La vorágine: un siglo de inmortalidad
Presentamos una reseña de “La vorágine” de José Eustacio Rivera (Panamericana) en los cien años de su primera publicación.
Jefferson Echeverría
Gracias al prólogo del maestro Germán Espinosa, Panamericana Editorial rinde un tributo por los cien años de publicación de una obra imprescindible en la literatura colombiana.
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Gracias al prólogo del maestro Germán Espinosa, Panamericana Editorial rinde un tributo por los cien años de publicación de una obra imprescindible en la literatura colombiana.
Hace cien años, un desconocido José Eustasio Rivera recién había dado a luz una obra que estuvo escribiendo durante dos años de viajes como canciller por distintas zonas selváticas de Colombia. En dicha travesía, su imaginación recorrió cada rincón posible de nuestra geografía, valiéndose solamente de su ingenio creativo para plasmar a mano, en un cuaderno de contabilidad, la historia que lo inmortalizaría en las páginas de nuestra literatura colombiana.
Tal vez nunca pensó que la tragedia de un par de prófugos atravesaría los límites de la conciencia humana a lo largo de varias generaciones. Pues, es de saber, que el éxito de una novela como La Vorágine no solo se debe a su permanencia en el tiempo (como suele pasar con múltiples obras clásicas) sino también a una vigencia que se ha ido renovando constantemente, sobre todo cuando aborda temas como la tiranía, los abusos de poder y la explotación humana. En pocas palabras, a José Eustasio Rivera le bastó publicar una novela para que los hilos de la gloria póstuma le reservaran un lugar predilecto en el olimpo de las mentes más ilustres de Colombia.
La historia del poeta Arturo Cova y su amante Alicia, esclavos de un amor prohibido, no solo representa el instinto de supervivencia que debe enfrentar cualquier ser humano cuando no está acostumbrado a los rigores de la selva, sino también el desencanto de un sueño de riqueza disuelto por las atrocidades de una élite inhumana. La intensidad con la que ambos personajes soportan el flagelo de vivir en dicha atmósfera es directamente proporcional a las injusticias ocurridas en una época crucial, como lo fue la explotación cauchera durante la segunda década del siglo pasado.
En La Vorágine, los episodios que evocan la crueldad pueden despertar un sentimiento de impotencia en la sensibilidad de los lectores. Son varios los actos donde la injusticia impone una ley plagada de abusos que, por momentos, se confunde la noción de la novela enfocada en las peripecias de Arturo y Alicia con una sutil relación periodística a través de testimonios y denuncias contados por los mismos personajes. Es en el destino de dos almas poseídas por el miedo y la ambición, donde se complementa la avaricia y la lucha de poderes, cuyos paisajes abundan en una prosa inigualable y transcurre en diálogos genuinos.
Germán Espinosa tiene razón cuando atribuye la calidad literaria de La vorágine en cuanto a celebridad y estética, tanto así que es imposible ubicarla en una corriente específica, pues se basta para explicar en detalles esos abismos que se imponen sobre la ley y la justicia. Las etapas que comprende su historia confirman su nivel de integridad bajo los designios de las tragedias, las leyendas rurales, las traiciones, las venganzas recurrentes y los crímenes despiadados. La complicidad con que la selva oculta en sus desérticos ramajes, cada una de las atrocidades y lamentos desatan los tormentos en cada ser menesteroso que ve sin esperanza cómo sus anhelos se hunden lentamente en la calidez de un infierno tropical.
Apenas se lee el primer capítulo, la palabra violencia germina en la mente acongojada del prófugo Cova: “jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”. Y así, a lo largo de una exploración rica en prosa, donde el aire de la selva fecunda en palabras los sonidos de la manigua, el murmullo del ganado, las redes de la maleza y todo el gran cúmulo de sustantivos que enriquece el trópico, se nos muestra el rostro de la desesperación prontamente desfigurada por el dolor y culminada en una profunda resignación. En medio de esta revelación nos obliga a reflexionar, casi sin esfuerzo, que Colombia, después de un siglo, sigue siendo una vorágine repleta de sonidos que exclaman lamentos, renuevan llantos de poetas prófugos y derrama sangre en nombre de la injusticia.
Pero hablemos un poco del recorrido hecho por Arturo y Alicia. Las huellas sembradas en esta tierra del olvido recrean un dolor particular en sus almas vagabundas. “Toma mi suerte, pero dame el amor”, es la sentencia inicial para que la ruta emerja desde Cáqueza, en el preciso momento en que sienten cercanos los pasos de sus perseguidores y los rumores de su mala fama se propaga por los alrededores de la sabana. Envueltos en una terrible encrucijada, no les queda más remedio que partir hacia Casanare, donde la marginación y la inclemencia los recibirá con los brazos abiertos. Acogidos en principio por la generosidad de Don Rafo y de Franco y por el espíritu dócil de la niña Griselda, súbitamente en Arturo se despierta un aire de ambición que sobrepasa la hostilidad de la selva.
Cegado por la avaricia, y en complicidad de Franco, el primer intento de adquirir fama y riqueza mediante el negocio de las reses se disuelve en los sueños del poeta Cova por culpa de un engaño desesperado hecho por un tal Zubieta. Pero al atar los cabos, Franco y Cova descubren que esta triquiñuela es más una obra maquinada por un tal Barrera, un poderoso cauchero que, a base de embustes, convence a toda la comunidad de entregarle sus escasas posesiones y tierras con la esperanza de multiplicar las ganancias gracias a la explotación del caucho. Lo que nadie sabe es que en dichas promesas solo se esconde su interés personal de enriquecerse más, así como de mantener un emporio lleno de obreros esclavizados a quienes fácilmente les concede sueldos miserables y los hunde en deudas impagables.
La rabia aumenta dentro del corazón del poeta, de la misma forma que sus apetitos carnales. Aparte del cuerpo sumiso de Alicia, Arturo decide explorar pieles ajenas que resultan ser mucho más apetecibles a su instinto seductor, olvidando por completo el dolor y el sufrimiento de su leal amante, en cuyo vientre está creciendo la semilla de tantas pasiones desbocadas. Poseído por los delirios frenéticos, a sus oídos llega la noticia de una supuesta fuga que Alicia emprende con el cauchero Barrera. Con la determinación a cuestas, la venganza es el aditamento perfecto para explorar los territorios de Manaos, Amazonas, Iquitos y otros sitios aledaños. En cada uno de estos lugares el poeta encuentra consuelo en las desgracias ajenas, contadas por voces que no cesan de clamar justicia ante la pérdida de su dignidad y el arrebatamiento de su paz tras buscar inútilmente el sueño de estabilidad.
En medio de este trasegar, las razones del poeta se confunden con la obsesión de vencer a Barrera y, por instantes, de perdonar la vida de Alicia o, por el contrario, de provocar un desquite contra su pobre humanidad. Pero cuando el desierto abre sus fauces, las expectativas reducen el esfuerzo, el trópico derrite la valentía, las sombras de muertes ajenas desatan los tormentos nocturnos. Entonces la soledad acude como una ráfaga implacable que absorbe a dos almas condenadas para siempre al destierro, de tal forma que, hoy por hoy, tras un siglo de inmortalidad, todavía los rumores sobre dos espíritus cautivos de sí mismos recorriendo las llanuras, siguen susurrando en crueles lamentos los flagelos impuestos por una selva llamada Colombia.