¿Repensar nuestras estatuas? Sobre la política de la memoria
Es igual de violento tumbar un monumento que imponer un discurso histórico por decisión de grupos dominantes. Colombia necesita una política de la memoria participativa e incluyente.
Alejandra Jaramillo Morales * / Especial para El Espectador
Las sociedades autoritarias engendran respuestas violentas. Sí, es un acto violento tumbar las estatuas que a lo largo de la historia han recogido lo que ciertos grupos dominantes creen que debe ser el discurso histórico de una nación. Pero es igual de violento imponer un discurso histórico por decisión de grupos dominantes. No podemos olvidar que cada monumento, cada estatua, cada museo representa un mensaje público, y ese mensaje es en sí mismo una decisión política. Alguien ha decidido que esa estatua debe representar la historia nacional. (Recomendamos: Videocolumna de William Ospina: No van a caer solo las estatuas).
Si la decisión que se ha tomado en algún momento de la historia de honrar a ciertos personajes históricos, y no a otros, no puede transformarse por la decisión de los colectivos sociales, puede fácilmente terminarse en el acto violento de tumbar las estatuas. Porque elegir honrar al fundador de Bogotá, implica sin duda ubicarse en un discurso histórico que asume de manera aceptable los desmanes y atrocidades que se cometieron para la fundación de nuestra capital. Ese juego entre honrar o aborrecer, entre reconocer a Jiménez de Quesada como parte de lo que somos, nuestro fundador, o como genocida, hace parte de la política de la memoria, esa que aquí en Colombia suele desarrollarse por poderosos poco interesados en la opinión de sus opositores. Lo que debemos o no recordar es lo que está en juego, es un acto político que debe ser repensado. ¿Qué pasaría si pusiéramos una estatua del Zipa Tisquesusa frente a Jiménez de Quesada? ¿Qué pasaría si hiciéramos evidente que quien fundó Bogotá la fundó sobre un territorio ya fundado? ¿Que para fundar Bogotá tuvo que matar miles de indígenas, de moradores y dueños de esta tierra? Sería interesante que nos contaran que, así como Jiménez de Quesada había estudiado leyes, el Zipa se había prepara durante mucho más tiempo para ser Zipa. Eran dos hombres formados que se enfrentaron, en desigualdad de condiciones, por la decisión atroz de una nación de conquistar territorios y asumirlos como propios, usurpando a sus antiguos moradores. (Le puede interesar: Dos historiadores opinan sobre el derribamiento de estatuas).
El problema pues con las estatuas no está en si estamos de acuerdo en que ese ser representa nuestra historia, ni siquiera significa que quisiéramos borrar a ese ser de la historia, implica más bien que la decisión política de un gobernante que acepta recibir de España la estatua de Jiménez de Quesada y ubicarla frente a una de las primeras universidades que se fundaron en este territorio se da por un hecho natural. Se borronea, precisamente, la decisión de quién ha elegido que esa estatua esté en ese lugar, y se impide una construcción de una política de la memoria que pueda definir si debe seguir estando, o si para estarlo requiere que se hable también del genocida y no sólo del fundador. Se da por sentado que como nación debemos aceptar el genocidio como una necesidad para llegar a ser quienes somos. Y claro, el pasado no lo podemos cambiar, pero si narrarlo de manera diferente. Ver en el pasado las violencias que nuestros gobernantes han querido borrar. Porque ocultar la violencia, pactar con un solo lado de la historia es un acto violento, que lastimosamente nuestros gobiernos actuales repiten.
Que en 1988 se les haya ocurrido a algunos políticos y gobernantes que la estatua de Jiménez de Quesada debería quedar en la plazoleta del Rosario como celebración de los 450 años de la fundación de Bogotá era un acto de política de la memoria que puede siempre se revisado. Que en ese momento la relación con el pasado español estuviera aceptada, naturalizada, y que se siguiera dejando a nuestros indígenas como un relato del pasado que no merece nombrarse, que se les siguiera dejando por fuera de su territorio, con la naturalidad con la que lo siguen haciendo hoy como una cultura que se perpetua en la violencia; si en ese momento no había ninguna molestia manifiesta en este acto de celebración y aceptación del genocidio, no quiere decir que en el presente siga siendo igual. La situación ha cambiado, y debemos entender que la política de la memoria se transforma con el devenir de las concepciones de lo histórico. En el presente para muchos estudiosos, historiadores, historiadoras y ciudadanos y ciudadanas es inadmisible ver esas estatuas solo como celebración. No podemos hacer visible sólo el gesto fundador, también el gesto genocida se necesita. La política de la memoria debe seguir transformándose en comprensiones más completas del presente y del pasado. Por eso la discusión sobre la pertinencia de honrar al fundador o de hacer visible al genocida, esas dos verdades que él encarna se vuelve absolutamente necesaria.
Y esta necesidad cultural de reescribir permanentemente la historia, de acuerdo con las comprensiones de cada época, va mucho más allá del genocidio conquistador. Hacer memoria del conflicto armado en Colombia está también puesta en pugna. Ojalá algún día, cuando nos gobiernen personas menos sesgadas, podamos construir una política de la memoria participativa, incluyente. Claro, eso será el reflejo de una sociedad también justa e incluyente en lo político, lo económico y lo social.
Por ahora veremos caer monumentos, estatuas, veremos una pugna en las calles por hacer de la historia un campo plural, como no lo quisieran nuestros gobernantes. La ciudadanía tratará de hacer visible la barbarie del conflicto armado, desde la llegada de los españoles hasta el presente. Se seguirá buscando hacer comprensiones históricas críticas de nuestra historia.
Y cierro con este pequeño detalle, si los gobernantes no abren la política de la memoria a una construcción colectiva, si nos van a seguir borroneando las violencias de cualquier tipo en la historia de nuestro país, seguirán siendo los artistas, los escritores y escritoras, los y las teatreros, los músicos, los cineastas quienes se encarguen de pluralizar la construcción de los simbólico, y mostrar lo que la oficialidad no quiere que veamos. Hago pues un llamado a entender que la memoria es una construcción política, que estamos llamados a hacer una política de la memoria incluyente en este país, la que todavía no se ha hecho. Mientras tanto, invoquemos al arte para que saque a las calles la multiplicidad de versiones que necesitamos conocer, para que se hagan las memorias que una cultura de la muerte, como la nuestra, necesita para sobrevivir a la barbarie.
* Escritora bogotana. Novelista, cuentista y maestra de Escrituras Creativas en la Universidad Nacional de Colombia. Aquí puede leer un relato de ella.
Las sociedades autoritarias engendran respuestas violentas. Sí, es un acto violento tumbar las estatuas que a lo largo de la historia han recogido lo que ciertos grupos dominantes creen que debe ser el discurso histórico de una nación. Pero es igual de violento imponer un discurso histórico por decisión de grupos dominantes. No podemos olvidar que cada monumento, cada estatua, cada museo representa un mensaje público, y ese mensaje es en sí mismo una decisión política. Alguien ha decidido que esa estatua debe representar la historia nacional. (Recomendamos: Videocolumna de William Ospina: No van a caer solo las estatuas).
Si la decisión que se ha tomado en algún momento de la historia de honrar a ciertos personajes históricos, y no a otros, no puede transformarse por la decisión de los colectivos sociales, puede fácilmente terminarse en el acto violento de tumbar las estatuas. Porque elegir honrar al fundador de Bogotá, implica sin duda ubicarse en un discurso histórico que asume de manera aceptable los desmanes y atrocidades que se cometieron para la fundación de nuestra capital. Ese juego entre honrar o aborrecer, entre reconocer a Jiménez de Quesada como parte de lo que somos, nuestro fundador, o como genocida, hace parte de la política de la memoria, esa que aquí en Colombia suele desarrollarse por poderosos poco interesados en la opinión de sus opositores. Lo que debemos o no recordar es lo que está en juego, es un acto político que debe ser repensado. ¿Qué pasaría si pusiéramos una estatua del Zipa Tisquesusa frente a Jiménez de Quesada? ¿Qué pasaría si hiciéramos evidente que quien fundó Bogotá la fundó sobre un territorio ya fundado? ¿Que para fundar Bogotá tuvo que matar miles de indígenas, de moradores y dueños de esta tierra? Sería interesante que nos contaran que, así como Jiménez de Quesada había estudiado leyes, el Zipa se había prepara durante mucho más tiempo para ser Zipa. Eran dos hombres formados que se enfrentaron, en desigualdad de condiciones, por la decisión atroz de una nación de conquistar territorios y asumirlos como propios, usurpando a sus antiguos moradores. (Le puede interesar: Dos historiadores opinan sobre el derribamiento de estatuas).
El problema pues con las estatuas no está en si estamos de acuerdo en que ese ser representa nuestra historia, ni siquiera significa que quisiéramos borrar a ese ser de la historia, implica más bien que la decisión política de un gobernante que acepta recibir de España la estatua de Jiménez de Quesada y ubicarla frente a una de las primeras universidades que se fundaron en este territorio se da por un hecho natural. Se borronea, precisamente, la decisión de quién ha elegido que esa estatua esté en ese lugar, y se impide una construcción de una política de la memoria que pueda definir si debe seguir estando, o si para estarlo requiere que se hable también del genocida y no sólo del fundador. Se da por sentado que como nación debemos aceptar el genocidio como una necesidad para llegar a ser quienes somos. Y claro, el pasado no lo podemos cambiar, pero si narrarlo de manera diferente. Ver en el pasado las violencias que nuestros gobernantes han querido borrar. Porque ocultar la violencia, pactar con un solo lado de la historia es un acto violento, que lastimosamente nuestros gobiernos actuales repiten.
Que en 1988 se les haya ocurrido a algunos políticos y gobernantes que la estatua de Jiménez de Quesada debería quedar en la plazoleta del Rosario como celebración de los 450 años de la fundación de Bogotá era un acto de política de la memoria que puede siempre se revisado. Que en ese momento la relación con el pasado español estuviera aceptada, naturalizada, y que se siguiera dejando a nuestros indígenas como un relato del pasado que no merece nombrarse, que se les siguiera dejando por fuera de su territorio, con la naturalidad con la que lo siguen haciendo hoy como una cultura que se perpetua en la violencia; si en ese momento no había ninguna molestia manifiesta en este acto de celebración y aceptación del genocidio, no quiere decir que en el presente siga siendo igual. La situación ha cambiado, y debemos entender que la política de la memoria se transforma con el devenir de las concepciones de lo histórico. En el presente para muchos estudiosos, historiadores, historiadoras y ciudadanos y ciudadanas es inadmisible ver esas estatuas solo como celebración. No podemos hacer visible sólo el gesto fundador, también el gesto genocida se necesita. La política de la memoria debe seguir transformándose en comprensiones más completas del presente y del pasado. Por eso la discusión sobre la pertinencia de honrar al fundador o de hacer visible al genocida, esas dos verdades que él encarna se vuelve absolutamente necesaria.
Y esta necesidad cultural de reescribir permanentemente la historia, de acuerdo con las comprensiones de cada época, va mucho más allá del genocidio conquistador. Hacer memoria del conflicto armado en Colombia está también puesta en pugna. Ojalá algún día, cuando nos gobiernen personas menos sesgadas, podamos construir una política de la memoria participativa, incluyente. Claro, eso será el reflejo de una sociedad también justa e incluyente en lo político, lo económico y lo social.
Por ahora veremos caer monumentos, estatuas, veremos una pugna en las calles por hacer de la historia un campo plural, como no lo quisieran nuestros gobernantes. La ciudadanía tratará de hacer visible la barbarie del conflicto armado, desde la llegada de los españoles hasta el presente. Se seguirá buscando hacer comprensiones históricas críticas de nuestra historia.
Y cierro con este pequeño detalle, si los gobernantes no abren la política de la memoria a una construcción colectiva, si nos van a seguir borroneando las violencias de cualquier tipo en la historia de nuestro país, seguirán siendo los artistas, los escritores y escritoras, los y las teatreros, los músicos, los cineastas quienes se encarguen de pluralizar la construcción de los simbólico, y mostrar lo que la oficialidad no quiere que veamos. Hago pues un llamado a entender que la memoria es una construcción política, que estamos llamados a hacer una política de la memoria incluyente en este país, la que todavía no se ha hecho. Mientras tanto, invoquemos al arte para que saque a las calles la multiplicidad de versiones que necesitamos conocer, para que se hagan las memorias que una cultura de la muerte, como la nuestra, necesita para sobrevivir a la barbarie.
* Escritora bogotana. Novelista, cuentista y maestra de Escrituras Creativas en la Universidad Nacional de Colombia. Aquí puede leer un relato de ella.