“Lost country”: jugando a perder la inocencia
Una de las reseñas que resultaron del taller de crítica del Bogota International Film Festival: Lost country, de Vladimir Perišić. Una película sobre el juego de la pérdida de la inocencia.
María Prada.
En Serbia de finales de los 90, Stefan, un adolescente proveniente de una familia socialista, se ve obligado a tomar postura entre su familia y el resto de su vida: el gobierno del que su madre es portavoz intenta robarse las elecciones, desatando una oleada de protestas en las calles. Son las elecciones de 1996, el último periodo de Milosevic en el poder, y con su renuncia, el fin de gobierno socialista.
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Stefan ha crecido rodeado de amor y bienestar. La película se inicia con una secuencia de momentos entrañables entre él, su madre y sus abuelos. Todo parece estar bien, pero el abuelo canta: “Todo está a punto de cambiar, no somos nada”, mientras se quiebran cascarillas de nueces con la fuerza de la mano. El confort y la inocencia de la infancia están a punto de desaparecer.
Stefan y sus amigos están aprendiendo torpemente a volverse hombres. Es urgente tomar una postura política, despegarse de la madre y de su abrigo, incursionar en el amor y descubrir la fuerza y el vigor del cuerpo. Pero a Stefan parece costarle un poco más este tránsito. Mientras en casa de sus amigos todos los hombres tienen voz y se imponen sobre la madre, en su casa es ella quien decide y quien habla. Es la madre de Stefan quien, justamente, encarna la voz del gobierno, quien usurpa el lugar protagónico de los hombres, caracterizada como una suerte de femme fatale: con labios rojos, vestidos largos, tacones y un cigarrillo siempre en la mano. La madre no es solamente un problema para Stefan por su postura política, es también un obstáculo para su realización como hombre.
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Este tránsito hacia la masculinidad también es explorado a través del cuerpo. Stefan y su mejor amigo practican un tiro antes de su práctica de wáter polo, el amigo se hace detrás, toma su brazo y le enseña el movimiento. Algo ha cambiado, la cercanía de los cuerpos no es la misma que la de la infancia. Pero no es solo en ese sentido erótico en que lo corporal es abordado en la película. También es el cuerpo el perpetrador y el que sufre la violencia. Cuando todos sus amigos lo apartan, Stefan raspa su mano contra la pared, se hace daño para sacar su rabia, comprende la materialidad del malestar. Luego, golpea a su mejor amigo para que este se calle y no lo increpe más. Y, finalmente, tiene un altercado físico con su madre. Stefan descubre su capacidad de violencia y uso de la fuerza, y con ella su potencial de victimario. Y es este juego de pérdida de la inocencia lo más interesante de la película. Sin importar la orilla política, la capacidad de violentar está siempre latente, no hay nadie inocente, ni siquiera en la causa más justa. Y, asimismo, nadie es solo culpable o victimario.
Lo que parece ser el discurso aleccionador de la película resulta serlo más para el espectador que para el personaje principal. Este se niega al aprendizaje, le resulta imposible reconciliarse con la pérdida de la inocencia, y más bien se niega a ella, haciendo que el tránsito que como espectadores atravesamos junto a él, se sienta un poco truncado.
En Serbia de finales de los 90, Stefan, un adolescente proveniente de una familia socialista, se ve obligado a tomar postura entre su familia y el resto de su vida: el gobierno del que su madre es portavoz intenta robarse las elecciones, desatando una oleada de protestas en las calles. Son las elecciones de 1996, el último periodo de Milosevic en el poder, y con su renuncia, el fin de gobierno socialista.
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Stefan y sus amigos están aprendiendo torpemente a volverse hombres. Es urgente tomar una postura política, despegarse de la madre y de su abrigo, incursionar en el amor y descubrir la fuerza y el vigor del cuerpo. Pero a Stefan parece costarle un poco más este tránsito. Mientras en casa de sus amigos todos los hombres tienen voz y se imponen sobre la madre, en su casa es ella quien decide y quien habla. Es la madre de Stefan quien, justamente, encarna la voz del gobierno, quien usurpa el lugar protagónico de los hombres, caracterizada como una suerte de femme fatale: con labios rojos, vestidos largos, tacones y un cigarrillo siempre en la mano. La madre no es solamente un problema para Stefan por su postura política, es también un obstáculo para su realización como hombre.
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Lo que parece ser el discurso aleccionador de la película resulta serlo más para el espectador que para el personaje principal. Este se niega al aprendizaje, le resulta imposible reconciliarse con la pérdida de la inocencia, y más bien se niega a ella, haciendo que el tránsito que como espectadores atravesamos junto a él, se sienta un poco truncado.