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Reseña: la venganza en “El corsario negro”

Quienes lo han visto recorrer los mares aseguran que en su mirada impasible todavía se refleja un aire de venganza. Hay tanta frialdad en sus maneras que muchos se atreven a compararlo con una aparición gigantesca surgida de la niebla dispuesta a imponer tormento a sus víctimas.

Jefferson Echeverría Rodríguez
30 de enero de 2025 - 03:31 p. m.
"El corsario negro" de Emilio Salgari se publicó originalmente en 1898.
"El corsario negro" de Emilio Salgari se publicó originalmente en 1898.
Foto: Editorial Panamericana
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Siempre vestido de luto, enfundado en su enorme capa y ceñida su gran espada al cinto, dirige el Rayo, el gran navío proveniente de su tierra natal, la isla Tortuga, que ha soportado múltiples tempestades y ha triunfado en incontables saqueos enemigos, hacia un destino preciso: la redención de sus tres hermanos asesinados cruelmente por el imbatible y cobarde conde Wan Guld. Aseguran también que su voz, metálica y gélida como la tormenta, tiene un alcance tan poderoso que es capaz de quebrantar la paz nocturna y mostrarse como un espectro infernal.

Son muchas las leyendas que se le han atribuido a causa de su notable imagen; algunas, fieles a una verdad tan lúcida como las páginas registradas por su testigo mayor, el novelista italiano Emilio Salgari; otras, tan solo infundadas por una creencia popular a considerarlo más como un espíritu aliado de los mares que un simple humano de carácter silencioso, retraído e implacable. En todo caso, no es preciso sorprendernos, principalmente cuando en la novela de su testigo mayor podemos explorar mucho más esa intimidad un tanto curiosa pero comprensible cuando los rasgos de un deseo íntimo esclarecen las razones por las que el sentimiento de venganza supera todo instinto común de gloria.

El corsario negro, conocido en tierra como el señor de Ventimiglia, ha cosechado fama tanto por sus habilidades para burlar el peligro como por su manera auténtica de liderar su tropa. Se ha ganado el respeto de todos a base de osadía, la autoridad a base de audacia, la lealtad a base de justicia. Sin importar el estigma creado hacia los piratas por sus crueles maneras de invadir y de saquear territorios o embarcaciones ajenas, este ilustre comandante de los mares tiene una particular manera de imponer códigos un poco más piadosos. Varios de sus antecedentes lo demuestran cuando de triunfar sobre tropas enemigas se trata.

Pese a su aire glacial y su frívola manera de entregarse a las veleidades de la tempestad, no pierde su extraña humildad revestida de ilustres hazañas. Parece que nada del vago prestigio material y de la gloria humana lo emocionan, pues en su corazón de piedra hay una fuerza más recóndita que lo impulsa a trasegar el mundo, a confrontar las tragedias y a motivar a grito furibundo a su tripulación. Esa fuerza inconmovible, que no se deja dominar ni siquiera por los cálidos lazos del amor sincero, está latiendo en su pecho, susurra en su mente constantemente, recordándole a toda hora el juramento hecho al mar aquella noche, cuando raptó mediante una valiosa maniobra en compañía de sus eternos compañeros: el vasco Carmaux, el hamburgués Wan Stiller y el noble africano Moko, el cadáver de su hermano, el Corsario Rojo, quien se hallaba colgado vilmente en Maracaibo, territorio enemigo.

Al proclamar el desgarrador juramento de no solamente destruir al maldito de Wan Guld, sino también de acabar con toda su descendencia, muchos aseguran que aquella vez las olas gritaron una especie de secreto lamento; como si las almas en pena de sus otros dos hermanos, también asesinados cruelmente por este tirano, hubieran surgido de las profundidades solo para ampararlo y guiarlo en lo que sería un largo e inhóspito trayecto. A partir de ese instante, el Corsario Negro se ha alimentado tanto de esa rabia que todavía no ha dado su brazo a torcer, por más que su enemigo se escabulla por los orificios de la tierra o se pierda con destreza por las islas más remotas, lo perseguirá hasta dar con su paradero porque en su mente no hay otra causa superior a la del deseo construido. En síntesis, el odio puede más que la resignación, el orgullo herido vence al perdón y al olvido.

La venganza es la inspiración de este lobo del mar. Ha convivido con su conjuro y le ha rendido tanto tributo que, al parecer, ella también la ha devuelto valentía a modo de recompensa. Pues, ¿cómo se explica que hubiera podido enfrentarse con éxito a los múltiples adversarios dentro de la modesta pensión del notario para después fugarse de Maracaibo cuando estaba rescatando el cuerpo de su hermano y darle una sepultura digna? ¿Cómo logró abrirse paso a la selva y vencer la amenaza de los salvajes, soportar la hambruna, escabullirse de la inclemencia del trópico y preservar así el temperamento inalterablemente recio? ¿Cómo pudo renunciar al único amor ofrecido por una flamenca cuyo encanto y sencillez es capaz de desarmar un alma indomable?

Los secretos guardados en cada testimonio que registran sus hazañas han aumentado el heroísmo inusitado, sobre todo a los que nos hemos dado a la tarea de explorar el secreto de su eternidad. Cada página de su historia es la personificación vivaz de un carácter entregado a los designios del mar, a las confrontaciones con la muerte, a los confines de su rabia. El coraje que inspira ante el mundo (entre ellos, inclúyase a sus más fervientes detractores) aumenta a medida que los obstáculos se le atraviesan durante el desarrollo de sus viajes, lo que produce una sensación de continua búsqueda contra sus propios deseos de ira silenciosa. Al parecer, la amarga utopía de experimentar el deseo fortuito de enfrentarse finalmente cara a cara con Wan Guld se prolonga cuando nuevos y más penosos obstáculos circundan sus planes y densifican el juramento dicho a las olas, ese eterno panteón de piratas donde todavía acoge los restos de sus dos hermanos vencidos por un mismo criminal.

A lo mejor es por estas razones que el Corsario negro está condenado a la eternidad; lo hace para extender su autoridad en los mares del tiempo y merodear como un espejismo por todos los rumores de las olas que golpean los navíos de cada generación. A lo mejor es por eso que nos identificamos con su pálpito cotidiano, no tanto por el ímpetu de venganza, pues al fin y al cabo dicho sentimiento solamente le pertenece a él y a nadie más; sino porque muchas veces, así como él, hemos recorrido tantos kilómetros de vida para alcanzar un ideal, pero este, tan mezquino y cobarde como Wan Guld, suele alejarse de nuestro horizonte y se pierde por otras geografías, por otros instantes. Entonces, ¿qué nos queda por hacer? Ensancharnos al mar de las oportunidades, tal vez maldecir de rabia porque se nos ha fugado aquello por lo que hemos luchado con persistencia; y después, elevar la vista al porvenir, adoptar un nuevo rumbo y continuar hasta que hallemos la fórmula de obtenerlo, así nos cueste sangre, obstáculos o impotencia.

Gracias a la notable traducción de Felipe Botero Quintana y las fabulosas ilustraciones de Iván Pérez, Panamericana Editorial nos deslumbra con una obra escrita por el italiano Emilio Salgari titulada “El corsario negro”.

Por Jefferson Echeverría Rodríguez

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