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                                                                                                                                Robert Kennedy: Morir por una causa

                                                                                                                                El 6 de junio, 50 años atrás, falleció Robert Francis Kennedy en Los Ángeles, víctima de un atentado, al parecer, perpetrado por un muchacho de 24 años llamado Sirhan Bishara Sirhan.

                                                                                                                                FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

                                                                                                                                Robert Francis Kennedy y los Estados Unidos de los 60: un polvorín. / Ilustración por Tania Bernal
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Podría interesarle: Liderazgos políticos democráticos (IV): John F. Kennedy (1917 ‑ 1963)

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                                                                                                                                Viajó, recorrió las penurias del país en los montes Apalaches, en Watts, California, en los territorios del sur. Se unió al manifestante mexicano César Chávez para pelear contra los empresarios de la uva, que explotaban y humillaban a sus trabajadores. Caminó de la mano con Dolores Huerta por esos sembrados y habló con los niños de mirada hambrienta, con los jóvenes sin futuro, con los padres, angustiados por la miseria. Se declaró enemigo de la guerra contra Vietnam, y enemigo de todos aquellos que no vieran a los humanos, como humanos. A comienzos del 68, el rumor de que se iba a lanzar como candidato demócrata a la presidencia recorría el país, de extremo a extremo. Él lo negaba. Pero los atropellos continuaban. La policía apaleaba a quienes protestaban contra lo que fuera. Los negros se rebelaron. Pelearon y fueron más allá, con los Black Panthers. Chávez se declaró en huelga de hambre y dijo que sólo comería de nuevo si Kennedy iba y compartía un pan con él.

                                                                                                                                Kennedy fue. Comió con él y con los trabajadores. Habló de nuevo sobre la necesidad de luchar por su causa, ganara o perdiera, en contraposición a lo que le había inculcado su padre, el patriarca Joseph Kennedy, para quien había que elegir únicamente las batallas que se podían ganar. Su causa era la causa de las minorías, la causa de los desfavorecidos. Se sentía culpable por ellos. Su pasado como asesor unos meses del MacCarthy que perseguía a los comunistas, a los gais, a los distintos, lo atormentaba. Su trabajo como fiscal de los Estados Unidos, cuando dio la orden de interceptar los teléfonos de Martin Luther King, entre otras, lo perseguía. En el avión que o levó de Delano a su casa, le comentó a Shrader que se iba a lanzar en la búsqueda de la presidencia. Más tarde, lo informó en una rueda de prensa. Johnson explotó. Juró que lo vencería y que lo aniquilaría en las elecciones. Sin embargo, una mañana de marzo anunció que se retiraba de la contienda, sin dar explicaciones. 

                                                                                                                                El camino estaba libre. El único rival era Eugene McCarthy. Kennedy obtuvo mayorías en varios estados, hasta que a comienzos de junio llegó a Los Ángeles, y oyó que había obtenido una mayoría absoluta en California. Subió a un improvisado estrado a agradecer, ante el bullicio de sus electores. Dijo que le agradecía a su perro, Freckles, porque había sido difamado días atrás, y citó a Roosevelt: “Porque no me importa que hablen mal de mí, pero si se meten con mi perro…”. Luego les dio la mano a su esposa y a Shrader, y señaló a Dolores Huerta y pidió un aplauso para aquellos que habían trabajado en su campaña. Entonces alguien lo tomó de un brazo para llevarlo por la puerta de atrás. Dolores Huerta diría que le había llamado la atención que no hubiera nadie de seguridad por ahí. Kennedy bajó unas escaleras y entró por una puerta a la cocina del hotel Ambassador. Saludó de mano a las cocineras, a los ayudantes de cámara, y siguió su camino hasta donde estaba un hombre llamado Juan Romero. 

                                                                                                                                Y sonaron varios tiros. Nueve, dirían algunos con el tiempo. Sólo ocho, según los investigadores oficiales. Kennedy cayó boca arriba. Juan Romero, el último hombre a quien saludó, trató de levantarlo, pero en menos de un segundo se dio cuenta de que no podría. Se agachó. Puso su mano por detrás de la nuca del candidato. La sangre brotaba, caliente, espesa. Romero le preguntó mil cosas. Acercó el oído, casi hasta tocar la boca del hombre que agonizaba. Kennedy le preguntó si todos estaban bien. Fueron sus últimas palabras, o eso fue lo que dijo Romero, un latino como tantos que veía en el senador la única posibilidad de salir de su mísera vida. Antes de que Robert Kennedy cerrara los ojos, Romero recordó que llevaba un rosario en el bolsillo del pantalón. Lo sacó, se lo puso entre las manos, tal vez para que resucitara, tal vez para que tuviera una vida eterna en el más allá. Kennedy cayó en la inconsciencia. Romero se apartó para que alguien más lo auxiliara. Entre el tumulto, apareció Sirhan con una pistola entre los dedos, pero luego, y más luego, y con los años, diría que no recordaba nada, que sólo sabía que minutos antes del crimen había ido por un café, y que lamentaba la muerte de Robert Kennedy, el dolor de su familia y de sus millones de adeptos. 

                                                                                                                                No ad for you

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                                                                                                                                Horas más tarde, mientras revelaba su trabajo, vio la historia y supo por la radio que Robert F. Kennedy había fallecido a la 1:44 a.m. de ese 6 de junio de 1968. Dijo que lloró y que él había creído que Kennedy iba a ser el siguiente presidente de los Estados Unidos. Lloró por la muerte, por el hombre que había muerto, por el estado del país, porque aquel que quisiera hacer algo por las minorías acababa asesinado. Lloró porque sabía que sin Kennedy, todo iba a seguir igual.

                                                                                                                                Robert Francis Kennedy y los Estados Unidos de los 60: un polvorín. / Ilustración por Tania Bernal
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Podría interesarle: Liderazgos políticos democráticos (IV): John F. Kennedy (1917 ‑ 1963)

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Viajó, recorrió las penurias del país en los montes Apalaches, en Watts, California, en los territorios del sur. Se unió al manifestante mexicano César Chávez para pelear contra los empresarios de la uva, que explotaban y humillaban a sus trabajadores. Caminó de la mano con Dolores Huerta por esos sembrados y habló con los niños de mirada hambrienta, con los jóvenes sin futuro, con los padres, angustiados por la miseria. Se declaró enemigo de la guerra contra Vietnam, y enemigo de todos aquellos que no vieran a los humanos, como humanos. A comienzos del 68, el rumor de que se iba a lanzar como candidato demócrata a la presidencia recorría el país, de extremo a extremo. Él lo negaba. Pero los atropellos continuaban. La policía apaleaba a quienes protestaban contra lo que fuera. Los negros se rebelaron. Pelearon y fueron más allá, con los Black Panthers. Chávez se declaró en huelga de hambre y dijo que sólo comería de nuevo si Kennedy iba y compartía un pan con él.

                                                                                                                                Kennedy fue. Comió con él y con los trabajadores. Habló de nuevo sobre la necesidad de luchar por su causa, ganara o perdiera, en contraposición a lo que le había inculcado su padre, el patriarca Joseph Kennedy, para quien había que elegir únicamente las batallas que se podían ganar. Su causa era la causa de las minorías, la causa de los desfavorecidos. Se sentía culpable por ellos. Su pasado como asesor unos meses del MacCarthy que perseguía a los comunistas, a los gais, a los distintos, lo atormentaba. Su trabajo como fiscal de los Estados Unidos, cuando dio la orden de interceptar los teléfonos de Martin Luther King, entre otras, lo perseguía. En el avión que o levó de Delano a su casa, le comentó a Shrader que se iba a lanzar en la búsqueda de la presidencia. Más tarde, lo informó en una rueda de prensa. Johnson explotó. Juró que lo vencería y que lo aniquilaría en las elecciones. Sin embargo, una mañana de marzo anunció que se retiraba de la contienda, sin dar explicaciones. 

                                                                                                                                El camino estaba libre. El único rival era Eugene McCarthy. Kennedy obtuvo mayorías en varios estados, hasta que a comienzos de junio llegó a Los Ángeles, y oyó que había obtenido una mayoría absoluta en California. Subió a un improvisado estrado a agradecer, ante el bullicio de sus electores. Dijo que le agradecía a su perro, Freckles, porque había sido difamado días atrás, y citó a Roosevelt: “Porque no me importa que hablen mal de mí, pero si se meten con mi perro…”. Luego les dio la mano a su esposa y a Shrader, y señaló a Dolores Huerta y pidió un aplauso para aquellos que habían trabajado en su campaña. Entonces alguien lo tomó de un brazo para llevarlo por la puerta de atrás. Dolores Huerta diría que le había llamado la atención que no hubiera nadie de seguridad por ahí. Kennedy bajó unas escaleras y entró por una puerta a la cocina del hotel Ambassador. Saludó de mano a las cocineras, a los ayudantes de cámara, y siguió su camino hasta donde estaba un hombre llamado Juan Romero. 

                                                                                                                                Y sonaron varios tiros. Nueve, dirían algunos con el tiempo. Sólo ocho, según los investigadores oficiales. Kennedy cayó boca arriba. Juan Romero, el último hombre a quien saludó, trató de levantarlo, pero en menos de un segundo se dio cuenta de que no podría. Se agachó. Puso su mano por detrás de la nuca del candidato. La sangre brotaba, caliente, espesa. Romero le preguntó mil cosas. Acercó el oído, casi hasta tocar la boca del hombre que agonizaba. Kennedy le preguntó si todos estaban bien. Fueron sus últimas palabras, o eso fue lo que dijo Romero, un latino como tantos que veía en el senador la única posibilidad de salir de su mísera vida. Antes de que Robert Kennedy cerrara los ojos, Romero recordó que llevaba un rosario en el bolsillo del pantalón. Lo sacó, se lo puso entre las manos, tal vez para que resucitara, tal vez para que tuviera una vida eterna en el más allá. Kennedy cayó en la inconsciencia. Romero se apartó para que alguien más lo auxiliara. Entre el tumulto, apareció Sirhan con una pistola entre los dedos, pero luego, y más luego, y con los años, diría que no recordaba nada, que sólo sabía que minutos antes del crimen había ido por un café, y que lamentaba la muerte de Robert Kennedy, el dolor de su familia y de sus millones de adeptos. 

                                                                                                                                No ad for you

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                                                                                                                                Ver todas las noticias
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