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La vida es un viaje de regreso

Presentamos una reseña de “La odisea”, de Homero, publicada por la editorial Panamericana.

Jefferson Echeverría Rodríguez
31 de agosto de 2024 - 04:00 p. m.
"La odisea" es un poema épico compuesto por 24 cantos.
"La odisea" es un poema épico compuesto por 24 cantos.
Foto: Archivo particular

Para nadie es un secreto que la vida misma es un largo recorrido lleno de instantes en cuyos recuerdos la memoria se alimenta a través de sufrimientos y victorias. Nada de nuestro presente ocurre sin que una posterior nostalgia construya los hilos de un porvenir singular que nos obligue a refugiarnos en nuestra propia sensibilidad. No obstante, cuando hablamos de la vida como un viaje de regreso, es necesario acudir a un conjuro del ayer como un acto heroico, invocando muchas veces esa lejana remembranza que suele preservar heridas profundas de ausencia en el alma de aquellos seres amados que nos extrañan con sincera devoción. Gracias a esta revelación, nos damos cuenta de que, durante dicha travesía, generalmente viajar significa recordar; recordar, vivir; vivir, muchas veces volver a donde nos entregamos en cuerpo y alma a la felicidad. Y en dicha añoranza es cuando nos identificamos plenamente con Odiseo, a pesar del tiempo en que su creador Homero se inspiró para transmitir al mundo un sinfín de penurias soportadas antes de un anhelado regreso a Ítaca.

Así como el tango de Gardel, cuando en su melancólica letra nos recita: “sentir que es un soplo la vida, que veinte años no son nada, que febril la mirada”, le ocurrió también al héroe de este gran clásico de la literatura universal, Odiseo. Es como un estigma perdurable, una suerte de valiosa tragedia que va progresando en tanto las circunstancias se atraviesan en cada una de sus peripecias. Es como si Odiseo encarnara en todos los rostros solo para engrandecer su legado y mostrarnos que el retorno trae consigo rastros de dolor e incertidumbre. Los cantos que circundan sus hazañas y derrotas no varían, antes bien se renuevan en llantos lejanos y acuden con sigilo en la amargura de aquellos desaparecidos, en la paciencia de los andantes sin rumbo que dejan huellas en diversas geografías y en las letras sublimes de poetas quienes sellan su inmortalidad en medio de viajes repletos de prosas.

Ante estas señales, me permito hablarles de Odisea no como una obra que solo se atribuye a un mérito universal adquirido por su virtuosismo poético que se vislumbra a lo largo de sus veinticuatro cantos, ni tampoco por la forma única de incorporar la voz principal del héroe que interpreta su lucha cotidiana contra los miles de peligros, sino como un modelo ejemplar de recrear pasajes donde la memoria reproduce una auténtica historia de viaje. Entre los múltiples ciclos que constituyen su grandeza literaria está indudablemente el deseo consistente de un solitario Odiseo por suprimir toda tentación de gloria y de inmortalidad. Su ilusión fecunda lazos de amor por su mujer Penélope y su hijo Telémaco, recuerdos de gratitud por su padre Laertes y sentimientos de venganza contra los varios pretendientes de su mujer que, al igual que todos los itacenses, lo dan por desaparecido.

El tejido de esta epopeya se inicia con el canto de una guerra culminada. El triunfo obtenido en Troya, gracias a la recordada estrategia del caballo de madera, permite ensanchar el heroísmo de los aqueos tras una disputa sangrienta dentro del territorio enemigo. Pero la gloria los ciega tanto al punto de olvidar el acostumbrado ceremonial de agradecimiento a los dioses y se entregan a sus placeres y a su propia vanidad. Ante este arrebato de rebelión, el castigo por parte de Zeus y de Poseidón recae implacablemente en toda la tropa. Las víctimas de esta reprensión padecen sufrimientos a gran escala, principalmente sus máximos líderes, como lo son: Agamenón, quien muere vilmente a manos de su mujer Clitemnestra y su amante Egisto cuando regresa a su patria; del rubio Menelao, quien permanece un largo periodo secuestrado por Proteo; y de Odiseo, nuestro héroe principal, quien está condenado a soportar un sufrimiento mayor, encarando peligros de muerte contra la furia de los cíclopes, las trampas despiadadas de Circe, así como el largo cautiverio impuesto por la seductora Calipso.

En el destino de este viajero se alberga la esperanza como única arma contra la desolación. Aunque todavía conserva una fuerza corporal prominente, las señales del sufrimiento ya se dibujan notablemente en un rostro hastiado de sufrir, de añorar, de convivir con el llanto. Sin embargo, su fiel consejera de penurias, la diosa Atenea (la de ojos de lechuza), intercede milagrosamente en su duro trasegar. Al saber sobre su condición menesterosa, lo introduce por varios destinos y su compromiso tanto moral como milagroso tienen un alcance tan ferviente, que es capaz de proteger a su mujer Penélope y a su hijo Telémaco de los asedios permanentes y cínicos de los pretendientes quienes han invadido ramplonamente su hogar y formado bacanales, sin siquiera reparar en el dolor y la angustia de los anfitriones.

Cuando Odiseo llega a la tierra de los feacios, la ilusión adopta un cariz más favorable. Gracias a la astucia de la incondicional Atenea, es bien recibido por el rey Alcino, quien lo acoge de la mejor manera mientras escucha con suma atención las peripecias vividas por su acongojado huésped. Todo lo demás, son cantos a una sola voz que reconstruye en detalles las intimidades y anhelos a través de una prosa formidable y por momentos desgarradora. Su estadía en esta patria le permite renovar las fuerzas que necesita para dar por finalizada su larga travesía. El sueño de verse de nuevo recorrer los callejones de su amada Ítaca reanima el entusiasmo, aun sin saber que está a punto de enfrentar el último desafío, el más arbitrario y, por tanto, definitivo.

Los caminos se confunden entre ásperas selvas y senderos espinosos. Nuevamente, los flagelos se interponen sobre sus ánimos y la angustia lo atraviesa como un arma letal que le hiere la cordura. Antes de conocer (por voluntad de su protectora) a Eumeo, el porquerizo, adquiere una transformación radical en su apariencia física. Deja de ser el hombre de aspecto robusto y simpático para convertirse en un pordiosero detestable. Conviviendo entre la podredumbre de los cerdos y las demostraciones de bondad de su nuevo compañero, un destello de euforia inunda sus ojos consumidos por la tragedia; finalmente reconoce que la larga espera de veinte años está a punto de culminar cuando, a pesar del tiempo transcurrido, experimenta el reencuentro entrañable con su primogénito Telémaco.

En cuanto a los sucesos posteriores, queda en la expectativa de los lectores la noción sobrecogedora de descubrir cuál es el verdadero sentido del retorno. Tal como muchas veces hemos experimentado la sensación que produce el regresar a los lugares de antaño donde construimos instantes gloriosos, notar el cambio en esos rostros que antaño se han preservado lozanos y hoy tan solo son simples rastros deteriorados por el tiempo, así mismo transcurre con elocuencia y dramatismo esta obra inmortal. Por eso, cuando se habla de viajes al pasado, no hay mejor relación que esta gran epopeya compuesta por el inmortal Homero.

En la traducción del griego de Luis Segalá y Estalella y la edición de Miguel Ángel Nova, Panamericana Editorial nos concede una publicación de lujo digna de una obra universal que nunca ha detenido su viaje por los senderos de la historia.

Por Jefferson Echeverría Rodríguez

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