Refugio de León de Greiff y escondite del baúl de la espada de Bolívar
El poeta antioqueño vivió sus últimos años en un una casa que hoy es un parqueadero vecino a un prostíbulo en la localidad de Santa Fe en Bogotá.
Joseph Casañas / @joseph_casanas
“No católico”, así respondió León de Greiff un documento oficial que le preguntaba por su religión. Un exabrupto para la época (1915). El burócrata de turno le dijo que era imposible responder de esa forma. “Budista”, escribió entonces para no dejar el espacio en blanco y evitar una discusión estéril. Hay registros de muchos ‘No’ a lo largo de su vida. No obediente; no convencional; no declamador; no supersticioso; no vanidoso y, en consecuencia, muy descuidado.
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“No católico”, así respondió León de Greiff un documento oficial que le preguntaba por su religión. Un exabrupto para la época (1915). El burócrata de turno le dijo que era imposible responder de esa forma. “Budista”, escribió entonces para no dejar el espacio en blanco y evitar una discusión estéril. Hay registros de muchos ‘No’ a lo largo de su vida. No obediente; no convencional; no declamador; no supersticioso; no vanidoso y, en consecuencia, muy descuidado.
El descuido más visible se evidenciaba en su forma de vestir: boina, corbata y pantalones holgados para el martes en el encuentro de poetas en el Café Automático de la Avenida Jiménez. Boina, corbata y pantalones holgados para el encuentro de líricas del viernes en el mismo café. Boina, corbata y pantalones holgados para la misma tertulia del sábado. Una semana con el mismo traje.
En algún concurso de periódico, León de Greiff se ganó, sin querer, un traje nuevo por haber aparecido en una foto del diario, días después se le vio, otra vez, con la misma boina, corbata y pantalones holgados. León, ¿qué pasó con el vestido nuevo?, le preguntaron. “Lo mandé ajar y no me lo han entregado”, respondió medio enserio y medio en broma. Sus amigos cuentan que dormía con la ropa puesta y que se afeitaba cada dos o tres semanas. No era sucio, era más bien un hombre descuidado.
Sicológicamente, reflexiona José Watanabe en su poema ‘Mi Casa’, “la vivienda es la ampliación del yo corporal y, a la vez, la reducción del mundo, un lugar donde el enfermo pasa gran parte de su vida”. Cierto. De Greiff pasó sus últimos años aislado en “el cuarto del búho”, como llamó a su casa. El lugar, ubicado en la localidad de Santa Fe, en Bogotá, se convirtió en un fortín hecho con montoncitos de libros organizados en desorden y vinilos desperdigados por todo el lugar.
De ese bunker hecho con letras de Góngora, Nietzsche, Kant, Sartre, Tolstoi, entre otros, de Greiff no volvió a salir más. El 11 de julio de 1976, su hijo Boris lo encontró muerto. Ese día empezó la leyenda. Uno de sus poemas, Admonición a los impertinentes, explica en gran medida las razones de su aislamiento. Un asilamiento voluntario que convirtió en su casa.
Como yo soy el Solitario,
como yo soy el Taciturno,
como yo soy el Hosco, el Arbitrario,
como soy el Lucífugo, el Nocturno,
dejadme solo.
Como soy Leo Atrabiliario,
como soy Sergio el Estepario,
como soy Proclo Extravagario,
como ya tengo el Cuervo y el Vulturno
de los acerbos choznos de Saturno,
dejadme solo.
Dejadme solo. Non quiero compaña.
Dejadme esquivo. Non gusto coreo.
Non paventad. Non presumo de Orfeo
desasnador de cerril alimaña.
Debo enfatizar, escribió en este diario Alexis De Greiff A, "que todas estas cosas se entregan sin contraprestación esperada alguna; las donaciones a veces llevan escondidas filantrópicas exenciones tributarias. Hjalmar y la familia De Greiff se han negado a comerciar con la obra de un poeta que nunca aprendió, ni quiso aprender, a hacer negocio con sus escritos. Escribió para sus amigos, para su novia y esposa Matilde, para su alma atormentada. ¿La recompensa? Que lo lean; nada más. En un medio donde lo importante es hacer dinero rápido, es un orgullo pertenecer a una familia que desde hace más de doscientos años se ha dedicado al servicio de lo público".
De Greiff fue un enfermo por el uso del lenguaje y, en este camino, por el uso del español que parecía muerto. Si se trataba de cantarle al mar, por ejemplo, reseña William Martínez en un texto publicado en El Espectador en 2015, “echaba mano de palabras muertas del castellano o, incluso, las inventaba: “(…) Sus resonantes trombas, / sus silencios, yo nunca pude oír...: / sus cóleras ciclópeas, sus quejas o sus himnos, / ni su mutismo impávido cuando argentos y oros / de los soles y lunas, como perennes lloros / diluyen sus riquezas por el glauco zafir...!”. Si el asunto era, en cambio, escribirle a su esposa o a algún amor de taberna, quería hacerse entender: “Esta rosa fue testigo / De éste, que, si amor no fue, / Ninguno otro amor sería”.