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Un lento y largo viaje hacia el fondo de nosotros mismos

Reseña de la novela de Jesús Carrasco, “Llévame a casa” (Seix-Barral).

Hernán Darío Correa
13 de octubre de 2022 - 07:03 p. m.
Jesús Carrasco, Llévame a casa. Bogotá, Seix-Barral, julio de 2022.
Jesús Carrasco, Llévame a casa. Bogotá, Seix-Barral, julio de 2022.
Foto: Cortesía
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“Hoy he visto a mi madre”, pudo ser la primera frase de esta bellísima novela, cuya parábola es exactamente la inversa de El extranjero, de Camus, que como se recordará empieza con la hoy famosa sentencia: “Hoy ha muerto mamá. O quizás ayer”. Pues aquí se trata de la lenta construcción de una historia que conduce al descubrimiento de la madre como mujer, y al encuentro consigo mismo, una vez que la muerte del padre quiebra el espejo familiar.

“Podría haber estado junto a su padre la noche en que murió, pero, en cierto modo, Juan Álvarez prefirió no hacerlo”. Así comienza, en efecto, la historia de este Bartleby también invertido, en tanto después de la evasión de su terruño que lo llevó hasta otro país de nieve, siguió asumiendo su vida a punta de calladas respuestas como las del personaje de Melville, centradas en aquel “preferiría no hacerlo”. Como prefirió no hacer el viaje después del llamado de su hermana ante el agravamiento del padre.

Se trata de la historia del regreso. Del retorno del extrañamiento. De la vuelta desde la ilusión de la realización propia en las antípodas del hogar; de la alienación encarnada en la búsqueda del sueño del primer mundo, lejos de la austera comarca extremeña donde creció; de la ingenuidad de develar su esencia en otras ciudades, ignorando la sentencia del poeta: “Dices: ‘Iré a otra tierra, hacia otro mar, / y una ciudad mejor con certeza hallaré. / Pues cada esfuerzo mío está aquí condenado, / y muere mi corazón / lo mismo que mis pensamientos en esta desolada languidez. / Donde vuelvo los ojos solo veo / las oscuras ruinas de mi vida / y los muchos años que aquí pasé o destruí’. // No hallarás otra tierra ni otro mar. / Tu ciudad irá contigo siempre. Volverás / a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez; / en la misma casa encanecerás. / Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques -no la hay- / ni caminos ni barco para ti. / La vida que aquí pierdas / la habrás destruido en toda la tierra” (Constantino Kavafis, “Ciudad”.)

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Entrampado desde la asistencia al funeral de su padre -un viaje de retorno que pensó sería efímero-, obligado por las circunstancias, Juan Álvarez va a ser sorprendido por la caída una a una de las pieles que fue forjando como una coraza contra el frío de su exilio, estremecido por el descubrimiento de que la memoria anida en las cosas más triviales y cotidianas, en el paisaje de su infancia, en los ecos de las voces de su hermana, de sus amigos, de su propio padre, que reviven desde las paredes de un desván o del viejo molino donde su propia madre trillaba el pan… Hasta descubrir que su madre era una mujer más allá de su función doméstica:

“El abrazo de Guadalupe a su madre le ha pillado tan de improviso que todavía no sabe qué hacer con él. No había contado con que ella tuviera una vida emocional autónoma. Nunca se había planteado que hubiera cultivado afectos más allá de la familia. Hay algo hermoso en ello, lo sabe. Sin embargo, él se siente, una vez más, en ridículo, porque se da cuenta de que ha estirado hasta la vida adulta una idea infantil sobre la forma de amar de su madre: vuelta hacia la familia, exclusivamente volcada cobre sus hijos. El marido, pronto se dio cuenta ella, como un trámite inevitable para lograr meter en la casa la luz cegadora de la infancia”. (228)

Una mujer que empieza a hablar con él en la intimidad de ese espacio cotidiano que era el viejo auto del padre ausente, cuyas palabras se convierten ante todo en una conversación consigo mismo:

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“Toma aire y se gira hacia su madre que mira el paisaje a través del cristal. Ella vuelve su rostro hacia él. Mamá, le dice. No te preocupes, todo va a salir bien. La expresión de la mujer es inerte, como si el arranque de sinceridad de su hijo no fuera con ella. Y en parte es así porque la convicción que Juan expresa no está dirigida tanto a ella como a sí mismo” (229)

Y al avanzar llevados por el auto, el “tres latas”, el viejo Renault 4 que hace parte de su piel más profunda, en ese estado de inercia en que la vigilia se convierte en ensoñación profunda donde renace la esperanza como principio de la vida (Ernest Bloch), es cuando la conciencia del tiempo lo invade y se quiebra aquella sentencia de Melville, poseído por las palabras en desuso que pronuncia su madre en un relato alrededor del mismo paisaje unos años antes, que son sus verdaderas palabras:

“Es justo cuando han superado esa cuesta cuando la madre abre la boca para recordarle a Juan un episodio de cuando él era niño y vivían en Getafe. (…) En aquella época la carretera tenía muchas más curvas que ahora, explica. Y muchos baches que había que esquivar para no maltratar las ruedas, que costaban muchas perras. Perras, piensa Juan, otra palabra que solo ha escuchado en su familia. Otro vínculo privado que ahora comparte solo con dos personas. Perras gordas, perras chicas, duros, palabras de la generación de sus padres que flotan en la memoria compartida y que no pasarán a la siguiente. Juan escucha el relato en silencio. Es la primera vez desde que volvió de Escocia que la escucha hablar tan largamente. (…) La mujer se queda callada y así durante algunos kilómetros hasta que Juan no puede resistir más y, al llegar a Rielves, sale de la carretera y aparca. Semanas atrás Juan se habría resistido a preguntar porque comunicarse con su madre hubiera sido admitir su derrota. Hablar era abrir una puerta, y preguntar, cruzar un río”. (241).

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Y lo cruza. Y nos revela la puerilidad de nuestros propios extravíos, al descubrirnos que sus calles no eran más que aquellos parajes de su evadida infancia, en una morosa narración que nos hace íntimos de los objetos más triviales y más hondos de una provincia donde el tiempo se ha detenido, dándonos la oportunidad de vernos en el espejo de los afectos primordiales, y ofreciéndonos como lectores, mecido por los ecos de la filigrana narrativa de esta novela, que el camino para salir de los destierros reales o interiores que nos impone el mundo de hoy, es el mirarse cara a cara y aprender a nombrarse más allá de las rutinas, hasta redescubrir como nuevas las viajas palabras de la madre, y al admirar su nombre, que en esta historia queda resonando cuando es pronunciado en ese viaje juntos por las comarcas de su historia, cuando alguien la llama…

Por Hernán Darío Correa

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