Reflexiones sobre el deseo femenino en la obra de Gabriel García Márquez
Un enfoque sobre los personajes femeninos de García Márquez a lo largo de su obra, las características y contradicciones en su representación.
Nadia Celis
De las bóvedas del escritor colombiano Gabriel García Márquez, surge En agosto nos vemos. Millones de personas en el mundo acudirán a la cita de una voz que algunos, todavía extrañamos, ya sea por curiosidad, admiración o el merecido orgullo que nos sigue uniendo a su literatura. La curiosidad será satisfecha y el entusiasmo cubrirá con indulgencia las expectativas que el libro no pueda llenar, pues sabemos, pese a las promesas de la campaña que lo ha precedido, que el escritor declaró este libro inconcluso. Pero en un mundo en el que la comprensión de las relaciones de género y su vínculo con el poder evoluciona, es probable que el tema al que García Márquez dedicó su última obra de ficción –las aventuras extramaritales de una mujer— lo someta a un nuevo escrutinio. ¿Es el epitafio de Gabriel García Márquez o la “moderna exploración de la sexualidad femenina” que han prometido sus emisarios?
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De las bóvedas del escritor colombiano Gabriel García Márquez, surge En agosto nos vemos. Millones de personas en el mundo acudirán a la cita de una voz que algunos, todavía extrañamos, ya sea por curiosidad, admiración o el merecido orgullo que nos sigue uniendo a su literatura. La curiosidad será satisfecha y el entusiasmo cubrirá con indulgencia las expectativas que el libro no pueda llenar, pues sabemos, pese a las promesas de la campaña que lo ha precedido, que el escritor declaró este libro inconcluso. Pero en un mundo en el que la comprensión de las relaciones de género y su vínculo con el poder evoluciona, es probable que el tema al que García Márquez dedicó su última obra de ficción –las aventuras extramaritales de una mujer— lo someta a un nuevo escrutinio. ¿Es el epitafio de Gabriel García Márquez o la “moderna exploración de la sexualidad femenina” que han prometido sus emisarios?
Aunque pueda parecer un giro inesperado, el deseo de las mujeres no es un tema nuevo para García Márquez. Desde las férreas descendientes de Úrsula en Cien años de soledad hasta la furiosa Sierva María en Del amor y otros demonios, toda su obra está repleta de jóvenes eróticamente curiosas en pugna con las convenciones que las limitan. Su resistencia suele culminar en amargura, o en notorios castigos para las que se atreven a dar el “mal paso”, porque sus ansias chocan con la incapacidad de sus hombres de renunciar al privilegio de imponer su voluntad, y porque a su autor le costaba concebir personajes femeninos cuyo propósito no fuera suplir las necesidades de sus héroes.
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Tras los adelantos de En agosto que publicó en vida, me intrigaba si la elección de su protagonista anunciaba un cambio de perspectiva en cuanto al rol de las mujeres, eje de mi propia investigación en la obra de García Márquez. Así que leí los manuscritos inconclusos desde la primera de mis visitas al archivo del Harry Ransom Center en Austin. En vista de que el autor decidió mantener la novela en privado, me abstuve de discutirla en mis publicaciones anteriores.
Lecturas recientes de la versión editada confirmaron mis impresiones iniciales. El texto lleva las marcas del inigualable contador de historias. Aún deslumbra su capacidad para esbozar en tres pinceladas a los amantes de la protagonista, delatando en un gesto sus fisuras y sus costuras. Se asoma asimismo el dolor del Caribe, con sus paisajes exuberantes, sus líderes voraces, sus pueblos consumidos y sus turistas ávidos de desdoblarse. Se notan también reiteraciones y huellas de versiones anteriores de sí mismo que no alcanzó a encubrir, y lugares comunes, entre otros deslices que, tras haber leído cientos de páginas de sus borradores, dudo que el escritor en su clímax se habría permitido. Por eso concuerdo con quienes invitan a recibir En agosto nos vemos con la generosidad que merece un escritor grande que ya no podía sostener sus vastos paisajes creativos, pero poseía la lucidez y la humildad para reconocerlo.
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Hecha esta salvedad, entremos en la historia. En agosto nos vemos narra el viaje de una maestra de literatura en sus cuarentas que, durante su octava visita anual a una exótica isla para depositar flores en la tumba de su madre, despierta a un anhelo de aventuras sexuales. Carcomida por el dilema moral, Ana Magdalena trata de volver al riel, pero termina por concederse un romance al año. Detalles sutiles, como su ambigüedad ante las infidelidades del marido, su ecléctico repertorio de lecturas y su conflicto con una hija “indomable”, revelan los pliegues ocultos de una protagonista que es más un boceto que un retrato. Sin embargo, no llegamos a discernir las ansias que fraguaron su repentina apetencia, pues ni ella misma parece haberlas atisbado hasta la noche en que, bajo la influencia del alcohol, se enreda con un extraño.
La trama se complica cuando Ana Magdalena descubre que la motivación de su madre para ser enterrada en la isla fue su romance con un desconocido que sigue inundando su tumba de flores. Ya había sospechado que la elección de Micaela, su madre, encubría un mensaje que estaba destinada a descifrar. El develamiento de su secreto es el clímax de la novela, cuya tensión más inquietante no es el repentino descontento marital de Ana Magdalena sino su lucha soterrada con su madre y con su hija, quien carga el nombre y el ímpetu de su abuela. El autor parece vislumbrar los abismos que dividen a las tres generaciones ligadas por su heroína. No obstante, elige finalizar la novela con la impulsiva decisión de Ana Magdalena de exhumar los restos de la muerta, en una flagrante traición a la voluntad de su madre, y a sí misma, sellada con el abandono final de la isla y el retorno a su esposo. A este desenlace debo el seguir pensando que, como admitió el escritor, esta historia quedó incompleta; no porque le falte un final, sino porque el que tiene es una resolución abrupta y poco convincente de un conflicto que dejó sin explorar.
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El final de Ana Magdalena ilustra la evolución del pensamiento de García Márquez sobre el deseo femenino. El designio de la madre ha revelado a la protagonista su propia insatisfacción y al menos una avenida para conjurarla, pero ella no solo equivoca la estrategia optando por coleccionar un amante por viaje, sino que, tras un par de intentos frustrados, decide darse por vencida. Para entonces, la fogosa vida erótica que solía llevar en su matrimonio antes de sus aventuras –y de admitir las de su marido— se ha arruinado. Por su parte, la nieta, “una díscola encantadora”, talentosa para la música y amante de un trompetista mulato, opta por inmolarse en un convento, con una tozudez que el escritor no se digna explicar. Es difícil no ver en esta doble regresión otra advertencia contra la persecución del placer por parte de las mujeres. No en vano anuncia el narrador que, tras su primera aventura, Ana Magdalena, “que siempre anduvo por la vida sin mirarla… empezó a verla con los ojos del escarmiento”.
Confieso que yo no he logrado nunca aceptar los finales de las mujeres deseantes en los libros de Gabriel García Márquez. Ni el de las enclaustradas –como Meme, Sierva María y la segunda Micaela, ni el de las desangradas –como Amaranta Úrsula y la Nena Daconte, ni el de las que se atrevieron a desafiar el lazo del matrimonio para luego volver contritas a sus esposos legítimos —el caso de Ángela Vicario, y el de Ana Magdalena Bach. Aclaro que ninguno de estos finales es implausible, a juzgar por la cadena de violencias íntimas y públicas que continúan enmarcando la expresión sexual de las mujeres reales en la Latinoamérica de este siglo. Pero me cuesta entender que un escritor que podía ver tanto brío en sus personajes femeninos no pudiera imaginarles mejor destino.
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¿Es En agosto nos vemos es una historia sobre el deseo femenino? Una, quizás, entre muchas posibles, sospecho que más afín a las fantasías de los lectores contemporáneos al escritor que a las de las lectoras de este siglo. Para mí, es más una confirmación de las profundas contradicciones de García Márquez en torno a las mujeres. La novela es el testamento de un escritor que podía concedernos deseo, pero no autonomía sexual, que podía atisbar nuestros anhelos ocultos, pero no concebir que pudiéramos realizarlos, que podía admitir nuestra influencia sobre los otros, pero a quien intimidaba nuestra independencia de los otros, que podía entender que las mujeres quisieran más de sus hombres, pero no que las mujeres quisiéramos algo más en nuestras vidas que la compañía de los hombres.
En cualquier caso, mal haríamos las lectoras de hoy al esperar que un escritor del siglo pasado defina nuestro camino hacia la libertad, sexual o de cualquier tipo. También en ignorar lo que su obra tiene aún para enseñarnos. Soy una decidida partidaria de sus clásicos, cuyas advertencias contra la capacidad autodestructiva de nuestra especie resuenan profundamente en el mundo actual. En su legado persiste un extraordinario documento del más peligroso de los deseos, el de poder, si bien el autor no llegó a comprender la íntima complicidad de sus protagonistas con la violencia engendrada por ese deseo. Es el escritor de esas profundas paradojas, a quien sigo enseñando y estudiando, con respeto, cariño y rigor.
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A la espera de uno de los mayores acontecimientos editoriales de este siglo, me entusiasma pensar que la lectura de En agosto nos vemos pueda iluminar los dilemas que García Márquez no resolvió. Como siempre, está en su público decidir cómo leer y hasta dónde cuestionar los puntos ciegos del escritor, que son también los de muchos de sus lectores. Esa es la verdadera magia del “espejo hablado” que nos heredó.
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