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La última vez que caminó las calles de Bogotá, dos meses atrás, parecía inmerso en uno de sus tantos personajes, como si la ciudad lo extrañara, o como si él hubiera olvidado su caos, el humo viciado de sus buses, los trancones, los insultos porque sí y porque no, los huecos en el asfalto. Iba con una gruesa bufanda al cuello, una pesada chaqueta de invierno, el pelo casi largo, ensortijado, muy al viento, y zapatos algo gastados. Y miraba. Miraba con la mirada que debió haber tenido Charles Baudelaire, ciento y tantos años atrás en París, y parecía ir repitiendo alguna de sus frases, “Dios es el único ser que para reinar no tuvo ni siquiera necesidad de existir”.
Miraba la esquina en la que trabajó en los años 60, en la librería Buchholz, algunos meses después de haberse largado de su Medellín para buscar un premio de literatura nadaísta. Miraba los recovecos en los que durmió por aquellos tiempos, cuando los manteles olían a pólvora, como hubiera escrito Octavio Paz, cuando la libertad era una lucha de todos los días, y acabar con las tradiciones y las reglas y tantas imposiciones eran una manera de vivir. Cano Gaviria durmió en burdeles y en los bajos de muchos edificios. Caminó en harapos, y en harapos, escribió en libretas alguno que otro poema y muchos cuentos.
Luego, como si hubiera salido de las páginas de Hambre (Knut Hamsun), logró alguno que otro trabajo en El Espectador y en las páginas culturales de El Siglo. Comía cuando le pagaban y escribía siempre: cuentos, ensayos, críticas. La palabra, la mágica y ruin palabra, y creer en ella como la verdad y la única tabla de salvación posible, lo impulsaban todas las mañanas. La palabra escrita era lo que había ocurrido, y era revolución, pensamiento, sentir, pasión. La palabra escrita era explicación, y era juego también, y era el significado que había detrás del significado. Cano Gaviria creía en la palabra y en el texto.
Y entre viejas palabras y nuevos textos dijo alguna noche que su sueño era conocer a Roland Barthes, como lo reseñaría Juan Felipe Robledo. En septiembre del 68 viajó a París. Cuando llegó, vio y sintió que la ciudad olía a humo, a estudiantes rebeldes, a ideas que no iban a enterrarse, a luchas que seguían y no iban a desaparecer, a grupos que estaban por construirse, a otras letras, a otras ideas, a otras músicas y otras películas. Cano Gaviria conoció a Barthes. Fue a alguna de sus clases, y de camino a casa, repitió una y tantas veces algunas de las cosas que decía su maestro. “Soy indefectiblemente yo mismo y es en esto en lo que radica mi estar loco: estoy loco puesto que consisto”, por ejemplo.
Luego, muy luego, volvería en uno de sus tantos relatos, La página 99, del libro La carne es triste, a aquellos años, y escribiría “Entonces intentas recordar el origen… Ocurrió en una fiesta, una reunión de intelectuales que querían fundar una revista hegeliana, o no sé qué cosa relacionada con la dialéctica. Fumaban marihuana y casi todos eran de izquierda y hablaban de lo que dice la página 99. Eran tus amigos. Algunos estudiaban y otros, la gran mayoría, no hacían nada”. Cano Gaviria era ellos, y era de los que estudiaban y de los que no, y de los que hablaban de la página 99 del Manifiesto, “El pasado domina el presente”, de los que fumaba lo que hubiera y de los que creía que a fuerza de pensar y de escribir iban a cambiar el mundo.
Él cambió su mundo, y tal vez, sin saberlo, un poco, el de algunos más. Para el cambio y por el cambio, peleó, luchó, escribió, habló e incluso maldijo. Alguna vez le dijo al periodista Marcos Fabián Herrera que en Colombia había “un estrato de intelectuales y escritores que viven en su faceta más descarnadamente zoológica: animales de presa, que no sólo se quedan con los mejores trozos, sino que vigilan para que la pitanza se mantenga siempre entre los mismos. En ese sentido, Colombia es un modelo; cambian los presidentes, cambian los partidos en el poder, pero la gente que controla las cosas a nivel cultural e intelectual es siempre la misma. Por otro lado, hay cada vez más escritores y menos intelectuales, aunque algunos escritores posan de intelectuales”.
Otra vez, años 90, llegó desde España, donde se afincó, a Bogotá, para hacer parte de un jurado literario de Colcultura y se encontró tan ausente, tan distante, que se encerró en su cuarto de hotel uno, dos y diez días. Bogotá, su mundo cultural, sus poses, los escritores que posaban de intelectuales y los intelectuales que posaban de absolutos, lo abrumaron. Volvió un mes más tarde para un coloquio sobre José Asunción Silva. Tres años antes, en 1992, había publicado La vida en clave de sombra de José Asunción Silva. Ya antes había escrito El pasajero Walter Benjamin y Una lección de abismo. Luego pasó por Mallarme, Apollinaire, Mutis, Gaitán Durán, Vargas Llosa, y regresó a Bogotá. Escribió de poesía, del amor y sus contrarios, de literatura. Viajó. Penó, y por momentos, fue el personaje de sus propios textos.