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Las otras vidas después de esta vida

En “La prueba” (Panamericana Editorial), Mado Martínez hace un trabajo riguroso sobre los sistemas de creencias y recoge una gran muestra biográfica de experiencias cercanas a la muerte.

Jefferson Echeverría
08 de septiembre de 2022 - 02:00 a. m.
Mado Martínez, antropóloga y escritora española.
Mado Martínez, antropóloga y escritora española.
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Tal vez tenga razón el poeta austriaco Karl Skala cuando, en alguno de sus versos delirantes, menciona la muerte como un despertar; a lo que también se podría concebir como un estado importante e inevitable hacia mundos inciertos y por tanto desconocidos. Si bien esta metáfora parece una apreciación un tanto abstracta, que quizás presume de supersticioso, posiblemente todavía mantiene un principio esencial, sobre todo cuando tratamos de resolver uno de los enigmas más controversiales que tanta obsesión ha provocado en muchos de nosotros los mortales: ¿Qué ocurre cuando dejamos esta vida?

Aunque la pregunta es un tanto compleja de resolver, una demostración impactante a base de múltiples experiencias (que bien pueden resultar impredecibles y a la vez verídicas) expuestas en épocas, lugares, contextos y creencias diferentes, pretende clarificar o, por el contrario, ampliar mucho más ese enigma confuso como lo es la muerte, y están definidas en la obra periodística y científica de la antropóloga, filóloga y novelista española Mado Martínez llamada La prueba: experiencias cercanas a la muerte y mensajes del más allá. Escrita con un esfuerzo investigativo abundante en cuanto a referencias se trata, uno de los aspectos más llamativos que produce esta obra es que de ninguna manera trata de mostrarse mística ni mucho menos de imponer a los lectores a creer en un dogma tanto religioso como científico sobre las posibles vidas que existen después de abandonar esta vida. Todo lo contrario, es más una invitación a explorar cada una de las situaciones allí descritas, con el fin de acercarnos a esas dimensiones en las que muchas personas dicen haber experimentado durante ese momento específico en el que tuvieron un frío contacto con la muerte y pudieron regresar a la vida.

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En principio, los testimonios inmersos en cada página tal vez provoquen cierta incredulidad en los lectores, más aún si algunos de ellos tienden a parecer inverosímiles, lejos de toda razón. Pero cuando hay una gran cantidad de antecedentes y cada uno vislumbra un margen de similitud, principalmente en esos momentos increíbles en que varias personas aseguran haber visitado lugares impregnados de mucha paz, embellecidos por una naturaleza deslumbrante y sosteniendo una comunicación continua con seres sobrenaturales, se hace necesario salir un poco del escepticismo comprensible, por lo menos para empezar a cuestionar la magnitud de tales hechos y el impacto que produce en las personas que los relatan. Mado Martínez no recrea la muerte para justificar una existencia divina sino para ejemplificar, mediante diversos enfoques, las reacciones de estas personas durante y después de confrontar su breve paso por aquellos “mundos posibles”. Otro aspecto llamativo de La prueba es su rigor metodológico. Mado Martínez no siempre enfatiza esta investigación en un área común, sino que abarca una gran variedad de disciplinas que están sustentadas tanto en bibliografía como en justificación teórica, lo cual hace que en su contenido no prevalezca lo anecdótico ni mucho menos pretenda estancarse en el misticismo. Por eso, al lector le quedará un desafío importante: cuestionar o refutar cada impresión sustentada en este trabajo interdisciplinario, no tanto para modificar su percepción sobre la otra vida después de la muerte, sino para confrontar sus creencias con los eventos plasmados y de tal manera enriquecer esta problemática a partir de numerosos enfoques.

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La obra conforma varios capítulos enmarcados en tres escenarios específicos: el primero, testimonios referentes a las experiencias cercanas a la muerte (en sus siglas ECM); el segundo, experiencias extracorpóreas o fuera del cuerpo (en sus siglas ECF), y el tercero, comunicaciones cercanas a la muerte (en sus siglas CCM). En el caso de las ECM, compone una serie de testimonios en los que varias personas, luego de sobrevivir a un accidente, tragedia o enfermedad, manifiestan con suma elocuencia haber visitado lugares celestiales o infernales tal como suelen definirse en los diversos credos religiosos. Pero las impresiones de dichos sobrevivientes no solamente están limitadas a una atmósfera tranquila, de paz absoluta, o por el contrario de horror y sufrimiento constantes; también enfrentan estados únicos de revelación que, en su regreso a esta vida, deben soportar con gallardía a través de habilidades sobrenaturales. Por ejemplo: el augurio inevitable de la muerte de un ser querido, con hora y escenarios concretos; la resolución de un crimen, el conocimiento de una tragedia, el destino de algunos mortales, entre otros, que establecen un vínculo importante con los misterios de nuestra existencia. Para los testimonios particulares de la EFC, muchas personas aseguran que pudieron presenciar el momento único en que sus almas salían de sus cuerpos, ascendían con celeridad o lentitud y podían contemplar hasta los detalles más mínimos del lugar. Lo impactante de este hallazgo es reconocer cómo, hasta las personas invidentes en la tierra, adquieren la facultad de ver con lo que podría llamarse los ojos del alma: color de las paredes, los rostros de los médicos, las palabras que se dicen, es más, hasta los objetos insignificantes que están abandonados en el tejado de alguna casa o edificio, estableciendo así una intriga especial sobre la existencia de un más allá. Es un lapso en el que no se tiene noción del tiempo y las horas parecen reducirse a instantes únicos, tal vez gloriosos, antes de ingresar a esa dimensión desconocida. Todo lo contrario ocurre con las CCM. En estas, las experiencias parecen espectrales y fantásticas. Las personas que dicen haber experimentado estos eventos, aseguran que pudieron mantener contacto con sus seres queridos, aun cuando sabían que sus cuerpos estaban en una situación lamentable, al borde de la muerte. Al mejor estilo de una historia de terror, se destacan también aquellas experiencias en las que los mismos mortales tuvieron contacto visual y verbal con las almas de aquellos seres, aun teniendo en cuenta que se hallaban en la cama de un hospital, en estado de coma o agonizando.

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Aprovecho estas líneas para sumar una experiencia más, ocurrida en 1999. Se trata de una ECM. A mi madre le habían declarado preeclampsia durante el embarazo de mi hermano. Ante esta novedad, era muy difícil que alguno de los dos sobreviviera en el transcurso del parto. En el momento de dar a luz, mi madre, desvanecida por el complejo nacimiento de mi hermano, con las últimas fuerzas que le quedaron, hizo el primer acto de amor maternal dándole un beso de bienvenida a su segundo hijo para luego perder el conocimiento. Las voces de los médicos gritando: “¡Se nos va, se nos va!”, retumbaron lejanas en su cabeza como un adiós abrupto y definitivo a este mundo. A pesar de los años, su memoria retrata con suma precisión cada uno de los detalles que acontecieron después de su breve paso por el más allá. Dice que una luz inmensa la cegó por un instante y luego la arrastró ante la presencia de un hombre vestido de blanco, de barba poblada, cuyo aspecto imponente contrastaba con su tono de voz bondadoso e inefable. Mi madre, al reconocer al hombre, mantuvo un silencio necesario y los primeros aires de una paz que nunca antes había vivido germinaron en su interior. El hombre le dio la oportunidad de ubicar su dedo índice en lo que se advertía era una hoja blanca, pero con la condición irrevocable de que si lo hacía se quedaría para siempre en aquel lugar. Cuando observó el amplio bosque adornado de una naturaleza única y la presencia de sus familiares fallecidos llamándola con insistencia, se dejó llevar por aquel estado único de tranquilidad. No obstante, cuando estuvo a punto de dar el primer paso y plasmar su dedo para disfrutar de esa eternidad soñada para muchos mortales, una voz chillona surgió de la nada y empezó a clamar su nombre con desesperación incisiva: era su hijo mayor que le pedía a gritos que no lo abandonara. Mi madre, al reconocer aquella voz, de inmediato dirigió su mirada al hombre misterioso y se negó rotundamente a quedarse porque en su memoria espiritual todavía resguardaba la responsabilidad de cuidar a dos hijos y no dejar a un esposo viudo. El hombre apenas asintió y, ante la renuencia de mi madre, le dio la posibilidad de disfrutar un poco la armonía de aquel lugar. Comenta que reconoció la cara de su hermana fallecida hacía muchos años, cuya hermosura admirable despertaba el amor extinto por el tiempo y por la amargura de la tragedia. Sus tías, que fueron piadosas en la tierra, le hablaban con una serenidad indescriptible que la cautivó. Al pasar por un delgado puente, percibió los gritos desgarradores de algunos primos clamando piedad; en sus palabras se remarcaba el sufrimiento de una angustia interminable. Dice que vio a uno de ellos, específicamente a quien había sido asesinado, que en su expresión de dolor todavía se destacaba el inmenso hoyo de su garganta donde una bala le había atravesado en una riña. Nunca supo cuánto tiempo tardó en aquel lugar, donde todo era una tranquilidad absoluta, lo cierto fue que, al reconocer el llamado del hombre misterioso, sintió que su despedida ocurrió en un parpadeo. Su alma se introdujo por una especie de puerta y la luz poco a poco se fue extinguiendo. A su regreso, mi madre apenas abrió los ojos. De nuevo se hallaba en el hospital. Confusa y perpleja, su paraíso se redujo a las voces incisivas de los médicos gritando: “¡Ya la tenemos otra vez!”. En medio de su debilidad, notó que el dolor en su cuerpo representaba el triunfo definitivo por saber que todavía tenía el privilegio de acompañarnos por más tiempo en este pasaje temporal como es la vida.

Por Jefferson Echeverría

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