Una poética que escapa de las garras de la muerte
Una reflexión sobre la muerte de Paul Auster. Sobre cómo, a través de su literatura, expande la comprensión de la vida más allá de la muerte, invitando a los lectores a encontrar belleza en la existencia y la inevitabilidad del fin.
Javier Zamudio
Pienso en la noticia del fallecimiento de Paul Auster mientras intento escribir algo sobre este autor que he leído con avidez desde la adolescencia. Pienso en su muerte, de cáncer de pulmón a los 77 años, no solo como un hecho que enluta a su familia, amigos y lectores, sino también como el final de una larga enfermedad, “Cancerland”, como lo llamó su esposa, la escritora Siri Hustvedt, y como el encuentro con un misterio que ha persistido a lo largo de su literatura.
Sí, la muerte es una cita inevitable a la que nos dirigimos. Lo dice el autor estadounidense al inicio de la Invención de la soledad: «Nos dejan con nada más que la muerte, el irreductible hecho de nuestra mortalidad». También lo menciona en Here and now, su correspondencia con J. M. Coetzee, en una carta fechada el 8 de abril de 2009, después de enumerar tres muertes que lo impactan profundamente: «Me digo que ya debería saber, en vez de estar sorprendido, de que así es el mundo, que somos seres mortales y nuestro final puede llegar en cualquier momento, pero este tipo de argumentos generales no ofrecen más que un pequeño consuelo. El corazón duele. No hay cura para eso».
La muerte es uno de los temas que atraviesa la obra de Paul Auster, uno que trabajó de manera íntima por la cercanía con que se le presentó a lo largo de su vida. Desde niño, fue un fantasma constante, unido a otros conceptos, como el absurdo y el azar.
En Experimentos con la verdad (2001), por ejemplo, cuenta que a los catorce años presenció cómo un rayo mató a uno de sus compañeros de camping. Este hecho azaroso aparece también en uno de sus libros más notables, 4321, pero protagonizado por Archie Ferguson.
Además, esta no es la única muerte que atraviesa su literatura y su vida. La del padre es retratada en La invención de la soledad; el asesinato de su abuelo paterno, por parte de su abuela, en Un país bañado en sangre (2023), donde afirma: «La pistola que mató a mi abuelo es la misma que destrozó la vida de mi padre».
Además, en abril del año pasado, su hijo, Daniel Auster, falleció a causa de una sobredosis, tras salir bajo fianza. Enfrentaba cargos por homicidio involuntario y homicidio por negligencia, después de que su hija Ruby —nieta de Auster—, de diez meses de edad, muriera por sobredosis en 2021.
No es raro que la muerte se haya convertido en uno de los temas que atraviesa su obra, sin embargo, no es el principal. La muerte quizá sea el germen de otros temas más importantes, como es la poética del azar y del absurdo, las posibilidades de la realidad, como esa llamada equivocada que convierte a un escritor de novelas de misterio en investigador privado, que es el argumento de Ciudad de cristal, su primera novela, que fue rechazada 17 veces antes de encontrar editorial; o ese lápiz que un niño carga a todos lados para no perderse —de nuevo— la posibilidad de tener el autógrafo de su jugador de béisbol favorito y que lo llevó a convertirse en escritor; o ese relato de Navidad, que en realidad es la historia de un «extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y vendía puros y revistas», y que a través de la fotografía aprendió a capturar el tiempo y el espacio, como aparece en El cuento de Navidad de Auggie Wren.
Auster logró con su literatura expandir la realidad, lo concreto, mostrándonos que más allá de lo irreductible, está lo que es imposible de conocer y es diverso e infinito. Es cierto, como dice en La invención de la soledad, que «la vida se convierte en muerte, y es como si esta muerte hubiese sido dueña de esta vida durante toda su existencia», pero también es cierto que, con su literatura, nos convirtió en seres más profundos, más lúcidos, capaces de exprimir en cada instante toda la belleza.
Pienso en la noticia del fallecimiento de Paul Auster mientras intento escribir algo sobre este autor que he leído con avidez desde la adolescencia. Pienso en su muerte, de cáncer de pulmón a los 77 años, no solo como un hecho que enluta a su familia, amigos y lectores, sino también como el final de una larga enfermedad, “Cancerland”, como lo llamó su esposa, la escritora Siri Hustvedt, y como el encuentro con un misterio que ha persistido a lo largo de su literatura.
Sí, la muerte es una cita inevitable a la que nos dirigimos. Lo dice el autor estadounidense al inicio de la Invención de la soledad: «Nos dejan con nada más que la muerte, el irreductible hecho de nuestra mortalidad». También lo menciona en Here and now, su correspondencia con J. M. Coetzee, en una carta fechada el 8 de abril de 2009, después de enumerar tres muertes que lo impactan profundamente: «Me digo que ya debería saber, en vez de estar sorprendido, de que así es el mundo, que somos seres mortales y nuestro final puede llegar en cualquier momento, pero este tipo de argumentos generales no ofrecen más que un pequeño consuelo. El corazón duele. No hay cura para eso».
La muerte es uno de los temas que atraviesa la obra de Paul Auster, uno que trabajó de manera íntima por la cercanía con que se le presentó a lo largo de su vida. Desde niño, fue un fantasma constante, unido a otros conceptos, como el absurdo y el azar.
En Experimentos con la verdad (2001), por ejemplo, cuenta que a los catorce años presenció cómo un rayo mató a uno de sus compañeros de camping. Este hecho azaroso aparece también en uno de sus libros más notables, 4321, pero protagonizado por Archie Ferguson.
Además, esta no es la única muerte que atraviesa su literatura y su vida. La del padre es retratada en La invención de la soledad; el asesinato de su abuelo paterno, por parte de su abuela, en Un país bañado en sangre (2023), donde afirma: «La pistola que mató a mi abuelo es la misma que destrozó la vida de mi padre».
Además, en abril del año pasado, su hijo, Daniel Auster, falleció a causa de una sobredosis, tras salir bajo fianza. Enfrentaba cargos por homicidio involuntario y homicidio por negligencia, después de que su hija Ruby —nieta de Auster—, de diez meses de edad, muriera por sobredosis en 2021.
No es raro que la muerte se haya convertido en uno de los temas que atraviesa su obra, sin embargo, no es el principal. La muerte quizá sea el germen de otros temas más importantes, como es la poética del azar y del absurdo, las posibilidades de la realidad, como esa llamada equivocada que convierte a un escritor de novelas de misterio en investigador privado, que es el argumento de Ciudad de cristal, su primera novela, que fue rechazada 17 veces antes de encontrar editorial; o ese lápiz que un niño carga a todos lados para no perderse —de nuevo— la posibilidad de tener el autógrafo de su jugador de béisbol favorito y que lo llevó a convertirse en escritor; o ese relato de Navidad, que en realidad es la historia de un «extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y vendía puros y revistas», y que a través de la fotografía aprendió a capturar el tiempo y el espacio, como aparece en El cuento de Navidad de Auggie Wren.
Auster logró con su literatura expandir la realidad, lo concreto, mostrándonos que más allá de lo irreductible, está lo que es imposible de conocer y es diverso e infinito. Es cierto, como dice en La invención de la soledad, que «la vida se convierte en muerte, y es como si esta muerte hubiese sido dueña de esta vida durante toda su existencia», pero también es cierto que, con su literatura, nos convirtió en seres más profundos, más lúcidos, capaces de exprimir en cada instante toda la belleza.