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                                                                                                                                Y eran una sola sombra

                                                                                                                                Luego de cinco años de trabajos, de escribir, borrar y volver a escribir decenas de veces, Isabel-Cristina Arenas, colaboradora de estas páginas, narra en su primera novela la historia de los Sepúlveda, publicada el año pasado por la editorial española Candaya.

                                                                                                                                Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                Editor de Cultura
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                                                                                                                                Foto: Paulina Flores
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Ellos dos, Alfredo y su hijo menor, y antes, Ana Francisca y Alfredo, y luego cada personaje de la novela, fueron la fuerza de lo común. Isabel-Cristina Arenas los tomó como a muñecos, los puso en fila, extrajo de ellos algunas de sus pertenencias y sus pasados, y contó sus historias, que eran también las suyas y relató sus vidas bajo la sombra de sus palabras. A lo largo de los años, hizo varios intentos. Escribió decenas de decenas de cuartillas que después reescribió y guardó y luego volvió a reescribir y a guardar. Necesitaba que el tiempo pasara. Necesitaba que los años y el barniz de los años la transformaran y la hicieran ver todo de una manera distinta, comenzando por ella, que pasaba de un trabajo a otro y de una casa a la siguiente.

                                                                                                                                Portada del libro "Y eran una sola sombra" de la escritora Isabel-Cristina Arenas Sepúlveda, publicada por la editorial Candaya, 2022.
                                                                                                                                Foto: Editorial Candava

                                                                                                                                Le sugerimos: “Otra vez San Valentín”, un cuento de la escritora española Ana Álvarez

                                                                                                                                Un joven que carga bultos de tabaco en una fábrica de Piedecuesta ve a una mujer de cejas pobladas y cintura pequeña, y piensa que con ella sí se casaría. Después se echa a los hombros otro bulto y le duele la espalda”.

                                                                                                                                Hoy, ayer nada más, cuando hablaba del pasado, de sus angustias mientras escribía, de su minuciosa búsqueda por los detalles y a través de ellos, de su pasión delirante por coleccionar pequeños y no tan pequeños objetos para que ellos le contaran lo que ocurrió y lo que no, pues, a fin de cuentas, decía, aunque no fuera tan explícitamente, que eran los objetos los que mejor contaban la historia. Los únicos que no la falseaban, porque, a fin de cuentas, no tenían intenciones. Los objetos existían, brillantes u opacos, grandes o mínimos, pesados o livianos. Existían y solo existían porque alguien los había hecho existir, y funcionaron durante un tiempo, poco o mucho, y siguen funcionando para otras cosas, pasados los años, los siglos quizá, pero no guardaban en sí una intención. Eran relatos en sí mismos.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Para borrar la pizarra, Alfredo recoge una hoja del suelo, una hoja ni tan verde ni tan seca para que pueda escribir otra vez el dictado sin atrasarse. Tiene diez años y todavía va a la escuela. Las que están muy verdes se despedazan al frotarlas contra la superficie y quedan los parches de savia pegados en la pizarra que, junto a lo que podría llamarse la tiza con la que toma notas, forman una capa blanca sobre la que no puede volver a escribir nada”.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Alfredo comenzaba a escribir. Tendría 10 años, meses más o meses menos. Eran los 1930 del siglo XX, como mil años atrás. Más tarde empezaría a preocuparse por la ortografía. Quería que se diferenciaran la b y la v, la c y la s y la z, y quería, más que eso y que nada, escribir cada palabra con la letra que correspondía. Creía, de alguna manera creía que cada palabra tenía su historia, su lugar de nacimiento, su sitio de maduración, sus influencias en tal o cual sitio, y que con los años iba perdiendo o ganando significados. Las palabras eran cosas, y tanto las unas como las otras tenían vida, eran vida, así pocos lo creyeran o lo pensaran. Eran inmortales, así borrara las palabras una y otra vez para escribirlas mejor, o para escribir otras, y así botara a la caneca alguna cosa que parecía ya muy, demasiado gastada.

                                                                                                                                Le sugerimos: Historias de amor que nunca mueren en el cementerio de La Habana

                                                                                                                                Por eso ahorra hojas que son borradores de letras, las guarda en su mochila, en una bolsa de tela que se amarra a la cintura en donde pone la tiza”.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Con el transcurrir de los años, o de las décadas, las tizas y los tableros se volvieron obsoletos, una especie de romanticismo para los coleccionistas de momentos. Isabel-Cristina Arenas coleccionó tizas, coleccionó hojas de borrador y borradores de escuela. Y borró y anotó sus palabras en algunas pizarras, también de viejas escuelas. Dejó su historia allí, a merced de quien la quisiera leer, y también, a merced de quien la quisiera olvidar, borrándola de un “pepazo de mango”. El límite entre lo que había ocurrido, lo que ella pensaba que había ocurrido y lo que no, eran la tiza y el tablero, el escribir y el borrar, el dibujar a veces, y también y en últimas, jugársela por escribir y que alguien llegara desde cualquier lado y con cualquier intención y volviera toda su historia, o por lo menos, toda la historia que había escrito, una nada. O la nada.

                                                                                                                                Mi hermano mayor se creía el dueño del sufrimiento, los demás sólo extras en ese tiempo. Yo tenía que quedarme callada y hacerle caso. Entiendo que él no tenía permitido ser débil, era mejor volverse loco que ser un cobarde”.

                                                                                                                                Le sugerimos: Hong Kong busca impulsar intercambios culturales entre Oriente y Occidente

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Los tiempos de las sombras de José Asunción Silva, “Y eran una sola sombra larga”, como escribió en su Nocturno, y el de los personajes de Arenas, y el de los poetas y escritores del siglo XX y de antes, eran tiempos de valores casi que en blanco y negro. La valentía, la generosidad, la decencia, la sinceridad, la dignidad y un largo etcétera de características, eran a todo o nada, o a blanco y negro. A nadie le agradaban las personas débiles, y menos, aquellos personajes que iban por la vida haciendo gala de sus vivezas y sus trampas, e incluso de su mezquindad, consecuencias directas de la debilidad. Alfredo no podía ser débil. Tampoco debía serlo. Una sociedad de débiles era una sociedad de timadores y holgazanes. Una sociedad de débiles llevaba a la perdición, y la perdición conducía al vacío, y luego, a la extinción.

                                                                                                                                Cuando voy a visitar a papá al cementerio le llevo pompones o crisantemos amarillos y me quedo un rato largo sentada a su lado. Si estoy triste no le digo, tampoco si algo me duele, ni le voy con quejas de mis hermanos”.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Cada jueves podrán recibir en sus correos el newsletter de El Magazín Cultural, un espacio en el que habrá reflexiones sobre nuestro presente, ensayos, reseñas de libros y películas y varias recomendaciones sobre la agenda cultural para sus fines de semana. Si desean inscribirse a nuestro newsletter, que estará disponible desde la segunda semana de marzo, puede hacerlo ingresando al siguiente link: https://docs.google.com/forms/d/1-4PxELp72z_Px_2zMp9Uz0CprTFW5ZUZTKNMayp4x-M/edit

                                                                                                                                La autora de la novela "Y eran una sola sombra", Isabel-Cristina Arenas, presenta la saga de la familia Sepúlveda a lo largo de varias generaciones.
                                                                                                                                Foto: Paulina Flores
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                El hijo menor vive solo con el padre. Son una familia de dos, tienen el mismo nombre y apellido. No hay temas en común, hay sonidos en común”.

                                                                                                                                Ellos dos, Alfredo y su hijo menor, y antes, Ana Francisca y Alfredo, y luego cada personaje de la novela, fueron la fuerza de lo común. Isabel-Cristina Arenas los tomó como a muñecos, los puso en fila, extrajo de ellos algunas de sus pertenencias y sus pasados, y contó sus historias, que eran también las suyas y relató sus vidas bajo la sombra de sus palabras. A lo largo de los años, hizo varios intentos. Escribió decenas de decenas de cuartillas que después reescribió y guardó y luego volvió a reescribir y a guardar. Necesitaba que el tiempo pasara. Necesitaba que los años y el barniz de los años la transformaran y la hicieran ver todo de una manera distinta, comenzando por ella, que pasaba de un trabajo a otro y de una casa a la siguiente.

                                                                                                                                Portada del libro "Y eran una sola sombra" de la escritora Isabel-Cristina Arenas Sepúlveda, publicada por la editorial Candaya, 2022.
                                                                                                                                Foto: Editorial Candava

                                                                                                                                Le sugerimos: “Otra vez San Valentín”, un cuento de la escritora española Ana Álvarez

                                                                                                                                Un joven que carga bultos de tabaco en una fábrica de Piedecuesta ve a una mujer de cejas pobladas y cintura pequeña, y piensa que con ella sí se casaría. Después se echa a los hombros otro bulto y le duele la espalda”.

                                                                                                                                Hoy, ayer nada más, cuando hablaba del pasado, de sus angustias mientras escribía, de su minuciosa búsqueda por los detalles y a través de ellos, de su pasión delirante por coleccionar pequeños y no tan pequeños objetos para que ellos le contaran lo que ocurrió y lo que no, pues, a fin de cuentas, decía, aunque no fuera tan explícitamente, que eran los objetos los que mejor contaban la historia. Los únicos que no la falseaban, porque, a fin de cuentas, no tenían intenciones. Los objetos existían, brillantes u opacos, grandes o mínimos, pesados o livianos. Existían y solo existían porque alguien los había hecho existir, y funcionaron durante un tiempo, poco o mucho, y siguen funcionando para otras cosas, pasados los años, los siglos quizá, pero no guardaban en sí una intención. Eran relatos en sí mismos.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Para borrar la pizarra, Alfredo recoge una hoja del suelo, una hoja ni tan verde ni tan seca para que pueda escribir otra vez el dictado sin atrasarse. Tiene diez años y todavía va a la escuela. Las que están muy verdes se despedazan al frotarlas contra la superficie y quedan los parches de savia pegados en la pizarra que, junto a lo que podría llamarse la tiza con la que toma notas, forman una capa blanca sobre la que no puede volver a escribir nada”.

                                                                                                                                No ad for you

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                                                                                                                                Le sugerimos: Historias de amor que nunca mueren en el cementerio de La Habana

                                                                                                                                Por eso ahorra hojas que son borradores de letras, las guarda en su mochila, en una bolsa de tela que se amarra a la cintura en donde pone la tiza”.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Con el transcurrir de los años, o de las décadas, las tizas y los tableros se volvieron obsoletos, una especie de romanticismo para los coleccionistas de momentos. Isabel-Cristina Arenas coleccionó tizas, coleccionó hojas de borrador y borradores de escuela. Y borró y anotó sus palabras en algunas pizarras, también de viejas escuelas. Dejó su historia allí, a merced de quien la quisiera leer, y también, a merced de quien la quisiera olvidar, borrándola de un “pepazo de mango”. El límite entre lo que había ocurrido, lo que ella pensaba que había ocurrido y lo que no, eran la tiza y el tablero, el escribir y el borrar, el dibujar a veces, y también y en últimas, jugársela por escribir y que alguien llegara desde cualquier lado y con cualquier intención y volviera toda su historia, o por lo menos, toda la historia que había escrito, una nada. O la nada.

                                                                                                                                Mi hermano mayor se creía el dueño del sufrimiento, los demás sólo extras en ese tiempo. Yo tenía que quedarme callada y hacerle caso. Entiendo que él no tenía permitido ser débil, era mejor volverse loco que ser un cobarde”.

                                                                                                                                Le sugerimos: Hong Kong busca impulsar intercambios culturales entre Oriente y Occidente

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Los tiempos de las sombras de José Asunción Silva, “Y eran una sola sombra larga”, como escribió en su Nocturno, y el de los personajes de Arenas, y el de los poetas y escritores del siglo XX y de antes, eran tiempos de valores casi que en blanco y negro. La valentía, la generosidad, la decencia, la sinceridad, la dignidad y un largo etcétera de características, eran a todo o nada, o a blanco y negro. A nadie le agradaban las personas débiles, y menos, aquellos personajes que iban por la vida haciendo gala de sus vivezas y sus trampas, e incluso de su mezquindad, consecuencias directas de la debilidad. Alfredo no podía ser débil. Tampoco debía serlo. Una sociedad de débiles era una sociedad de timadores y holgazanes. Una sociedad de débiles llevaba a la perdición, y la perdición conducía al vacío, y luego, a la extinción.

                                                                                                                                Cuando voy a visitar a papá al cementerio le llevo pompones o crisantemos amarillos y me quedo un rato largo sentada a su lado. Si estoy triste no le digo, tampoco si algo me duele, ni le voy con quejas de mis hermanos”.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Cada jueves podrán recibir en sus correos el newsletter de El Magazín Cultural, un espacio en el que habrá reflexiones sobre nuestro presente, ensayos, reseñas de libros y películas y varias recomendaciones sobre la agenda cultural para sus fines de semana. Si desean inscribirse a nuestro newsletter, que estará disponible desde la segunda semana de marzo, puede hacerlo ingresando al siguiente link: https://docs.google.com/forms/d/1-4PxELp72z_Px_2zMp9Uz0CprTFW5ZUZTKNMayp4x-M/edit

                                                                                                                                Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com
                                                                                                                                Ver todas las noticias
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