Ser escritor y no parecerlo
La historia es así: en 1912 André Gide, uno de los editores con más influencias en La Nouvelle Revue Fraçaise, rechaza el primer manuscrito de La Recherche -la que más tarde será la obra maestra de Marcel Proust y una de las cúspides de la literatura universal- por motivos fútiles. Gide conoce a Proust desde antes de recibir su manuscrito: lo consideraba “un snob, un mundano diletante, lo más molesto que pudiera haber para nuestra revista”.
Jaír Villano/ IG: @villanojair
Hojea con pereza el volumen que contenía Por la parte de Swann y A la sombra de las muchachas en flor, y tras encontrar unas leves incoherencias -aquellas digresiones en la sintaxis que caracterizan el estilo proustiano- decide rechazarlo. Fatal error. Irreconocible para un escritor de tanta pulcritud y relevancia. Un bache de incoherencia de un libre pensador prejuicioso.
En una célebre carta, Gide se confiesa con Marcel:
“Desde hace varios días no abandono su libro; me lleno de él con deleite, me sumerjo en sus páginas. ¡Ay de mí! ¿Por qué me resulta tan doloroso amarlo tanto? Haber rechazado este libro quedará para siempre como el más grave error de la Nouvelle Revue Française, y (como tengo la vergüenza de ser en gran parte el responsable de esto) una de las tristezas, de los remordimientos más dolorosos de mi vida” (Angosta, 2022).
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El caso me ha hecho pensar en todo lo que ocurre en nuestro mundillo literario, en el cual es más importante parecer escritor que serlo, más importante lucir el traje de intelectual que proponer ideas y discusiones, más significativo comprar libros que leerlos. (Lo mismo ocurre -y me excusan la digresión, Proust haciendo mella- en festivales musicales a los que el público asiste para exhibir su asistencia, la selfie, y no para disfrutar de los artistas).
Lo prueban los encuentros o desencuentros en las ferias del libro, donde es más significativo el lobby que el evento, la firma que la lectura del ejemplar, el brindis, “lo que dice la fiesta, no lo que dice el libro”, como apunta Gabriel Zaid. De hecho, estaba pensando en ese personaje del que habla el ensayista mexicano en un ensayo (Organizados para no leer): individuos expertos en colarse en cócteles y celebraciones por el estilo, únicamente en función de ganar réditos, publicaciones o reseñas condescendientes, entrevistas en algún suplemento, o cualquier forma de prestigio social.
Hay escritores, y todos lo sabemos, que gustan de tener corrillo: adeptos, groupies, o cualquier clase de zalameros que gravitan alrededor de su ego. (En algunos parques de Bogotá les extienden tapetes rojos).
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Al ser la literatura una expresión artística mayor, uno esperaría algo distinto. Pero no: en nuestro mundillo, al igual que en el de tantos contextos laborales, es preciso aparentar, hablar de libros que no se han leído (vedettes de magazines europeos), destilar veneno (tu enemigo es mi enemigo), replicar frases, aplaudir, reverenciar y no ahorrarse en genuflexiones con “el duro”.
Pero, aunque esto hace parte del tema, me desvío. Pues el rechazo del autor de El inmoralista a Proust se debe a una cuestión de aspecto físico y fastidio por su entorno social: conflicto que vibra entre los autores de otras generaciones y las nuevas.
Para algunos estetas, el escritor es ese sujeto huraño y de buhardilla, incomprendido y agudo, que aborrece lo popular y detesta lo mediático; para otros, en cambio, es todo lo contrario: un pagano que hace parte de la decadencia del mundo y que luego la retrata, y se retrata a sí mismo (contradictorio, voluble, falible): un “mundano”, sí, pero que cuestiona e interpela desde adentro.
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Ejemplos de ambas clases los hay por montones: podríamos poner a Proust, un gentleman de salones, al lado de Onetti, un bohemio de burdeles; a Nietzsche, un solitario de la montaña, y a Sartre, quien llenaba bulevares mientras fumaba tabaco; a Cheever, un alcohólico odioso y egoísta, y a Foster Wallace, un freak depresivo.
Quiero decir con esto que ninguna de esas personalidades dice algo per se. Se trata de facetas del humano, no del artista. Hay quienes prefieren la contemplación y el silencio, y otros que se camuflan entre el caos y el ruido.
Nietzsche, ante el sabotaje a su figura y su condición de loquillo, fue bastante sagaz al escribir en Ecce Homo: “Una cosa soy yo, otra cosa son mis textos”.
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Que alguien se prevenga de una escritura por cuestiones como la descrita anteriormente dice más de ella que del aspirante. Se trata de un síndrome de superioridad moral, de rigidez y acaso de chochez.
Cioran, también conocido como el diablo en bicicleta (pese a ser un apologista del suicidio), decía algo que viene al caso: “Aceptarnos tal como somos: la única forma de evitar la amargura. En cuanto nos negamos, en lugar de pagarlo con nosotros mismos, lo pagamos con los demás y ya sólo segregamos hiel”.
De haberse abstenido de sus frívolas prevenciones, Gide no sólo sería recordado como un gran escritor, sino también como el editor que publicó al novelista por excelencia de la literatura del Yo.
Hojea con pereza el volumen que contenía Por la parte de Swann y A la sombra de las muchachas en flor, y tras encontrar unas leves incoherencias -aquellas digresiones en la sintaxis que caracterizan el estilo proustiano- decide rechazarlo. Fatal error. Irreconocible para un escritor de tanta pulcritud y relevancia. Un bache de incoherencia de un libre pensador prejuicioso.
En una célebre carta, Gide se confiesa con Marcel:
“Desde hace varios días no abandono su libro; me lleno de él con deleite, me sumerjo en sus páginas. ¡Ay de mí! ¿Por qué me resulta tan doloroso amarlo tanto? Haber rechazado este libro quedará para siempre como el más grave error de la Nouvelle Revue Française, y (como tengo la vergüenza de ser en gran parte el responsable de esto) una de las tristezas, de los remordimientos más dolorosos de mi vida” (Angosta, 2022).
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El caso me ha hecho pensar en todo lo que ocurre en nuestro mundillo literario, en el cual es más importante parecer escritor que serlo, más importante lucir el traje de intelectual que proponer ideas y discusiones, más significativo comprar libros que leerlos. (Lo mismo ocurre -y me excusan la digresión, Proust haciendo mella- en festivales musicales a los que el público asiste para exhibir su asistencia, la selfie, y no para disfrutar de los artistas).
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Pero, aunque esto hace parte del tema, me desvío. Pues el rechazo del autor de El inmoralista a Proust se debe a una cuestión de aspecto físico y fastidio por su entorno social: conflicto que vibra entre los autores de otras generaciones y las nuevas.
Para algunos estetas, el escritor es ese sujeto huraño y de buhardilla, incomprendido y agudo, que aborrece lo popular y detesta lo mediático; para otros, en cambio, es todo lo contrario: un pagano que hace parte de la decadencia del mundo y que luego la retrata, y se retrata a sí mismo (contradictorio, voluble, falible): un “mundano”, sí, pero que cuestiona e interpela desde adentro.
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De haberse abstenido de sus frívolas prevenciones, Gide no sólo sería recordado como un gran escritor, sino también como el editor que publicó al novelista por excelencia de la literatura del Yo.