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Y mientras el tren que transportaba el ataúd con el cuerpo de Robert Francis Kennedy iba desde Nueva York a Washington y la gente de todos los colores y de todas las edades se agolpaba a lado y lado de la carrilera, una testigo hablaba en Los Ángeles de que pocos minutos después de la balacera en la cocina del hotel Ambassador, una muchacha joven, muy blanca y de pelo negro, vestida con un traje negro de lunares blancos, pasó a su lado y dijo “Ya lo matamos, matamos al senador Kennedy”. La testigo dijo que se llamaba Sandra Serrano. El 6 de junio de 1968 habló con varios periodistas y salió en los noticieros de televisión dando su versión de los hechos. Luego, según fueron transcurriendo los años, volvió a decir que había visto a la mujer del vestido de lunares, pero que nunca le pusieron atención. Es más, dijo que ni siquiera la habían llamado como testigo en el juicio a Sirhan Bishara Sirhan, el hombre al que la justicia condenó, primero a la cámara de gas y luego a cadena perpetua, por al asesinato de Kennedy.
En aquel fúnebre tren, despedido, acompañado y recibido en Washington por decenas de millares de seguidores de Kennedy que no salían de su dolor y miraban en silencio, iban su esposa, Ethel, y sus 10 hijos, algunos de sus asesores y Frank Shrader, el hombre a quien le agradeció el triunfo en las elecciones primarias de California, precisamente el 5 de junio, y a quien le estrechó la mano ante sus partidarios, que no dejaban de corear su nombre y de levantar sus pancartas con la bandera de Estados Unidos y un letrero que decía “Bobby, for president”. Shrader fue herido en el tiroteo minutos más tarde y perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, la historia estaba escrita, y su amigo Robert Kennedy, muerto. Luego de la conmoción, del sufrimiento, de terminar de comprender que había perdido a ‘su hermano’ y al único hombre que podía salvar a los estados Unidos de la situación que atravesaba, decidió que investigaría el crimen para hacerle justicia.
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Revolvió documentos, presentó demandas para poder ver las pruebas que había recolectado la Policía de Los Ángeles, entrevistó a decenas de personas que estuvieron aquella noche en el Ambassador, revivió como pudo cada una de las escenas que había vivido con Robert Kennedy, se contactó una y mil veces con la familia, amplió las fotos de la escena del crimen, coleccionó los diarios de la época y concluyó que las autoridades habían hecho desaparecer varias pruebas, que otras las habían falsificado y que alguien, o muchos álguienes, estaban profundamente interesados en declarar a Shiran como el único responsable del asesinato, como ocurrió. La historia se repetía, con algunas diferencias. Estados Unidos regresaba a noviembre del 63, cuando un supuesto francotirador llamado Harvey Lee Oswald le disparó al entonces presidente John Fitzgerald Kennedy, quien murió pocas horas después en el Memorial Hospital de Dallas, y revivía el asesinato de Martin Luther King en Memphis, Tennessee, apenas dos meses antes.
La gente hablaba de conspiración, y había pruebas para creerle, pero más allá de ello, Estados Unidos era un país en blanco y negro, con gente que vivía en blanco y negro, y con un odio profundo entre blancos y negros. Vietnam dejaba un reguero de muertos todos los días. Y el racismo, y la opresión, y la represión. El presidente Lyndon B. Johnson era el blanco de las críticas, porque apoyaba la guerra, porque era traicionero, porque sólo le interesaba el poder. Robert Kennedy se le había opuesto desde los tiempos del asesinato de su hermano. Cada vez que lo veía, parecía decir que Johnson sabía algo que no iba a decir jamás. Luego, cuando decidió renunciar a la fiscalía en a que había trabajo durante la presidencia de su hermano, se lanzó a la política. “Es imposible no estar disgustado”, decía y solía decir, y con sus palabras atacaba a Johnson y al sistema burocrático norteamericano, y a los empresarios, a los oligarcas, a los que habían manejado el poder desde siempre para su propio beneficio. Fue elegido senador por el distrito de Nueva York.
Viajó, recorrió las penurias del país en los montes Apalaches, en Watts, California, en los territorios del sur. Se unió al manifestante mexicano César Chávez para pelear contra los empresarios de la uva, que explotaban y humillaban a sus trabajadores. Caminó de la mano con Dolores Huerta por esos sembrados y habló con los niños de mirada hambrienta, con los jóvenes sin futuro, con los padres, angustiados por la miseria. Se declaró enemigo de la guerra contra Vietnam, y enemigo de todos aquellos que no vieran a los humanos, como humanos. A comienzos del 68, el rumor de que se iba a lanzar como candidato demócrata a la presidencia recorría el país, de extremo a extremo. Él lo negaba. Pero los atropellos continuaban. La policía apaleaba a quienes protestaban contra lo que fuera. Los negros se rebelaron. Pelearon y fueron más allá, con los Black Panthers. Chávez se declaró en huelga de hambre y dijo que sólo comería de nuevo si Kennedy iba y compartía un pan con él.
Kennedy fue. Comió con él y con los trabajadores. Habló de nuevo sobre la necesidad de luchar por su causa, ganara o perdiera, en contraposición a lo que le había inculcado su padre, el patriarca Joseph Kennedy, para quien había que elegir únicamente las batallas que se podían ganar. Su causa era la causa de las minorías, la causa de los desfavorecidos. Se sentía culpable por ellos. Su pasado como asesor unos meses del MacCarthy que perseguía a los comunistas, a los gais, a los distintos, lo atormentaba. Su trabajo como fiscal de los Estados Unidos, cuando dio la orden de interceptar los teléfonos de Martin Luther King, entre otras, lo perseguía. En el avión que o levó de Delano a su casa, le comentó a Shrader que se iba a lanzar en la búsqueda de la presidencia. Más tarde, lo informó en una rueda de prensa. Johnson explotó. Juró que lo vencería y que lo aniquilaría en las elecciones. Sin embargo, una mañana de marzo anunció que se retiraba de la contienda, sin dar explicaciones.
El camino estaba libre. El único rival era Eugene McCarthy. Kennedy obtuvo mayorías en varios estados, hasta que a comienzos de junio llegó a Los Ángeles, y oyó que había obtenido una mayoría absoluta en California. Subió a un improvisado estrado a agradecer, ante el bullicio de sus electores. Dijo que le agradecía a su perro, Freckles, porque había sido difamado días atrás, y citó a Roosevelt: “Porque no me importa que hablen mal de mí, pero si se meten con mi perro…”. Luego les dio la mano a su esposa y a Shrader, y señaló a Dolores Huerta y pidió un aplauso para aquellos que habían trabajado en su campaña. Entonces alguien lo tomó de un brazo para llevarlo por la puerta de atrás. Dolores Huerta diría que le había llamado la atención que no hubiera nadie de seguridad por ahí. Kennedy bajó unas escaleras y entró por una puerta a la cocina del hotel Ambassador. Saludó de mano a las cocineras, a los ayudantes de cámara, y siguió su camino hasta donde estaba un hombre llamado Juan Romero.
Y sonaron varios tiros. Nueve, dirían algunos con el tiempo. Sólo ocho, según los investigadores oficiales. Kennedy cayó boca arriba. Juan Romero, el último hombre a quien saludó, trató de levantarlo, pero en menos de un segundo se dio cuenta de que no podría. Se agachó. Puso su mano por detrás de la nuca del candidato. La sangre brotaba, caliente, espesa. Romero le preguntó mil cosas. Acercó el oído, casi hasta tocar la boca del hombre que agonizaba. Kennedy le preguntó si todos estaban bien. Fueron sus últimas palabras, o eso fue lo que dijo Romero, un latino como tantos que veía en el senador la única posibilidad de salir de su mísera vida. Antes de que Robert Kennedy cerrara los ojos, Romero recordó que llevaba un rosario en el bolsillo del pantalón. Lo sacó, se lo puso entre las manos, tal vez para que resucitara, tal vez para que tuviera una vida eterna en el más allá. Kennedy cayó en la inconsciencia. Romero se apartó para que alguien más lo auxiliara. Entre el tumulto, apareció Sirhan con una pistola entre los dedos, pero luego, y más luego, y con los años, diría que no recordaba nada, que sólo sabía que minutos antes del crimen había ido por un café, y que lamentaba la muerte de Robert Kennedy, el dolor de su familia y de sus millones de adeptos.
Entre los gritos, la sangre, las lágrimas y la histeria, un hombre llamado Boris Yaro empezó a hacer fotos. Trabajaba para Los Ángeles Times y había ido al Ambassador muy a pesar de que no estaba de turno, pues lo llamaron para que hiciera unas imágenes de la celebración del triunfo. Fue. Persiguió al senador. Lo siguió cuando bajó de la tarima y entró a la cocina. De pronto todo explotó. Por un instante, lo perdió de vista Y cuando lo vio en el piso, obturó su Nikon. Una señora le dijo que no, que no tomara fotos. Alguien más lo empujó, e incluso, lo confundió con uno de los tiradores. Él respondió que esa foto sería parte de la historia.
Horas más tarde, mientras revelaba su trabajo, vio la historia y supo por la radio que Robert F. Kennedy había fallecido a la 1:44 a.m. de ese 6 de junio de 1968. Dijo que lloró y que él había creído que Kennedy iba a ser el siguiente presidente de los Estados Unidos. Lloró por la muerte, por el hombre que había muerto, por el estado del país, porque aquel que quisiera hacer algo por las minorías acababa asesinado. Lloró porque sabía que sin Kennedy, todo iba a seguir igual.