me cuenta de las fotos que Andrés saca por puro pasatiempo y mientras lo dice se le ilumina la cara. Se apoya una mano sobre el pecho, se le nota lo enamorada. Esa cercanía es la que busco, ese amor es el que espero escuchar de la boca de otros: una mano abierta sobre el pecho es abrir la puerta.
III
El día que volvimos de Taganga, mamá quiso tomar una buseta urbana. Preguntamos y enseguida nos dijeron cuál nos dejaba cerca. Al llegar al paradero y ver que la buseta se iba, corrí y grité sabiendo que seguramente no me escucharía. Al verla arrancar, toda la gente a mi alrededor empezó a gritarle al chofer para que parara y lograron detenerlo hasta que mi mamá pudo llegar y subirse. La solidaridad está en todos lados.
Pasó un buen rato hasta que llegamos a la Avenida del Río. Justo antes de bajarnos, un vendedor ambulante se subió a la buseta: traía colgado un bolso bastante llamativo y, mientras yo trataba de descifrar de qué material estaba hecho, el hombre nos contó sobre su llegada a Colombia desde Venezuela, de la familia que tenía allá, de la falta de trabajo a pesar de ser profesional universitario. Al rato, empezó a repartir bolívares. Al final, se quedó con uno y lo dobló, formando una pieza de origami. Después, levantó el bolso y nos explicó que la trama del material eran esos mismos billetes venezolanos. El hombre convierte los billetes en figuras de origami que engarza para formar una trama que conforma esos bolsos que luego ofrecerá a la venta en las busetas. “Los transformo en algo útil”, dirá al explicarnos que ni todos los billetes que usa para armar cada bolso hacen la mitad del valor que podríamos darle a voluntad por ellos.
En ese momento, recordaré a mi nueva pareja de amigos samarios hablando de la migración venezolana como uno de los factores de mayor impacto sociocultural: “Este año se sintió fuerte la llegada de Venezuela”, me dirá Andrés, haciendo hincapié en el aumento del trabajo informal, la prostitución y los índices de criminalidad. “Han crecido los círculos de pobreza y las fronteras invisibles. La ciudad busca desarrollarse en infraestructura, pero no hay un trabajo social para integrar a la población. El sistema de salud comienza a colapsar. Ahora no hay trabajo, antes no existía el rebusque. Socialmente, estamos retrocediendo.”
Pienso en el movimiento por elección y en el movimiento por necesidad: muchos nos movemos por la propia naturaleza de nuestra búsqueda, mientras que otros se desplazan sin dejar de mirar hacia atrás. Para ellos, la necesidad de irse responde a lo imperioso de comer, de sobrevivir a una realidad que los expulsa, que les da la espalda. Exponer tu cuerpo, tu vida, regalar tu trabajo, son las caras del desplazamiento forzado, son el retroceso del que Andrés habla, pero no de una ciudad sino de un país y de un continente entero.
IV
Pienso en la palabra rebusque y veo las manos del vendedor venezolano doblando un billete de mil bolívares como si fuese un papel cualquiera. Casi podríamos decir que, en sus manos, ese billete se torna obsoleto: lo manipula sin el cuidado de una moneda vigente. Lo veo y cada pliegue es un paso más cerca de resignificar la moneda en algo más valioso que su denominación. Rebusque es volver a buscar, tratar de encontrarle un nuevo sentido a lo que, al parecer, lo ha perdido. Es volver a buscar entre las posibilidades que te brinda un papel, más allá de lo que representa. “Salir adelante”, como me dirá el joven guía de turismo que nos acompañará a ver corales en Playa Grande.
Recuerdo haberme sentado junto a él en la arena y haber iniciado la charla sobre un pescador que se veía a lo lejos, esperando el cardumen debajo del agua. Respondiendo a mis ánimos de conversar, me dirá que lleva un año y ocho meses en Taganga; que se vino de Maracaibo junto a sus dos hijos, a su mamá y a sus hermanos; dejando casa y carro en Venezuela. Al principio, hablará sin mirarme de frente: girará la cabeza de vez en cuando hacia mí, pero no dejará de seguir algo detrás del pescador o de los turistas en el agua. Me contará que estudió ingeniería en sistemas y que jamás se hubiese imaginado trabajar con turismo, haciendo careteo. Después de una pausa, me dirá que se siente bien, que ahora puede dormir tranquilo. Dejaré de mirarlo y buscaré encontrar eso que tanto sigue con los ojos y que no logro distinguir en el horizonte:
¿Extrañás?
Claro que extraño… esa es mi casa. Uno siempre quiere volver a la casa.
V
“Vayan al Tayrona un día antes de irse. Se van a cansar tanto que no tendrán fuerzas para hacer otra cosa luego”, nos aconsejó Don Darío y nos sugirió el contacto de un chofer de confianza, quien nos pasaría el número de una agencia de turismo que no solo nos llevaría a Bahía Concha, sino que también nos mostraría el lado malo del turismo costeño.
Desde que salí de Argentina en noviembre de 2015, pensé que subir sola como mochilera, aunque fuese por Latinoamérica, igual sería subir como extranjera. Encontrarme con personas astutas que tuvieran intensión de cobrarme un poco más de lo que debería pagar era lógico, pero nunca pensé que era algo evidente y sobreentendido para muchos, inclusive para los turistas colombianos. “Lo siento”, me dice una amiga de Santa Marta que ahora vive en Bogotá, “Debí haberte advertido. Si no eres costeño, eres turista. Y si eres turista, te cobran como turista”. Se disculpa y enfatiza el hecho de que no me robaron por ser argentina, sino por ser turista: que lo mismo les pasa a los paisas y a los cachacos. Sin embargo, no puedo aceptar la normalidad con la que todo el mundo lo toma. Todo el que escuchó mi anécdota de la agencia que nos cobró el doble por un tour, me dijo “eso pasa”. Me pregunto: ¿Debería pasar?
VI
Bahía Concha es una de las primeras playas del Tayrona, parque nacional natural compuesto por 15.000 hectáreas, de las cuales 3.000 son marinas. Está ubicado en la Costa Caribe, al norte de Santa Marta, a 34 kilómetros de la ciudad. Dentro de esas hectáreas, conviven varios ecosistemas: matorral espinoso, bosque seco tropical, bosque húmedo y bosque nublado. Es fácil sentir los cambios de un tipo de bosque a otro mientras avanzás caminando. Ese día que subimos desde la entrada de El Zaino hasta Cabo San Juan, supimos que nuestros cuerpos podían resistir varias temperaturas y ecosistemas en trayectos de dos horas y media (uno para ir y otro para volver). El sendero tiene la belleza de las cosas que van por dentro: atravesar el verde escuchando el mar de fondo fue adentrarme lentamente en un estado de paz que no recordaba. Nunca voy a olvidar nuestra peregrinación: la imagen de la espalda de mamá, cargando el sol del caribe en el rojo ardiente que hierve la piel blanquísima; sus pasos lentos, siempre en silencio, y esa ampolla en el tobillo derecho que no podré dejar de ver y que me hablará de una marca ancestral que existe desde que la cultura nos enseñó a soportar y que durará más de lo que lastima ahora.
Llegar hasta el mar, cerrar los ojos y sumergirse bajo el agua, sentarse en la arena, sentir el olor a sal en la piel y ver cómo las olas llegan y se van es encontrarme con una parte del hogar en un lugar nuevo. Tal vez volver a casa sea eso: encontrarla en los lugares que se nos revelan como tesoros inéditos y ocultos. Sentir que aún no descubriste el lugar en donde querés estar y pensar que puede ser el que viene, ese que está un par de kilómetros más arriba, a un viaje de distancia, es entender que la búsqueda es eterna e infinita y que, a la vez, es siempre aquí dentro, en tu presente. Y encontrar en los lugares nuevos un pedacito de los lugares que perdimos, es reconocer que nunca nos fuimos: que están presentes en la memoria de lo que somos.
Ver a mi mamá caminar junto a mí, verla sumergirse y reaparecer en ese mar sanador, fue hacer de mis recuerdos nuestro presente, fue resignificar el espacio nuevo para amarlo como si fuese el de siempre: la playa del sur, en donde me crié. Entender que nunca nos fuimos es parte de sentirnos siempre en casa, estemos donde estemos.
“Cuánto nos parecemos a las ciudades que amamos
y cuánto nos vamos pareciendo a las ciudades que perdimos.”
Fragmento del poema Cuándo decidí que ésta fuera mi ciudad, de Ramón Cote Baraibar.
I
Llegamos a la ciudad de Santa Marta después de volar durante poco más de una hora. Salimos desde Bogotá la mañana del domingo 17 de septiembre. Habíamos planeado el viaje con mi mamá dos meses atrás, ni bien me dijo que llegaría a Colombia. Como uno de sus deseos era conocer el Caribe, recordé enseguida mi viaje a Cartagena y pensé en aprovechar e ir a conocer una nueva ciudad de la costa.
No quería buscar alojamiento en el centro histórico ni en El rodadero, como podría haber hecho cualquier turista que pretende conocer una ciudad por apenas cuatro días y que busca tener las atracciones a mano. Yo quería llegar a un barrio para poder ver a la gente fuera de sus casas, sentadas en reposeras, con la liviandad de las puertas abiertas, recibiendo el alivio de la noche entre las charlas con las comadres; quería sentir el movimiento verdadero del despertar de la ciudad en la voz de sus vendedores de frutas, cantando las variedades a las 7 de la mañana; quería ver los puestos de ceviche en las calles apenas iluminadas y sentarme a probar, mirando a la gente ir y venir en sus shorts o vestidos livianos.
Y así fue. Elegimos el apartamento de Don Darío, quien llegó por nosotras al aeropuerto y nos recibió como a dos amigas de toda la vida. Igual a mucha gente de Santa Marta, nuestro anfitrión se instaló en la costa buscando la paz que no encontró viviendo en la gran capital: “Antes me demoraba una hora para llegar al trabajo, ahora apenas quince minutos. Imagínese”. Al llegar al apartamento, saludamos a su hijo de unos ocho años y a su esposa, que se despidió enseguida para ir a trabajar en su salón de belleza. Luego de caminar un poco por las calles, me daré cuenta de que estos sitios abundan y pensaré en qué tan buen negocio puede ser como para que la gente se anime a poner un salón casi al lado del otro. Me asomaré y veré el interior de esos salones casi siempre vacío de clientes y llenos de empleadas mirando sus celulares. Tal vez el trabajo de un sábado o un domingo justifiquen la quietud de toda la semana. De cualquier manera, parece no importarles.
II
Esa percepción que tengo en donde nada parece importar demasiado, se siente en la placidez del pueblo costeño. Caminar por la costa y ver a la gente reposar, tomando su cerveza, mirando el ocaso, conversando entre amigos o parientes, es sentir que el tiempo no pasa. Ves el sol caer, llega la noche, pero es exactamente lo mismo en sus caras y en sus movimientos. Ir acelerado es un insulto a esa languidez que te invita a que te acoples despacito, que te dice: “Eu, ya sé que recién llegás de Bogotá, pero sentate un rato y sacudite el apuro de encima que acá nada te corre”. Entenderé esto cuando conozca a Andrés y me cuente que el eslogan de Santa Marta fue “La magia de tenerlo todo”.
Al llegar por pocos días a una ciudad, es lógico tener una actitud de turista. Sin embargo, quise aprovechar el tiempo buscando gente local con quien conversar sobre la ciudad. Entre los perfiles de Couchsurfing, encontré el de Andrés: un antropólogo de treinta y cinco años que no solo podría hablarme desde su experiencia como residente sino también como viajero. Andrés es de esos que sabe que uno solo viaja para volver: “Siempre regreso a esta ciudad”, me dirá con una sonrisa al recordar sus playas favoritas del Tayrona y su tiempo como pescador en Taganga.
Luego de contarme que lleva un año asentado en Santa Marta me dirá: “Ahora sí he visto la ciudad”. Y ver la ciudad para él será entender que, aunque las dimensiones se expandan y la población aumente, Santa Marta seguirá siendo “una ciudad con movimiento de pueblo”. No puedo evitar reconocer esa afirmación en mí: aún pienso a Caleta Olivia, la ciudad patagónica donde crecí, como un pueblo que intenta ser ciudad. Las dimensiones en el espacio no representan nada cuando la gente se conoce: “Por medio de un amigo, puedes llegar a cualquier persona de Santa Marta. Aquí todos saben sobre todos”.
La vida de pueblo se siente en aquellas cercanías y también en la lejanía de las miradas ajenas: “Aquí me miran mal por usar aretes y a ella por jugar al rugby y usar el cabello corto”, me dirá señalando a su pareja, sentada junto a mí. Recuerdo mi adolescencia en Caleta Olivia con el pelo corto y las pulseras de tachas y pienso en el alivio que da el anonimato de vivir en una gran ciudad. A nadie le importa si caminás por Buenos Aires con una cresta roja y un vestido amarillo o si vas con un sombrero gigante y unas botas texanas por Bogotá. Mientras que en una capital podrías ganarte un par de miradas curiosas o risas por lo bajo, en un pueblo podrías ser la comidilla durante meses.
Para Andrés, ver la ciudad es regresar a la esencia de ser samario: entrar en modo contemplativo. Me cuenta que viaja seguido a Taganga y a Playa Grande. “Este domingo estuvimos toda la tarde mirando el mar”, me dirá su compañera que, de a poco, se incorpora en la conversación. Me cuenta de las fotos que Andrés saca por puro pasatiempo y mientras lo dice se le ilumina la cara. Se apoya una mano sobre el pecho, se le nota lo enamorada. Esa cercanía es la que busco, ese amor es el que espero escuchar de la boca de otros: una mano abierta sobre el pecho es abrir la puerta.
III
El día que volvimos de Taganga, mamá quiso tomar una buseta urbana. Preguntamos y enseguida nos dijeron cuál nos dejaba cerca. Al llegar al paradero y ver que la buseta se iba, corrí y grité sabiendo que seguramente no me escucharía. Al verla arrancar, toda la gente a mi alrededor empezó a gritarle al chofer para que parara y lograron detenerlo hasta que mi mamá pudo llegar y subirse. La solidaridad está en todos lados.
Pasó un buen rato hasta que llegamos a la Avenida del Río. Justo antes de bajarnos, un vendedor ambulante se subió a la buseta: traía colgado un bolso bastante llamativo y, mientras yo trataba de descifrar de qué material estaba hecho, el hombre nos contó sobre su llegada a Colombia desde Venezuela, de la familia que tenía allá, de la falta de trabajo a pesar de ser profesional universitario. Al rato, empezó a repartir bolívares. Al final, se quedó con uno y lo dobló, formando una pieza de origami. Después, levantó el bolso y nos explicó que la trama del material eran esos mismos billetes venezolanos. El hombre convierte los billetes en figuras de origami que engarza para formar una trama que conforma esos bolsos que luego ofrecerá a la venta en las busetas. “Los transformo en algo útil”, dirá al explicarnos que ni todos los billetes que usa para armar cada bolso hacen la mitad del valor que podríamos darle a voluntad por ellos.
En ese momento, recordaré a mi nueva pareja de amigos samarios hablando de la migración venezolana como uno de los factores de mayor impacto sociocultural: “Este año se sintió fuerte la llegada de Venezuela”, me dirá Andrés, haciendo hincapié en el aumento del trabajo informal, la prostitución y los índices de criminalidad. “Han crecido los círculos de pobreza y las fronteras invisibles. La ciudad busca desarrollarse en infraestructura, pero no hay un trabajo social para integrar a la población. El sistema de salud comienza a colapsar. Ahora no hay trabajo, antes no existía el rebusque. Socialmente, estamos retrocediendo.”
Pienso en el movimiento por elección y en el movimiento por necesidad: muchos nos movemos por la propia naturaleza de nuestra búsqueda, mientras que otros se desplazan sin dejar de mirar hacia atrás. Para ellos, la necesidad de irse responde a lo imperioso de comer, de sobrevivir a una realidad que los expulsa, que les da la espalda. Exponer tu cuerpo, tu vida, regalar tu trabajo, son las caras del desplazamiento forzado, son el retroceso del que Andrés habla, pero no de una ciudad sino de un país y de un continente entero.
IV
Pienso en la palabra rebusque y veo las manos del vendedor venezolano doblando un billete de mil bolívares como si fuese un papel cualquiera. Casi podríamos decir que, en sus manos, ese billete se torna obsoleto: lo manipula sin el cuidado de una moneda vigente. Lo veo y cada pliegue es un paso más cerca de resignificar la moneda en algo más valioso que su denominación. Rebusque es volver a buscar, tratar de encontrarle un nuevo sentido a lo que, al parecer, lo ha perdido. Es volver a buscar entre las posibilidades que te brinda un papel, más allá de lo que representa. “Salir adelante”, como me dirá el joven guía de turismo que nos acompañará a ver corales en Playa Grande.
Recuerdo haberme sentado junto a él en la arena y haber iniciado la charla sobre un pescador que se veía a lo lejos, esperando el cardumen debajo del agua. Respondiendo a mis ánimos de conversar, me dirá que lleva un año y ocho meses en Taganga; que se vino de Maracaibo junto a sus dos hijos, a su mamá y a sus hermanos; dejando casa y carro en Venezuela. Al principio, hablará sin mirarme de frente: girará la cabeza de vez en cuando hacia mí, pero no dejará de seguir algo detrás del pescador o de los turistas en el agua. Me contará que estudió ingeniería en sistemas y que jamás se hubiese imaginado trabajar con turismo, haciendo careteo. Después de una pausa, me dirá que se siente bien, que ahora puede dormir tranquilo. Dejaré de mirarlo y buscaré encontrar eso que tanto sigue con los ojos y que no logro distinguir en el horizonte:
¿Extrañás?
Claro que extraño… esa es mi casa. Uno siempre quiere volver a la casa.
V
“Vayan al Tayrona un día antes de irse. Se van a cansar tanto que no tendrán fuerzas para hacer otra cosa luego”, nos aconsejó Don Darío y nos sugirió el contacto de un chofer de confianza, quien nos pasaría el número de una agencia de turismo que no solo nos llevaría a Bahía Concha, sino que también nos mostraría el lado malo del turismo costeño.
Desde que salí de Argentina en noviembre de 2015, pensé que subir sola como mochilera, aunque fuese por Latinoamérica, igual sería subir como extranjera. Encontrarme con personas astutas que tuvieran intensión de cobrarme un poco más de lo que debería pagar era lógico, pero nunca pensé que era algo evidente y sobreentendido para muchos, inclusive para los turistas colombianos. “Lo siento”, me dice una amiga de Santa Marta que ahora vive en Bogotá, “Debí haberte advertido. Si no eres costeño, eres turista. Y si eres turista, te cobran como turista”. Se disculpa y enfatiza el hecho de que no me robaron por ser argentina, sino por ser turista: que lo mismo les pasa a los paisas y a los cachacos. Sin embargo, no puedo aceptar la normalidad con la que todo el mundo lo toma. Todo el que escuchó mi anécdota de la agencia que nos cobró el doble por un tour, me dijo “eso pasa”. Me pregunto: ¿Debería pasar?
VI
Bahía Concha es una de las primeras playas del Tayrona, parque nacional natural compuesto por 15.000 hectáreas, de las cuales 3.000 son marinas. Está ubicado en la Costa Caribe, al norte de Santa Marta, a 34 kilómetros de la ciudad. Dentro de esas hectáreas, conviven varios ecosistemas: matorral espinoso, bosque seco tropical, bosque húmedo y bosque nublado. Es fácil sentir los cambios de un tipo de bosque a otro mientras avanzás caminando. Ese día que subimos desde la entrada de El Zaino hasta Cabo San Juan, supimos que nuestros cuerpos podían resistir varias temperaturas y ecosistemas en trayectos de dos horas y media (uno para ir y otro para volver). El sendero tiene la belleza de las cosas que van por dentro: atravesar el verde escuchando el mar de fondo fue adentrarme lentamente en un estado de paz que no recordaba. Nunca voy a olvidar nuestra peregrinación: la imagen de la espalda de mamá, cargando el sol del caribe en el rojo ardiente que hierve la piel blanquísima; sus pasos lentos, siempre en silencio, y esa ampolla en el tobillo derecho que no podré dejar de ver y que me hablará de una marca ancestral que existe desde que la cultura nos enseñó a soportar y que durará más de lo que lastima ahora.
Llegar hasta el mar, cerrar los ojos y sumergirse bajo el agua, sentarse en la arena, sentir el olor a sal en la piel y ver cómo las olas llegan y se van es encontrarme con una parte del hogar en un lugar nuevo. Tal vez volver a casa sea eso: encontrarla en los lugares que se nos revelan como tesoros inéditos y ocultos. Sentir que aún no descubriste el lugar en donde querés estar y pensar que puede ser el que viene, ese que está un par de kilómetros más arriba, a un viaje de distancia, es entender que la búsqueda es eterna e infinita y que, a la vez, es siempre aquí dentro, en tu presente. Y encontrar en los lugares nuevos un pedacito de los lugares que perdimos, es reconocer que nunca nos fuimos: que están presentes en la memoria de lo que somos.
Ver a mi mamá caminar junto a mí, verla sumergirse y reaparecer en ese mar sanador, fue hacer de mis recuerdos nuestro presente, fue resignificar el espacio nuevo para amarlo como si fuese el de siempre: la playa del sur, en donde me crié. Entender que nunca nos fuimos es parte de sentirnos siempre en casa, estemos donde estemos.