Y eran una sola sombra
Luego de cinco años de trabajos, de escribir, borrar y volver a escribir decenas de veces, Isabel-Cristina Arenas, colaboradora de estas páginas, narra en su primera novela la historia de los Sepúlveda, publicada el año pasado por la editorial española Candaya.
Fernando Araújo Vélez
Y eran una sola sombra, como tituló Isabel-Cristina Arenas su novela. Una sombra de la que surgían algunas palabras que parecían llevar una etiqueta que decía “para el uso diario”, y que por la fuerza de la costumbre se volvió parte de una familia. Era sombra don Alfredo Sepúlveda, y era sombra doña Isabel de Sepúlveda. Fueron sombra el hermano mayor y Luz, y todos y cada uno de ellos fueron tejiendo y destejiendo historias con sus sombras y a partir de ellas. Frases, sonidos, narraciones repetidas una y otra vez, tal vez para esconder otras posibles narraciones que jamás salieron de las sombras, y plantas dispersas por un patio, y un patio como refugio y un refugio como alianza, como complicidad. En últimas, la vida.
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“El hijo menor vive solo con el padre. Son una familia de dos, tienen el mismo nombre y apellido. No hay temas en común, hay sonidos en común”.
Ellos dos, Alfredo y su hijo menor, y antes, Ana Francisca y Alfredo, y luego cada personaje de la novela, fueron la fuerza de lo común. Isabel-Cristina Arenas los tomó como a muñecos, los puso en fila, extrajo de ellos algunas de sus pertenencias y sus pasados, y contó sus historias, que eran también las suyas y relató sus vidas bajo la sombra de sus palabras. A lo largo de los años, hizo varios intentos. Escribió decenas de decenas de cuartillas que después reescribió y guardó y luego volvió a reescribir y a guardar. Necesitaba que el tiempo pasara. Necesitaba que los años y el barniz de los años la transformaran y la hicieran ver todo de una manera distinta, comenzando por ella, que pasaba de un trabajo a otro y de una casa a la siguiente.
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“Un joven que carga bultos de tabaco en una fábrica de Piedecuesta ve a una mujer de cejas pobladas y cintura pequeña, y piensa que con ella sí se casaría. Después se echa a los hombros otro bulto y le duele la espalda”.
Hoy, ayer nada más, cuando hablaba del pasado, de sus angustias mientras escribía, de su minuciosa búsqueda por los detalles y a través de ellos, de su pasión delirante por coleccionar pequeños y no tan pequeños objetos para que ellos le contaran lo que ocurrió y lo que no, pues, a fin de cuentas, decía, aunque no fuera tan explícitamente, que eran los objetos los que mejor contaban la historia. Los únicos que no la falseaban, porque, a fin de cuentas, no tenían intenciones. Los objetos existían, brillantes u opacos, grandes o mínimos, pesados o livianos. Existían y solo existían porque alguien los había hecho existir, y funcionaron durante un tiempo, poco o mucho, y siguen funcionando para otras cosas, pasados los años, los siglos quizá, pero no guardaban en sí una intención. Eran relatos en sí mismos.
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“Para borrar la pizarra, Alfredo recoge una hoja del suelo, una hoja ni tan verde ni tan seca para que pueda escribir otra vez el dictado sin atrasarse. Tiene diez años y todavía va a la escuela. Las que están muy verdes se despedazan al frotarlas contra la superficie y quedan los parches de savia pegados en la pizarra que, junto a lo que podría llamarse la tiza con la que toma notas, forman una capa blanca sobre la que no puede volver a escribir nada”.
Alfredo comenzaba a escribir. Tendría 10 años, meses más o meses menos. Eran los 1930 del siglo XX, como mil años atrás. Más tarde empezaría a preocuparse por la ortografía. Quería que se diferenciaran la b y la v, la c y la s y la z, y quería, más que eso y que nada, escribir cada palabra con la letra que correspondía. Creía, de alguna manera creía que cada palabra tenía su historia, su lugar de nacimiento, su sitio de maduración, sus influencias en tal o cual sitio, y que con los años iba perdiendo o ganando significados. Las palabras eran cosas, y tanto las unas como las otras tenían vida, eran vida, así pocos lo creyeran o lo pensaran. Eran inmortales, así borrara las palabras una y otra vez para escribirlas mejor, o para escribir otras, y así botara a la caneca alguna cosa que parecía ya muy, demasiado gastada.
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“Por eso ahorra hojas que son borradores de letras, las guarda en su mochila, en una bolsa de tela que se amarra a la cintura en donde pone la tiza”.
Con el transcurrir de los años, o de las décadas, las tizas y los tableros se volvieron obsoletos, una especie de romanticismo para los coleccionistas de momentos. Isabel-Cristina Arenas coleccionó tizas, coleccionó hojas de borrador y borradores de escuela. Y borró y anotó sus palabras en algunas pizarras, también de viejas escuelas. Dejó su historia allí, a merced de quien la quisiera leer, y también, a merced de quien la quisiera olvidar, borrándola de un “pepazo de mango”. El límite entre lo que había ocurrido, lo que ella pensaba que había ocurrido y lo que no, eran la tiza y el tablero, el escribir y el borrar, el dibujar a veces, y también y en últimas, jugársela por escribir y que alguien llegara desde cualquier lado y con cualquier intención y volviera toda su historia, o por lo menos, toda la historia que había escrito, una nada. O la nada.
“Mi hermano mayor se creía el dueño del sufrimiento, los demás sólo extras en ese tiempo. Yo tenía que quedarme callada y hacerle caso. Entiendo que él no tenía permitido ser débil, era mejor volverse loco que ser un cobarde”.
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Los tiempos de las sombras de José Asunción Silva, “Y eran una sola sombra larga”, como escribió en su Nocturno, y el de los personajes de Arenas, y el de los poetas y escritores del siglo XX y de antes, eran tiempos de valores casi que en blanco y negro. La valentía, la generosidad, la decencia, la sinceridad, la dignidad y un largo etcétera de características, eran a todo o nada, o a blanco y negro. A nadie le agradaban las personas débiles, y menos, aquellos personajes que iban por la vida haciendo gala de sus vivezas y sus trampas, e incluso de su mezquindad, consecuencias directas de la debilidad. Alfredo no podía ser débil. Tampoco debía serlo. Una sociedad de débiles era una sociedad de timadores y holgazanes. Una sociedad de débiles llevaba a la perdición, y la perdición conducía al vacío, y luego, a la extinción.
“Cuando voy a visitar a papá al cementerio le llevo pompones o crisantemos amarillos y me quedo un rato largo sentada a su lado. Si estoy triste no le digo, tampoco si algo me duele, ni le voy con quejas de mis hermanos”.
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Alfredo comenzaba a escribir. Tendría 10 años, meses más o meses menos. Eran los 1930 del siglo XX, como mil años atrás. Más tarde empezaría a preocuparse por la ortografía. Quería que se diferenciaran la b y la v, la c y la s y la z, y quería, más que eso y que nada, escribir cada palabra con la letra que correspondía. Creía, de alguna manera creía que cada palabra tenía su historia, su lugar de nacimiento, su sitio de maduración, sus influencias en tal o cual sitio, y que con los años iba perdiendo o ganando significados. Las palabras eran cosas, y tanto las unas como las otras tenían vida, eran vida, así pocos lo creyeran o lo pensaran. Eran inmortales, así borrara las palabras una y otra vez para escribirlas mejor, o para escribir otras, y así botara a la caneca alguna cosa que parecía ya muy, demasiado gastada.
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“Mi hermano mayor se creía el dueño del sufrimiento, los demás sólo extras en ese tiempo. Yo tenía que quedarme callada y hacerle caso. Entiendo que él no tenía permitido ser débil, era mejor volverse loco que ser un cobarde”.
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“Cuando voy a visitar a papá al cementerio le llevo pompones o crisantemos amarillos y me quedo un rato largo sentada a su lado. Si estoy triste no le digo, tampoco si algo me duele, ni le voy con quejas de mis hermanos”.
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