Un mundo de locos: 20 años de “Delirio”, de Laura Restrepo
La novela de la escritora colombiana, ganadora del premio Alfaguara en 2004, celebra este año su vigésimo aniversario con una edición especial.
Santiago Gómez Cubillos
Hay un colado en las mesas de novedades de las librerías. No se trata de algún bisoño literario buscando un nuevo escaparate, sino de un viejo maestro que ya ha labrado camino en los anales de la literatura colombiana. Para sus fieles discípulos, el cuarto inundado de peces flotantes es inconfundible, incluso ahora que viste un amarillo cadmio sobre su antiguo verde aguamarina. Delirio, el libro de Laura Restrepo ganador del premio Alfaguara de Novela en 2004, cumple 20 años, y su nueva edición es la excusa perfecta para revisitarlo. La novela narra la historia de Aguilar, un hombre que después de un corto viaje de negocios vuelve a Bogotá y encuentra que Agustina, su esposa, ha enloquecido. “La encontré en un hotel, al norte de la ciudad, transformada en un ser aterrado y aterrador al que apenas reconozco”, narra en el comienzo de un camino que busca entender qué fue lo que la hizo perder la cabeza.
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Hay un colado en las mesas de novedades de las librerías. No se trata de algún bisoño literario buscando un nuevo escaparate, sino de un viejo maestro que ya ha labrado camino en los anales de la literatura colombiana. Para sus fieles discípulos, el cuarto inundado de peces flotantes es inconfundible, incluso ahora que viste un amarillo cadmio sobre su antiguo verde aguamarina. Delirio, el libro de Laura Restrepo ganador del premio Alfaguara de Novela en 2004, cumple 20 años, y su nueva edición es la excusa perfecta para revisitarlo. La novela narra la historia de Aguilar, un hombre que después de un corto viaje de negocios vuelve a Bogotá y encuentra que Agustina, su esposa, ha enloquecido. “La encontré en un hotel, al norte de la ciudad, transformada en un ser aterrado y aterrador al que apenas reconozco”, narra en el comienzo de un camino que busca entender qué fue lo que la hizo perder la cabeza.
Sin embargo, la historia se extiende mucho más allá de esos cuatro días y pasa a ser una retahíla polifónica que abarca distintas generaciones. La del abuelo Nicolás Portulinus, un músico radicado en Sasaima que dio comienzo, junto con su esposa Blanca Mendoza, a la estirpe delirante de Agustina Londoño; la de ella misma cuando estaba en el colegio y creía que con sus poderes de adivinación podía proteger al Bichi, su hermano menor, de la cólera de su padre, Carlos Vicente Londoño; la de Aguilar que busca desesperadamente que ella recupere la razón, y, finalmente, el pasado tormentoso de la familia narrado por Midas McAlister.
Restrepo se vale de estos cuatro puntos de vista para narrar los sucesos que rodearon la locura de Agustina, y lo hace con los juegos lingüísticos que ya son parte de su sello literario, ese que no respeta las reglas de la gramática tradicional, sino que más bien se deja llevar por el ritmo que sus personajes le pidan. Algo similar a lo que han hecho otros como García Márquez en El otoño del patriarca o Albalucía Ángel en Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón. Pero el ritmo de Delirio no es uno cualquiera: implica ser capaz de contar una historia coherente a través de la mirada impredecible de un loco.
Una mirada íntima
Esta novela está escrita de forma caótica. Aquí los diálogos se entremezclan con las narraciones y fluyen como un solo cuerpo que lleva al lector por la mente de cada uno de los personajes. El libro funciona como un solo bloque de texto, porque el discurrir de los pensamientos sucede de esa manera. Las conversaciones no son más que recuerdos, los hechos son interpretaciones y el mundo real que nos parecía tan estable se tambalea cuando ponemos la atención en las grietas de la cordura.
“La novela ocurre en Colombia, la atraviesa el narcotráfico, el terror cotidiano, la violencia, pero esto se presenta desde la óptica de la locura: la locura como subjetividad”, le dijo la autora Laura Restrepo a la revista Cambio. Y esto es algo que se ve no solo en Agustina, sino en todos los narradores que aparecen dentro de la novela. Cada uno tiene su propia manera de lidiar con lo que está pasando; cada uno tiene que aprender a domar su propia locura.
Esta es una de las cosas que ponen en evidencia la novela, que aquellos a los que llamamos “cuerdos” no son tan diferentes a los que llamamos “locos”. Los límites de estas categorías se vuelven cada vez más borrosos a medida que avanza el relato. A los ojos de todos, Agustina es la que ha perdido la cabeza, pero cada uno tiene momentos en los que actúa fuera de la razón con tal de evitar que el mundo que han construido en sus cabezas se caiga a pedazos.
Incluso podríamos ir un paso más allá y decir que es Agustina, similar a lo que sucede con Joaquín Quim Font en Los detectives salvajes, la única que tiene una reacción lógica al desequilibrio mental del mundo en el que se crió. Su devoción a los tazones de agua y a las fronteras infranqueables de una casa son producto de un mundo que la volvió loca, pero que también le dio el poder de ver con unos ojos muy distintos a los de todos los demás.
No se trata entonces de una dicotomía, como podríamos creer inicialmente, sino más bien de una negociación entre la cantidad de locura que necesitamos para poder habitar el mundo. Y esto es algo que se lleva a otro nivel al agregarle una nueva dimensión al relato: su desarrollo en medio de la violencia de finales del siglo XX en Colombia. Laura Restrepo, que vivió de primera mano el auge y la caída de Pablo Escobar, lo utiliza como uno de los motores de la demencia colectiva de la sociedad colombiana, aunque sin llegar a hacerlo protagonista.
La locura es cuestión de método
“A qué horas se perdió el sentido, eso que llamamos sentido, y que es invisible, pero que cuando falta la vida ya no es vida y lo humano deja de serlo”, se pregunta Aguilar al comienzo de la novela. El lector podría pensar que ese es el punto central de todo. Averiguar cuál fue la gota que rebasó el vaso; escudriñar en el pasado para encontrar el punto exacto en el que Agustina cruzó ese umbral donde se acaba la cordura. Laura Restrepo nos lleva por todas estas historias con la falsa esperanza de que llegaremos allá, cuando la realidad es que esa frontera nunca existió.
El error de la pregunta de Aguilar radica en tratar de encontrar un punto de retorno que lleve a Agustina de vuelta adonde estaba antes de que él partiera, pero lo que no entiende es que ella está así por un bagaje histérico que va mucho más allá de ese fin de semana. La historia de Agustina no es la de una mujer cualquiera de clase alta que pierde la cabeza, ella es víctima de un ciclo de violencia en el que ha estado encerrada toda su vida, dentro y fuera de su casa. Y bien lo afirmó Restrepo en 2016 en una entrevista para Bocas: “La violencia poco a poco nos vuelve locos”.
En todas las historias de Delirio, exceptuando quizá la del abuelo Portulinus, acecha el fantasma de la violencia y del miedo de que en cualquier momento algo explote, literal y metafóricamente. Y esa paranoia acecha a todos los personajes, pero parecen ser solo los locos los que responden a ella. Todos los demás se empeñan en barrer el polvo y meterlo debajo de la alfombra sin pensarlo dos veces.
Delirio es una novela sobre vivir en la locura, sobre lo que implica crecer y habitar en un país en guerra, sobre la soberbia del poder y lo irracional que indudablemente es parte de la condición humana, por más que intentemos negarlo. El vigécimo aniversario de este libro es apenas una excusa para revivir un clásico de la literatura colombiana y, sobre todo, para recordarnos que vivimos en un mundo de locos.