Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
1.
Desde hace unos años, voces como la de Felipe Aljure se han pronunciado sobre lo que parece ser un nuevo género en el cine colombiano, el género de los muchachos marginales enmarcados en paisajes exóticos o, como lo llamaría mi proveedor de chontaduro, el género del “pelao marginal en el monte”. Un nuevo género que vende en Europa porque, de un tiempo a esta parte, ciertos festivales europeos (dejemos Sitges fuera de esto) están premiando lo que ellos creen que es Colombia: cierta marginalidad, cierta representación de la violencia ambientada con paisajes espectaculares, ciertas historias arquetípicas que permiten usar conceptos ambientalistas y sociológicos en la misma frase y antes de hacer un brindis.
El exotismo que denunciaban Luis Ospina y Carlos Mayolo en Agarrando Pueblo (1977) y que muchos profesores referencian como “algo que ya pasó”, como “algo que ya se superó”, parece haber vuelto, si es que en algún momento se fue. Volvió y no solamente en forma de películas que aburren aunque ganan festivales, sino en forma de políticas estatales y proyectos que se arman pensando en generar más películas similares para que sean aprobadas por esas miradas extranjeras y para que, desde luego, esos mismos premios puedan ser luego mostrados como resultados en informes estatales de gestión. “Estamos cumpliendo porque los europeos nos avalan”. (Si quiere leer más críticas de Deivis Cortés, aquí una sobre series de televisión).
No es muy difícil imaginar cómo se construyó Los reyes del mundo (2022). No es muy difícil visualizar a un grupo de funcionarios de la ficción (más que a un grupo de creativos) haciendo brain storming, una lluvia de ideas que ni siquiera tiene que incluir a Laura Mora, porque en este tipo de películas prefabricadas los nombres de los realizadores son intercambiables. “Y ¿qué tal si hacemos una película sobre la restitución de tierras? ¿Qué tal si hacemos una película sobre el post conflicto donde a alguien le devuelven una tierra prometida y ese alguien realiza un viaje desde la urbe hasta algún rincón rural para mostrar paisaje y durante ese viaje pasan cosas? ¿Qué cosas? No importa. Da igual si esos eventos tienen sentido, no importa si son verosímiles o en qué orden se presenten. ¿Entonces? Lo importante es acumular episodios, acumular postales, acumular eventos para llenar metraje porque fijo nos piden mínimo noventa minutos de duración, esa gente de las convocatorias casi no lee guiones, no piden mucha trama, pero son implacables con la duración y con los paisajes. Sin palabras”. (Aquí puede leer sobre los reconocimientos internacionales de Los reyes del mundo).
“No nos pongamos con bobadas que esto no es tan complicado. Lo importante aquí es que el personaje debe partir de la ciudad y después de una hora larguita debe llegar a su destino. Y la idea es que cuando llegue, esa llegada tenga un tinte pesimista o medio trágico, ojalá que la tierra a la que llegue ya no exista o esté destruida o que ya se la hayan arrebatado, ojalá gente con armas, botas y sombrero para que los analistas (sociólogos, politólogos, violentólogos) hablen de post conflicto un rato. Sí, buenísimo, y le podemos meter también una escena de discusión con el burócrata, discusión con la institución, una escena donde el personaje viajero se despache un sentido discurso de reclamo digno de ambientarse con el himno nacional, una escena donde el personaje diga que ha viajado mucho como para que le salgan con esas, porque sería bueno que el burócrata le pidiera al viajero un documento absurdo, de esos que suelen pedirle a los pobres o a la gente sin contactos. Toca meter sí o sí la escena del documento absurdo para que las personas que han tenido problemas con la burocracia se sientan representados y reflejados en la frustración de ese personaje, una escena donde la gente pueda señalar la pantalla y decir sí, tal cual, así me pasó, deberían nominar esta película al Oscar o al menos darle algún premio en las europas. Y podemos meter a mi tía a actuar. ¿Por qué? Porque tiene pura cara de señora regañona y serviría resto para el personaje de la funcionaria eficiente pero antipática. Hacer una escena donde la gente diga sí así es la burocracia en este país, tal como en su momento la gente lo decía con la mítica secuencia (mucho mejor lograda) en La gente de la universal. Sin palabras”.
2.
Los reyes del mundo está construida como una road movie, como una película de carretera, pero en una carretera destapada, como en una película de viaje, pero de esos viajes donde uno puede quedarse dormido varias veces y da igual: el ayudante del conductor lo va a despertar a uno en la última parada o, si la propina es generosa, en los peajes para echar mecato o frente a aquellos paisajes que valga la pena fotografiar. La película trasmite la sensación de que los creadores tenían claro el punto de partida (Medellín) y el punto de llegada (tierra prometía baldía/ arrebatada / fantasmal), pero no se preocuparon por construir de manera convincente, rigurosa ni verosímil la línea que une esos dos puntos. O lo intentaron pero no lo consiguieron. A lo sumo se esforzaron por decorar el vehículo viajero poniéndole nombre egipcio, literalmente pintándolo de dorado, como para que los egiptólogos tengan también algo que decir y entre ellos y los sociólogos llenen los vacíos narrativos a punta de hermenéutica. “Es que ustedes no lo vieron, pero tal cosa en realidad significa esto otro. Está clarísimo”.
Como en toda película episódica, han construido varios puntos de control (¿retenes? ¿almorzaderos? ¿peajes?), pero A y B no tienen conexión entre sí, simplemente están puestos uno después del otro, pero uno no es consecuencia del otro. Y ya sé que los creadores de la película van a decir que nunca fue su intención apostarle a la verosimilitud, que no es obligatorio regirse por los principios del relato orgánico o que no están obligados a crear personajes ni situaciones dramáticas porque “lo que importa aquí es otra cosa”. Y antes de verificar si efectivamente existe esa “otra cosa”, me permito admitir que tienen razón. El relato orgánico (mal llamado aristotélico) no es una obligación. Una construcción dramatúrgica férrea, aunque deseable, tampoco debe ser una imposición ni una camisa de fuerza. Estoy de acuerdo con eso.
Pero así como no es una camisa de fuerza, tampoco debe desconocerse el rigor narrativo ni el rigor dramatúrgico en una película que claramente, desde su concepción y desde lo que le promete al espectador, se asume como narrativa. Es cierto que muchas películas afiliadas a paradigmas anti narrativos o contra narrativos son mal juzgadas y mal evaluadas al pedírseles elementos de los que conscientemente decidieron prescindir. Pero también es cierto que muchos creadores se están agarrando de ese discurso para prescindir del rigor que implica contar una historia usando el cine como medio y lenguaje, un relato que no insulte la inteligencia del espectador, una historia que no haga que el espectador sienta que le deben devolver el dinero, una historia que no haga que el espectador asuma que es imposible narrar buenas historias en el audiovisual colombiano y por ende ni siquiera se esfuerce por narrar bien cuando decide arriesgarse como realizador.
Y claramente la pretensión de renunciar al relato eficiente no es nueva. Voces como la de Peter Greenaway o Robert Bresson hablan de un cine que debería ser algo más que relatos filmados, algo más que teatro filmado. Es una pelea válida, siempre y cuando lo que se ofrezca a cambio del relato contenga una apuesta visual, una apuesta cinética, una apuesta lingüística o al menos plástica. Cualquier postura ajena a la narración clásica es bienvenida, pero pierde validez cuando se esgrime a posteriori, cuando se da después de haber fallado en el intento de ofrecer una narración audiovisual competente, o cuando se intentó narrar y ante el reclamo por el fallo se alega que “nunca se quiso narrar desde el principio”. Al cabo que ni quería.
La supuesta renuncia a la esclavitud del relato suena tramposa e impostada cuando, durante la campaña de promoción, los creadores usan expresiones como “quisimos contar una historia de tal cosa” o “nos interesa contar historias de personajes marginados” o “nos interesa contar a esa otra Colombia que ha sido históricamente ignorada”. También hay que preguntarse ¿para qué nos queremos librar de la esclavitud del relato? ¿Para someternos a la esclavitud de otro amo? ¿El nuevo amo es más generoso o menos exigente? Porque asumiendo que nos liberemos del amo narrador, ahora estamos a merced de este otro tipo de relato desestructurado, un cine más cercano al arte y ensayo europeo, pero que en realidad tampoco encaja mucho en ese patrón: es más un cine de ensayo y error, ensayo y convocatoria, ensayo y estímulo, ensayo y timo, o ensayo y discurso. Sin palabras.
3.
La mayoría de las voces que alaban una película como Los reyes del mundo no lo hacen porque la consideren una película valiosa o porque vean virtudes cinemáticas en ella. Mentiras. Sí. Tiene virtudes. Las secuencias de desplazamiento por carretera rural demuestran una habilidad para componer set pieces seudo poéticas. Sucede algo similar con el plano secuencia en el que la cámara recorre una casa fantasmal mientras tiene lugar una conversación en la entrada de esa misma casa con unos aparentes residentes que, a la postre, se nos antojan espectrales. Una escena que sí pretende significar y apostarle a lo onírico, desde una concepción que le apunta al extrañamiento, a la evocación es extraña pero potente. De igual forma, el momento “niebla” y arrojada de bicicletas es digno de destacar. La cámara lenta refuerza el efecto de calma y quietud reflexiva que la niebla trasmite, generando una comunión entre los elementos del paisaje y los recursos cinematográficos que glosan ese mismo paisaje. Pero incluso allí, en esa escena, la belleza de la composición queda ensuciada por lo inverosímil de la situación: ¿llegaron por detrás a secuestrarlos en camioneta y ninguno de ellos escuchó el vehículo acercarse? Son personajes rudos que han sobrevivido a las calles, pero ¿la contemplación con musiquita de fondo los desarma? ¿La niebla desactiva sus poderes de “reyes del mundo”? ¿La banda sonora impidió que los personajes escucharan la llegada de sus captores?
Las valoraciones positivas frente a la película son bienvenidas cuando se encuentran bien argumentadas. Desafortunadamente, el público especializado y el comentarista cinematográfico nacional no suele valorar las películas en términos estéticos o narrativos. Suele estudiarlas, comentaras y reivindicarlas en términos sociológicos.
Pareciera que las películas son tan buenas como los temas que reivindican. Y, concretamente, esas miradas y juicios críticos, en el caso de la película que nos ocupa, están condicionados por dos factores puntuales: 1. Por el éxito de Matar a Jesús (2017), una ópera prima bien lograda que posicionó a su realizadora principalmente porque los medios se concentraron en destacar “la historia humana detrás de esa película”, algo muy parecido a lo ocurrido con El olvido que seremos: una tragedia familiar producto de la violencia que prácticamente blinda todo lo que salga de allí porque resulta muy odioso expresar un juicio en contra de alguien a quien le han asesinado el padre. Por contraste, resulta supremamente bienpensante, correcto y empático decir que su obra es brillante, sensible y hasta necesaria porque el artista fue capaz de traducir su dolor en forma de una obra de arte sea película o novela. A nadie le conviene ser tildado de antipático en un medio donde los contactos pesan más que el talento.
2. Las valoraciones positivas de Los reyes del mundo están condicionadas por los premios recibidos. Un condicionamiento más tóxico de lo que parece a simple vista. No solo genera que los estudiantes (e instituciones) ávidos de reconocimiento se encaminen hacia esa dirección, sino que silencia a la posible voz opositora de ese paradigma. En efecto, pareciera que si alguien critica duramente una película como esta, si tan solo se atreve a señalar alguno de sus problemas o alguno de sus defectos o alguna de sus carencias, pareciera como que está contradiciendo ese discurso sobrio y autorizado europeo. El crítico opositor queda como ignorante ante esos expertos europeos que gustaron disfrutaron y premiaron esta película, y entonces, ante eso, la gente que va a los cines ya condicionada por el hecho de que la película está premiada en muchos países de Europa, pareciera que no ve la película que está ante sus ojos, sino que solo ve el sello de calidad de esa gente que premio la película, las decisiones y línea de pensamiento de esos jurados que premiaron esa película, y esa gente que va a los cines entre cierra los ojos esforzándose por ver detrás de cada fotograma, detrás de cada secuencia, detrás de cada plano, se esfuerza por ver eso que premiaron los que saben, se esfuerza por entrecerrar los ojos para convertir su mirada en una mirada europea, para que esa película que posiblemente no les está gustando les empiece a gustar a las malas, porque por algo le habrán puesto esos laureles en el cartel, por algo mis amigos del club me la recomendaron y qué pena yo llegar hoy a la finca a aguarles la fiesta.
Pareciera que todo aquel que no hable de manera elogiosa sobre Los reyes del mundo está quedando como un tonto porque está pretendiendo desautorizar, desde el tercer mundo, desde una provincia cinematográfica, a unos críticos europeos que saben más de cine que cualquier espectador colombiano. Pareciera que es prohibitivo contrariar a unos críticos europeos que tienen más autoridad para decirnos qué debe gustarnos de nuestro cine y qué debemos reprochar de nuestro cine, qué ver y qué no ver, unos críticos europeos que desde sus premios condicionan no solo la recepción de nuestro cine, sino la realización de cines futuros.
4.
El otro efecto, que se siente sobretodo en la academia y facultades de cine privadas, es que para admitir a un profesor como docente de realización, le exigen, incluso desde la oferta laboral, que “esté en sintonía con las convocatorias”, específicamente que conozca lo que las convocatorias piden y lo que suelen premiar. Y aunque eso puede leerse como una decisión “aterrizada” que pretende encaminar un programa académico desde la rentabilidad y la búsqueda de resultados concretos, también implica que ese profesor, por contrato, va a empezar a educar a sus estudiantes para que armen proyectos no de acuerdo a lo que quieren expresar o explorar como guionistas y narradores, no de acuerdo a lo que quieren producir como artistas de la imagen, sino de acuerdo a lo que se está premiando actualmente. Y si lo que se está premiando actualmente son películas como Los reyes del mundo (o El vuelco del Cangrejo), entonces el estudiante contemporáneo de cine o audiovisuales va a formarse pensando en hacer películas así, en hacer cine galardonable y no en hacer películas que les permitan expresarse (y descubrirse) como artistas, independientemente de los premios que esas mismas películas puedan recibir e independientemente que estén vibrando en algún otro paradigma ajeno al dominante.
Efectivamente, un profesor de la Escuela de Cine y Televisión de la Universidad Nacional (rogó anonimato de rodillas), me aseguraba que los estudiantes actuales de esa institución se están tornando “pesados y artificiosamente solemnes”. No le están apostando a las comedias o al cine de acción. Tampoco le están apostando al policial, al terror o al fantástico. Le están apostando a emular el cine colombiano que ha sido premiado recientemente porque la realidad material les está mostrando que es un cine con mayores posibilidades de ser “exitoso”. Obvio.
Los estudiantes crecen queriendo hacer cine con tiroteos, carcajadas, atracos y viajes en el tiempo. Pero cuando llegan a la universidad y empiezan a “conocer el medio”, su mirada se transforma. Ahora quieren ganar Cannes, Venecia, Berlín. Quieren viajar para ser entrevistados y hablar mucho de sí mismos. Quieren subir a sus redes sociales fotos con la costa azul de fondo o en medio de las calles de Berlín. Quieren decir que estuvieron en Europa y que son cineastas no por haber hecho una película, sino por haber estado en Europa contestando entrevistas de la prensa festivalera: “Sí, efectivamente quiero hacer cine o hago cine porque me interesa el paisaje de mi país y las relaciones paterno filiales de mi nación”. Luis Ospina dijo en el Festival Internacional de cine de Cali de 2009: “Hay gente que estudia cine para estar en el cine, no para hacer cine”.
Se suele decir que en Colombia no hay industria cinematográfica. Considero que sí la hay, solo que no es similar al modelo industrial argentino, mexicano, español ni norteamericano. La pequeña industria que se está formando tiene características similares a la industria textil. Es una industria que fabrica lo que Hans Christian Andersen llamó “El traje nuevo del emperador”. La industria del cine colombiano está enfocándose en construir trajes invisibles para el emperador. Los estudiantes se están formando como operarios de una máquina de hacer trajes invisibles para el emperador. Porque ya el traje no está hecho por un solo sastre, parece que hay toda una textilera, toda una maquila, toda una industria textil tipo Coltejer encargada de fabricar trajes invisibles para un emperador colectivo: espectadores rasos, jurados de convocatorias, jurados de festivales, realizadores, acomodadores, fabricantes de Tarjeta Cineco. No solo hay un sastre, hay montones de operarios y gente que se encarga exclusivamente de fabricar telas, pero nunca mete mano en diseño o ventas. Solo material. Hay gente especializada en botones para esos trajes y hasta hay gente que fabrica ojales para trajes invisibles. Estos últimos son los más peligrosos: tienen más carreta aprendida y ganan más premios.
5.
También es importante recordar que el espectador está condicionado por el precio de la boleta. Si uno se gasta 20 mil pesos en una entrada a cine, se siente obligado a que le guste la película para hablar más de inversión que de gasto, para que luego los amigos no lo acusen a uno de idiota por haberse dejado timar.
Pareciera que todo aquel no vea en Los reyes del mundo lo mismo que la crítica europea vio en esa película será tildado de tonto, de intolerante, contestatario, reaccionario incluso de poco patriota, de persona que poco apoya el cine colombiano. Incluso puede que sea tildado de misógino o de machista dado que su realizadora es una mujer. Para blindarme de ese juicio, fui con una mujer a ver esta película. De hecho ella me invitó y aunque me mostré reacio cuando vi los precios de la función (20k en Av Chile versus los 6k que cuesta en la cinemateca), me dijo “Tranquilo, yo invito, hay que apoyar el cine colombiano”. Accedí porque soy débil.
La noté incómoda durante toda la proyección, incluso la vi bostezar y cabecear un par de veces y me consta que estuvo al menos 20 minutos dormida. Sin embargo, cuando salimos de la sala y le pregunté su opinión sobre la película, me respondió con un políticamente correcto “Me encantó”. Pero no era el “Me encantó” pronunciado con entusiasmo desbordado sino el “me encantó” que pronuncia alguien cuando su amigo poeta sin talento le lee por enésima vez uno de sus sonetos, o cuando esa niña que te gusta pero que canta horrible te muestra su última intervención en el karaoke. Le pregunté en broma si decía que le había encantado la película porque de verdad la había disfrutado o si lo decía porque la directora también era mujer. Me dijo “No, la película no me encantó porque la haya dirigido también una mujer. Ese comentario tuyo me parece machista. La película me encantó porque la directora también se llama Laura”. Esa era toda su motivación: ver un filme dirigido por alguien que se llama igual que ella. La entendí perfectamente. No le quedaba de otra que mostrarse favorable aunque se hubiera dormido durante buena parte de la proyección. Emitir una opinión desfavorable contra un producto hecho por una tocaya era de alguna manera traicionarse a sí misma.
Una semana más tarde, dos amigos me invitaron a ver la película de nuevo. Y aunque esta vez la proyección se celebraba en la Cinemateca de Bogotá y cada quien había quedado de pagar lo suyo, tuve que rechazarlos. Uno se apellidaba Mora y el otro Montes. Sin palabras.
En Los reyes del mundo, los personajes usan la expresión “sin palabras” o “sin palabrotas” para comunicarse entre ellos. Una expresión coloquial común entre gente que escucha hip hop y que siempre se despide deseando “las mejores”. Sin embargo, hay tres palabras menos coloquiales y más institucionales que sirven para resumir la esencia, la motivación y la construcción del filme en cuestión. Funcionan también como título alternativo. Esas tres palabras son: “restitución de tierras”. En efecto, ver Los reyes del mundo es asomarse a la construcción de una película que no parece partir de un precepto estético o narrativo, sino de un concepto institucional. Un producto que parece responder más a unos intereses sociológicos que artísticos y que tiene que ver más con ganar una convocatoria o con agradar a la crítica europea que con hacer un cine “desde las tripas” por usar otra expresión callejera y también resumible en tres palabras.
* Deivis Cortés Pulido es realizador y analista audiovisual, magíster en Escrituras Creativas, extra con parlamento en Con Ánimo de Ofender (serie web) y ha sido crítico de cine en El Espectador.