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Los líderes sociales parecen ser los héroes griegos que dibujan las tragedias de la contemporaneidad. Ahora ellos asumen un destino que parece irremediable dentro de un territorio que ha condenado a los nobles a morir sin tener su duelo, a terminar en los ríos o en las fosas donde el olvido se asienta y termina sembrando décadas de impunidad y penumbra.
Segundo y Maximiliano parecen ser metáforas de lo que somos los colombianos. Son huérfanos de padre, de Patria. Y, además, cargan con el flagelo de la violencia y el rencor. ¿Cuánto tiempo y qué cree que debe pasar para que dejemos de sentirnos abandonados a la suerte de esa tradición violenta e impune?
Creo que hay que empezar a contar desde el momento en el que podamos mirar a la cara nuestra propia violencia. La hemos negado: "Somos mucho más que eso", nos la pasamos diciendo como si cupiera duda, "somos ciclismo, somos paisajes, somos carnavales". La hemos contado: la hemos vuelto estadísticas escalofriantes y la hemos narrado con la esperanza de que nosotros mismos la sepamos, con la esperanza de que ponerla en escena sea señal de que está a punto de terminar. Pero tiene que pasar que aceptemos que es un fracaso humano una cultura y una sociedad que no se detiene a pensarse de nuevo ante 8 millones de víctimas, tiene que pasar que reconozcamos que hemos creado un país con zonas ciegas -no zonas grises, sino ciegas- en las que la violencia humana, el mal que es una función corporal que todos llevamos por dentro, tiene vía libre, y nos ha faltado humanidad e ingenio para montar condiciones que sirvan a cada quien para sujetarse, para no obrar el horror. Tiene que pasar que nos encaremos, nos digamos en voz alta que hay una violencia colombiana, nos recordemos que no estamos condenados por nadie allá arriba o allá abajo sino por nosotros mismos, nos neguemos a matar como cerrando un grifo, y esta cultura deje de aspirar a ser una sola que busca que impere una sola verdad a toda costa, y sea todas las culturas que es, y entienda el Estado sí quiera llegar a las regiones en los términos de cada cultura.
Un cura y un policía que se hacen cómplices de la criminalidad. Así, la justicia y la fe se caen por el propio peso de apoyar o callar la violencia en el territorio. ¿No nos hemos vuelto indiferentes y algo escépticos al ver que esas instituciones terminaron por corromperse en ese esfuerzo por cumplir sus verdaderos roles?
Hay que decir que tanto la religión como el Estado, tan cosidos la una al otro para mal y para mal, han siempre caído en la trampa de llamar a una unidad que se parece más a la que persigue una religión monoteísta que a la que reconoce una nación hecha de muchas culturas. La diferencia está en que desde la religión suele invitarse amablemente a la unidad con fecha de corte, de vencimiento: si usted no se suma en los próximos días, semanas o meses, querido ciudadano, tendremos derecho a llamarlo enemigo. Y ese también ha sido el tono y el modus operandi de nuestra política. Y eso es lo que hemos entendido que hay que hacer en todos los ámbitos: en Colombia ser es prevalecer, aniquilar. Ni los artistas han sido capaces de reconocer al talento ajeno sin sentirse derrotados. Y lo que usted dice es cierto: nos hemos vuelto no sólo indiferentes, sino sinuosos, sigilosos, porque el Estado ha sido hostil, porque el Estado no ha sido el alivio a semejante desmadre, sino un factor más de desazón, y entonces cada colombiano se ha portado como un rey con una pequeña corte en la que confía, y para bien y para mal hemos armado familias redobladas, con su propia lengua y su propia cultura, que son los únicos sitios en los que estamos a salvo.
Pa’ qué”, una frase que simboliza la resignación de las víctimas, de nosotros mismos ante un Estado que no protege la paz de su territorio. ¿Cree que reconocernos en esa resignación también nos ha llevado a ser cómplices en la medida en que aceptamos y no creemos que podemos apostarle a otro relato que no sea el de la guerra?
Sí, creo eso. Creo, por un lado, que hemos seguido viviendo porque es la vocación de cualquier vida, de cualquier persona, con la esperanza de que ser compasivos no nos detenga, pero también creo que hemos logrado pensar que todo el horror -la Violencia bipartidista, del conflicto armado interno, de la droga- sucede en esa otra Colombia que no nos representa ni adentro del país ni afuera. Es una suerte de desdoblamiento lo que hemos "logrado" y seguimos "logrando" entre comillas. Esa Colombia sucede fuera, lejos y en otro tiempo que no es este. Simplemente, no estamos en guerra, sino que hay una guerra por allá atrás, por allá lejos, mientras la vida sigue. Quiero decir que quizás sea todo lo contrario: si asumiéramos el relato de la guerra,lo siguiente sería la pregunta de cómo pararla, pero creemos que es un mal como el que se vive en los barrios peligrosos de las ciudades grandes. Estamos en guerra. Hoy podríamos conformarnos que el acuerdo con las Farc, que seguiré defendiendo, pero hay que seguirse poniendo las gafas: ahí enfrente siguen los pueblos sitiados y los niños reclutados, y es el problema más grave que se puede tener si se quiere tener un país.
Belén de Chamí y su ausencia en el mapa geográfico. ¿Puede ser una idea que suscita la reflexión de ese abandono y olvido estatal a los pueblos más marginados por la guerra? ¿Cómo cambiar un problema tan estructural como el que muestra un Estado que no vela por la totalidad de su soberanía?
Creo que hemos dado un margen de espera más que suficiente: se ha dicho que tenemos un Estado corto, fragmentado, discrecional, que no ha podido llegar a todo el mapa de Colombia, que no ha sido capaz, por cuestiones de país chico y subdesarrollado, a todos los lugares de este lugar que por su geografía y su conformación más bien ha parecido un archipiélago, pero doscientos años después puede decirse, sin temor a ser injustos, que no es que el Estado no haya podido, sino que no ha tenido la voluntad. Belen del Chamí aparece en el mapa cuando se da una noticia trágica, cuando sucede una escena del horror colombiano. Si no, ni siquiera sería pronunciado. Y es que el Estado no puede y el Estado no quiere nombrarlo porque lo tiene entregado en concesión. Es un Estado que se encoge de hombros porque tiene cosas urgentes por resolver y teme a meterse en su propio país. ¿Cómo cambiar eso? Es una cuestión de pura voluntad que no se da, que excusamos nosotros mismos a fuerza de entender, cuando no toca, lo difícil que es gobernar. El acuerdo de paz comprende ese círculo vicioso, que ha llevado al Estado a ser el agente más perdonado, más indultado de nuestra Violencia, y busca romperlo: que el Estado llegue en los términos de cada región. Pero para ello se necesita un Gobierno que lo entienda.
Hipólita se resigna a la muerte; uno de los hijos jura vengar en un momento de la novela la muerte de su padre. Ambas nos llevan a ese eterno retorno a la muerte, a un punto en el que parece que nosotros los colombianos no vemos otra alternativa más que esa, ya sea por odio o por dolor... ¿por qué nos cuesta salirnos de ese círculo? ¿Por qué, a comparación de otros países en guerra, nos ha costado tanto entender que “la vida es sagrada”?
Creo que en la tras escena nuestra siempre se encuentra la resignación a una vida en la Tierra como un infierno que sólo se resuelve en la muerte. Creo que los Gobiernos no han cumplido sus promesas porque no hemos sido educados, sino evangelizados, y entonces a la gran mayoría les sigue aliviando la promesa del cielo después de todo esto. Creo que no hemos sido capaces de montar las condiciones culturales suficientes -algo que crear, algo que perder, algo que amar, algo que construir, algo que admirar, algo que aportar a los demás- para que cada quien sea capaz de sujetar su propia violencia. Creo que hemos asumido lo invisible, desde los espectros hasta Dios, como un hecho, pero hemos tenido el descaro de negarlo, como mitómanos y megalómanos que no llegan jamás a la mayoría de edad, cuando nos conviene: de alguna manera todo ese Estado invisible, de ciudadanos muertos en compañía de Dios, perdona nuestra violencia porque es violencia contra gente que se la merece.
Relacionada con la pregunta anterior...¿nos ha costado alejarnos de ese escenario de muerte por tantas almas en pena? ¿Ese espectro de Salomón Palacios no sugiere entonces que la muerte a diestra y siniestra, que los cuerpos que deambulan buscando su duelo también perpetúan esa desesperanza de los colombianos por la paz y la confianza en el otro?
Es que Colombia está llena de almas en pena, sí, de muertos que no han sido encontrados o cuando fueron encontrados no pudieron tener un funeral de puertas para afuera. No hay que ser psicólogo para concluir que hemos tenido más coraje del que suele tenerse en la vida, y nos hemos enseñado a vivir en un país en el que a uno lo pueden matar y a seguir adelante, pero nos han hecho falta el duelo, la terapia, el reconocimiento en voz alta de que esto no puede ser así, pero así es. Esos muertos ni siquiera perpetúan la desesperanza porque son ignorados y porque hemos asumido que hay que seguir, que así es este Lejano Oeste, que así es este mundo, incluso, un valle de la muerte antes de una vida mejor. Tenemos una esperanza falsa, como un falso optimismo -un optimismo a corto plazo-, porque no lo hacemos sobre la base del reconocimiento de la pesadilla. Creo que la esperanza lo será cuando sepamos que esos muertos andan por ahí. Y recobraremos la confianza el uno en el otro cuando todos reconozcamos que todos los asesinatos son por la espalda, que nadie se gana su asesinato.
No quiero pasar por alto ese posible presagio que tiene La creciente en la novela a la hora de anunciar una tragedia o un momento de angustia. Sobre el final la canción parece adquirir más sentido en la narrativa, pero ¿por qué ese referente de la cultura popular?
Es una de las canciones que más me ha gustado a mí en mi vida: una canción de amor en un mundo nublado y una canción que empieza como un presagio ominoso y se va volviendo una esperanza. Y Río Muerto es también una historia de amor asediado por las circunstancias, por las geografías, por los estados del tiempo, y también un cielo tapado que se va abriendo poco a poco. Se me ocurrió desde el principio que estuviera sonando la canción en el camioncito en el que venía el mudo Palacios por lo que le digo: la canción me gusta mucho y, como la novela, describe e iguala el amor con el paisaje. Pero en la relectura, en la corrección de Río Muerto, me pareció que era parte del esqueleto de la historia, que subrayaba y agrandaba una historia de amor más allá de la muerte.