Un jardín de las delicias (Reseña)
Presentamos una reseña del libro “La idea natural” de la escritora argentina, María Negroni.
Diego Castillo
Escribir un libro sobre la naturaleza. ¿No es una idea fulgente? ¿Grandiosa? ¿Inquietante? Sí, pero quizá también es una idea osada, una idea terrible. ¿Por qué? Porque María Negroni quiso “más bien registrar los discursos elaborados sobre la naturaleza”, sumergirse “en los datos de una naturaleza escrita”; y al glosar a Buffon nos dice que deberíamos “ser capaces de unir lo visible con lo enunciable, encontrando, en las marcas silenciosas que enlazan lo supuestamente inconexo, un conjunto dotado de sentido”. Y esa naturaleza es ambigua, es una anfibología de encuentros, de amores y desamores que jamás nos excluye.
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Escribir un libro sobre la naturaleza. ¿No es una idea fulgente? ¿Grandiosa? ¿Inquietante? Sí, pero quizá también es una idea osada, una idea terrible. ¿Por qué? Porque María Negroni quiso “más bien registrar los discursos elaborados sobre la naturaleza”, sumergirse “en los datos de una naturaleza escrita”; y al glosar a Buffon nos dice que deberíamos “ser capaces de unir lo visible con lo enunciable, encontrando, en las marcas silenciosas que enlazan lo supuestamente inconexo, un conjunto dotado de sentido”. Y esa naturaleza es ambigua, es una anfibología de encuentros, de amores y desamores que jamás nos excluye.
Es como escribir sobre monstruos, sobre excrecencias, sobre bellos escalofríos en forma animal y vegetal, un mundo a veces incomprensible, invisible, hermético. Hundir la mano en el tiempo de la naturaleza: es como para morirse de terror, para morirse de leticia. En ese lugar se confunden las dimensiones temporales: todo es presente, lejano; todo es pasado, cercano; el futuro se esfuma, y resbalamos en la cuarta dimensión; pero simplemente no existe si no la enunciamos. No enunciarla: ese es un modo de ser excesivamente letal, suicida, amenazante; ¿pero hay algo en el mundo de nuestra naturaleza que no sea mortal, amenazante, ínfero?
En La idea natural hay seres que hemos frecuentado y que habíamos olvidado. Es extraño, deploramos que la inmortalidad sea tan corta, tan efímera, comparada con la naturaleza, cuando leemos sobre aquellas vidas que penetraron sus entrañas de modos distintos. Porque aquí encontramos vidas y personajes del mundo de la botánica, la zoología, la geología: su enigmática poética, su ignota búsqueda de sí mismos; pero también encontramos ilustradoras, cineastas, pintores, revolucionarias, compositores, poetas y emperadores que se dejaron seducir por la demótica alquimia del templo natural.
¿Saben quién fue la científica alemana Maria Sybilla Merian? ¿Quién fue el naturalista Clemente Onelli, que decía “haber tenido una conversación radiofónica con el planeta Marte”? ¿Alguien conoce a F. P. Moreno, el “Marco Polo” de la Patagonia? ¿O recuerdan la música de Annie Lennox?
(No obstante, Onelli fue muy aterrizado en ciertas épocas. “Siempre se vuelve a los antiguos amores”, decía al hablar de sus animales, “mis pensionistas”. Así registró matrimonios fallidos entre leones y atisbó la melancolía, la pena profunda de los zorros, en el jardín zoológico).
Ahora tenemos en la cabeza el gabinete anatómico de Frederic Ruysch —al que Leopardi inmortalizó en el “Diálogo de la moda y de la muerte” de sus Operetti morali—, donde diseccionaba cadáveres frente a un público embobado: para llegar a su theatrum se atravesaba un ambulacrum o “sendero de placer” bordeado por órganos en formol, y una sala repleta de esqueletos. Más que ser embalsamador —Ruysch aunaba medicina y estética— era anatomista de lo alegórico, lo teológico, del tótem del memento mori, parecido al mundo de los cuadros de Baldung. ¿Recuerdan La muerte y la doncella de aquel pintor alemán? “Se dice que el zar de Rusia, Pedro I”, escribe Negroni, “lo consideraba su maestro y que compró su colección completa por la exorbitante suma de treinta mil rublos”. La silueta del zar, ese tirano —o aquel héroe de Putin—, también aparece aquí con su primer museo público de Rusia y, sobre todo, con su sección dedicada a la teratología. Dicen que a veces sufría de lucidez. Y también de cierta algolagnia.
Ciertos personajes que aquí aparecen nunca los conocimos; algunos porque nacieron hace siglos, otros porque, en asuntos de ciencia, tal vez fuimos timoratos, de curiosidad más bien exangüe. Al leer estas páginas calmas, sofisticadamente dúctiles, no sin giros deletéreos, dan ganas de jugar al anatomista, al botánico, de quemarnos con operaciones químicas y de, dios santo, ¡un museo anómalo! El adjetivo es provocador, pero sobra, pues cualquier museo parece contener el epíteto “anómalo” en cuanto congerie de objetos “homogéneos”, una locura que no sabe qué otra locura preside su creación, insinúa Negroni. Pero los museos no solo contienen objetos, sino también archivos, dioramas, anaqueles, clasificaciones, taxonomías, inventarios, todos similares a los que nos recuerda el libro. Estos espacios a veces nos parecen no menos creíbles y delirantes que la realidad donde nos movemos con cuerpos trémulos y fugitivos, con esta barata finitud, en las horas viudas. Por supuesto, es casi imposible que en la infancia tuviéramos un museo —mejor llamémoslo mundo o universo, sí— distinto a ese de los juegos y del lenguaje, y por eso quizá más tarde nunca dejamos de configurar nuestro espacio o biblioteca, nuestro bosque, jardín o selva, reales o imaginarios.
Pero en contraste con nuestro sueño infantil, con la sublime nequicia de un espacio o museo en nuestra lectura, en el libro encontramos autorretratos en prosa como el de Darwin; la carta de aquel jardinero del lenguaje, Wittgenstein —misiva de amor y de misantropía—; o aquella otra de Rousseau, quien, cuando en su Jura natal se entregaba al regnum vegetabile, su “adicción verde”, y la contemplación se tornaba connubio entre palabra y naturaleza, entre pensamiento y mirada, hacía contrapeso a la infamia de los hombres, porque allí se exiliaba al tomar nota de “cada brizna, cada musgo, cada liquen”. También encontramos libertinos vuelos sobre Lispector o Dickinson; el álgebra, la muda caligrafía de las piedras de Caillois; o el azaroso tálamo del vacío, aquel Libro de las setas de John Cage.
Ahora observemos a Monet, a nuestro modo, otra estampa de la sinagoga.
Monet y las aguas. Los mares. Los lagos. Los ríos y los almiares. Y en particular las islas. Aquella del destierro; la islita bretona, tempestuosa, desafiante; y la isla del esplendor. A veces de la soledad voluntaria, de los remordimientos de conciencia, y de aquella luz que lo perseguía. Bahías y riberas y acantilados. Como un fogoso compluvio del color, Monet se sienta, ensombrerado, a pintar las aguas casi toda su vida, obstinadamente taciturno, pues adora el aire estriado bajo el cuchicheo de las nubes. Siempre se le escapa algo en aquellas aguas sonoras, y ahora en la vejez llegan el río, las cataratas, llega más bruma. Pero a sus ojos y a su vista. Construye su estanque con los nenúfares y el puente japonés bajo el cual circulan silfos y gnomos, salamandras, pigmeos y ondinas y ninfeas, el soñado jardín de flores decadentes: Mallarmé y Debussy. Entonces Monet ahora busca la divinidad de las fuentes, el río sin orillas de la nada. Busca otro reino: en busca del reino perdido.
Y también lo busca Negroni.
La idea natural, idea grácil, exquisita, libro melancólico hasta donde nos colma, impróvidamente minucioso, escrito con la distancia y el capricho de la historia, la biología, la arqueología. Escuchen esta delicada embestida sobre Sei Shōnagon, la refinada autora del Libro de la Almohada, este andante sostenuto: «Hay en su escritura registros de cosas que se desprecian, pero también de cosas adorables, como las fórmulas mágicas y la hierática seda, o los juegos y recopilaciones de poesía, cuya lectura precede y sigue a la visita clandestina del amante. Y hay también, sobre todo, una propensión a inventariar lo efímero como si fuera un silabario, una nota más en esos biombos decorados donde los arces rojos se unen a los mandalas para evocar la primavera y sus largas noches. Le interesaban los grillos y los saltamontes, las mariposas y las langostas, las moscas de poco ingenio y los escarabajos que se prosternan al caminar porque, en su corazón de insecto, se ha filtrado la fe de Buda».
Semejante a una mariposa nabokoviana, que vuela y se posa en cada nombre y objeto lo mismo que en cada planta y hoja de un bosque, de un jardín de las delicias, con gesto menos aleve que ventrílocuo, Negroni aborda la policromía de géneros y estrategias: el poema y el relato, la variación y la epístola, el micrograma, la traducción. Aunque ya nos había dado títulos ligados al catálogo y al coleccionismo, por ejemplo, Elegía Joseph Cornell, Objeto Satie o Pequeño mundo ilustrado, entre otros, libros donde, como aquí, entreverados, las imágenes y el lenguaje cobran el bruñido, el estridor de los anaglifos.
Y tal vez el diseño subyacente en La idea natural es la biografía breve, la estampa, con una especie de pulsión estenográfica en su escritura. Como Aubrey y Schwob, como Wilcock y Strachey, Negroni aborda el detalle y lo ínfimo, aquellos gestos e instantes que diferencian un destino de otro, aquella cifra y sabor únicos que la historia amortigua y engulle, los “restos de un naufragio” (Schwob). Pero quizá lo que acentúa su singularidad se resume en aquel fenómeno llamado concrescencia vegetal: los órganos o partes orgánicas que podrían estar separadas están congénitamente unidas por su idea.
¿Nos atreveríamos a decir que algún nombre faltó en su índice? ¿Faltarían Von Bingen y Casanova, dos caras de la misma moneda? El universo entero podría faltar. Pero ese universo es el que Negroni esboza: semejante a una selva, a una llanura, a las constelaciones; una retícula de signos, de trazos, de apuntes, de imágenes que sueñan, relatan, organizan e interpretan, callan.
Pensemos también que este libro es un “jardín de agua”, un estanque semejante a ese de Monet: un espejo verde oscuro fangoso, otoñal, silencioso, denso, alucinatorio. Ahora tirémosle veneno y arrojará a la superficie estos adjetivos, —como peces muertos que lloraremos del mismo modo que Craso, el orador, lloró a su murena roja —, rodeados de nenúfares y ninfeas, de animales extraños más vivos que nunca.
Tanto los dioses como las profundidades de la naturaleza inician su aparición así: en el décor de un jardín o de un bosque, de una montaña, en la deglución de los cielos, en el retorno al viejo amor animal, o en las turbias aguas de este libro, acaso hijo de la concrescencia vegetal.