'Réquiem N.N.', la obra de Juan Manuel Echavarría
A través de fotografías superpuestas, el colombiano explora las consecuencias de la violencia.
Juan David Torres Duarte
Si se mira por un lado se ve apenas un hueco en el mausoleo y adentro, un féretro al aire. Un féretro abandonado. Si se lo mira del otro, el hueco ya está cubierto y queda en primer plano una palabra: “Escojido” (sic). Alguien ha tomado propiedad de la tumba antes abandonada. Así sucede con más de 40 capturas del fotógrafo colombiano Juan Manuel Echavarría que, superpuestas, cuentan parte de una historia violenta. Están en la Galería Sextante (Bogotá) desde el año pasado, pero su inauguración es lo de menos: lo que interesa, en el fondo, es que es un relato que nunca se acaba, que sigue en la memoria, que persiste con preguntas y pocas respuestas.
‘Réquiem N.N.’ es uno de los montajes más recientes de Echavarría (Medellín, 1947), cuya descripción más simple sería esta: son cerca de 40 fotografías que, como hologramas, retratan la suerte de los cuerpos —o los pedazos de ellos— que llegaban a través del río Magdalena a Puerto Berrío, Antioquia, masacrados por los paramilitares. Los que viven a la orilla del río recogen aquellos restos y los llevan al cementerio; allí les otorgan una cripta y, en principio, una marca general: N.N.
Los sin nombre no son identificados por nadie, simple y llanamente permanecen allí. Sin embargo, los habitantes de Puerto Berrío fundaron una nueva tradición que consistía en visitar a esos muertos, rezar por ellos, llevarles flores. No los conocían, pero concretaron un pacto con ellos: mientras los muertos se comprometieran a bendecir a sus familias, ellos cuidarían sus tumbas, les harían honores. Incluso, algunos adoptaron a los muertos, les pusieron un nombre y el apellido familiar; de pronto, los muertos desconocidos se convirtieron en una suerte de dioses familiares, como sucedía entre los griegos en los tiempos de Homero.
Echavarría, en su comentario sobre esta historia, dice que los muertos toman un nuevo aliento a través de esta adopción. Esa es su conclusión después de que, entre 2006 y 20120, realizó varias visitas al municipio. “La gente de Puerto Berrío no permite —dice Echavarría—, quizás inconscientemente, que los perpetradores de la violencia desaparezcan a sus víctimas”. Este es, en cierto sentido, uno de los modos de la reparación: la memoria y la humanización de los muertos. A ellos, los habitantes de Puerto Berrío no les niegan una vida más allá de su muerte, o por lo menos una ceremonia de duelo. El dolor por un desconocido, de repente, se convierte en propio.
Por eso, la obra de Echavarría permite concluir que los actos de violencia y sus consecuentes actos de duelo son parte de un hecho más grande, incluso indescifrable: la Violencia, con mayúsculas, que jamás se ha perdido de la cotidianidad rural y que, sólo en apariencia, ha sido desplazada de las grandes capitales.
Echavarría utiliza un material conveniente —aquella suerte de hologramas—, que provocan no sólo las conclusiones esbozadas atrás, sino un cuadro de la transformación. ¿Cómo muere un cuerpo y cómo vuelve a nacer en medio de la violencia? La pregunta no es resuelta por Echavarría, aunque tampoco es su obligación. Como cualquier artista que ha pensado su obra, el fotógrafo rescata una historia con los materiales que tiene a mano y permite que el público juzgue. ¿Qué se siente al ver una obra así? Nunca un vacío; se siente, más bien, que entre toda la vorágine fatal ha sido posible retomar una historia que no sólo hace justicia a las víctimas, sino que habla de una valentía —combinada con determinado misticismo— de un grupo de personas en un municipio de Antioquia.
Echavarría no está sólo en semejante tarea. En la misma galería se puede encontrar otro ejemplo: el trabajo titulado ‘Examen de visión 20/20’, de Monique Savdié, recuerda las atrocidades de los paramilitares contando historias de desmembramientos a través de las tablas utilizadas para una prueba ordinaria de visión. Doris Salcedo, desde su quiebre infinito en el Tate Modern de Londres hasta los mobiliarios con aire de muerte de ‘Plegaria muda’, también ha reconocido el valor del arte como un modo de reparación de las víctimas.
El trabajo de estos artistas, por lo demás, se ha convertido en uno de los modos de pensar la violencia, pues ¿en qué punto está el arte colombiano en cuanto a su visión de la violencia? ¿A qué abstracción ha llegado? ¿Es posible que haya superado los tiempos violentos y se encuentre haciendo memoria? ¿Es aún demasiado grande le emoción y la sorpresa de las muertes atroces que el arte no puede dar un paso más allá? Quizá estas obras comiencen a dar algunas luces.
Si se mira por un lado se ve apenas un hueco en el mausoleo y adentro, un féretro al aire. Un féretro abandonado. Si se lo mira del otro, el hueco ya está cubierto y queda en primer plano una palabra: “Escojido” (sic). Alguien ha tomado propiedad de la tumba antes abandonada. Así sucede con más de 40 capturas del fotógrafo colombiano Juan Manuel Echavarría que, superpuestas, cuentan parte de una historia violenta. Están en la Galería Sextante (Bogotá) desde el año pasado, pero su inauguración es lo de menos: lo que interesa, en el fondo, es que es un relato que nunca se acaba, que sigue en la memoria, que persiste con preguntas y pocas respuestas.
‘Réquiem N.N.’ es uno de los montajes más recientes de Echavarría (Medellín, 1947), cuya descripción más simple sería esta: son cerca de 40 fotografías que, como hologramas, retratan la suerte de los cuerpos —o los pedazos de ellos— que llegaban a través del río Magdalena a Puerto Berrío, Antioquia, masacrados por los paramilitares. Los que viven a la orilla del río recogen aquellos restos y los llevan al cementerio; allí les otorgan una cripta y, en principio, una marca general: N.N.
Los sin nombre no son identificados por nadie, simple y llanamente permanecen allí. Sin embargo, los habitantes de Puerto Berrío fundaron una nueva tradición que consistía en visitar a esos muertos, rezar por ellos, llevarles flores. No los conocían, pero concretaron un pacto con ellos: mientras los muertos se comprometieran a bendecir a sus familias, ellos cuidarían sus tumbas, les harían honores. Incluso, algunos adoptaron a los muertos, les pusieron un nombre y el apellido familiar; de pronto, los muertos desconocidos se convirtieron en una suerte de dioses familiares, como sucedía entre los griegos en los tiempos de Homero.
Echavarría, en su comentario sobre esta historia, dice que los muertos toman un nuevo aliento a través de esta adopción. Esa es su conclusión después de que, entre 2006 y 20120, realizó varias visitas al municipio. “La gente de Puerto Berrío no permite —dice Echavarría—, quizás inconscientemente, que los perpetradores de la violencia desaparezcan a sus víctimas”. Este es, en cierto sentido, uno de los modos de la reparación: la memoria y la humanización de los muertos. A ellos, los habitantes de Puerto Berrío no les niegan una vida más allá de su muerte, o por lo menos una ceremonia de duelo. El dolor por un desconocido, de repente, se convierte en propio.
Por eso, la obra de Echavarría permite concluir que los actos de violencia y sus consecuentes actos de duelo son parte de un hecho más grande, incluso indescifrable: la Violencia, con mayúsculas, que jamás se ha perdido de la cotidianidad rural y que, sólo en apariencia, ha sido desplazada de las grandes capitales.
Echavarría utiliza un material conveniente —aquella suerte de hologramas—, que provocan no sólo las conclusiones esbozadas atrás, sino un cuadro de la transformación. ¿Cómo muere un cuerpo y cómo vuelve a nacer en medio de la violencia? La pregunta no es resuelta por Echavarría, aunque tampoco es su obligación. Como cualquier artista que ha pensado su obra, el fotógrafo rescata una historia con los materiales que tiene a mano y permite que el público juzgue. ¿Qué se siente al ver una obra así? Nunca un vacío; se siente, más bien, que entre toda la vorágine fatal ha sido posible retomar una historia que no sólo hace justicia a las víctimas, sino que habla de una valentía —combinada con determinado misticismo— de un grupo de personas en un municipio de Antioquia.
Echavarría no está sólo en semejante tarea. En la misma galería se puede encontrar otro ejemplo: el trabajo titulado ‘Examen de visión 20/20’, de Monique Savdié, recuerda las atrocidades de los paramilitares contando historias de desmembramientos a través de las tablas utilizadas para una prueba ordinaria de visión. Doris Salcedo, desde su quiebre infinito en el Tate Modern de Londres hasta los mobiliarios con aire de muerte de ‘Plegaria muda’, también ha reconocido el valor del arte como un modo de reparación de las víctimas.
El trabajo de estos artistas, por lo demás, se ha convertido en uno de los modos de pensar la violencia, pues ¿en qué punto está el arte colombiano en cuanto a su visión de la violencia? ¿A qué abstracción ha llegado? ¿Es posible que haya superado los tiempos violentos y se encuentre haciendo memoria? ¿Es aún demasiado grande le emoción y la sorpresa de las muertes atroces que el arte no puede dar un paso más allá? Quizá estas obras comiencen a dar algunas luces.