Roberto Arlt, o escribir sin gramática ni ortografía (I)
Según algunos estudiosos de la literatura latinoamericana del Siglo XX, Roberto Arlt fue fundamental para romper con el clasicismo europeo que predominaba entre los escritores argentinos, pero a él poco le importaban los encasillamientos. Como dijo Juan Carlos Onetti, “Arlt era un artista y nada había para él más importante que su obra. Como debe ser”.
Fernando Araújo Vélez
Roberto Arlt, la mandíbula fuerte, cuadrada, un mechón de pelo sobre la frente, las cejas espesas y su arrastrar las eses de la mitad de las palabras para hacerlas notar. Roberto Arlt, y la premisa de que lo que importaba era su obra, sus textos, y por ellos, irse a las fábricas y a los barrios populares en busca de historias y de gente para escribirlas y publicarlas en su columna de Aguafuertes porteñas, del diario El Mundo. Roberto Arlt y Buenos Aires, tener que vestirse a la usanza de sus tiempos, años 20 y 30, casi que a regañadientes, convencido de que el paño y la camisa y la corbata eran simples atuendos para cubrir su casi infinita piel. Roberto Arlt y sus libros, sus títulos, “Los siete locos, “El juguete rabioso”, “Los lanzallamas”, y sus personajes, y los cuentos del día a día, y sus crónicas, que parecían cuentos y que atravesaban los géneros que alguno que otro académico quería fundar y trazar.
Arlt, un tango. Angustia, búsqueda, dolor, herida, resurrección. Roberto Arlt, definido por Juan Carlos Onetti: “Arlt era un artista (me escucha y se burla) y nada había para él más importante que su obra. Como debe ser”. Arlt, uno de esos escritores en mayúsculas que no sabían escribir, y que necesitaba que alguien le corrigiera la ortografía y la gramática, porque a él esos asuntos de la imposición, de los manuales, del orden y las reglas dictadas por una institución y por señores atildados y de tildes, poco le importaban. Es más, les declaraba la guerra cada vez que podía, y lo hizo desde su obra, para retomar a Onetti, desde sus Siete locos, por ejemplo, y desde El juguete rabioso y aquella banda de amigos de adolescencia que se juntaban, se juntaron para armar una cuadrilla de delincuentes y robar a los que tenían en exceso y salir así de la extrema pobreza.
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Roberto Godofredo Christophersen Arlt, nacido según diversas fuentes en el barrio de Flores, Buenos Aires, el 2 de abril de 1900, de padre austríaco y madre italiana. Vida de lodo, rebusques, hambre y una infancia con los pies casi descalzos, por lo menos durante los veranos, y un permanente vagar por calles y potreros, siempre en busca de un milagro. “Un compadrito porteño”, como lo define Onetti, “definición que no puede ser traducida, que llevaría horas para ser explicada y tal vez sin acierto posible”. Roberto Arlt, una infinita mezcla de la autoridad y la disciplina que pretende inculcarle su padre, Karl Arlt, quien le anunciaba por cualquier travesura que al día siguiente, a las seis en punto, le iba a propinar una paliza, y de la invención que aprende de su madre, Ekatherine Lostraibitzer. Aprendiz de hojalatero, pintor de casas y muros, ayudante en una librería, peón en una fábrica de ladrillos, estudiante siempre en rojo de la Escuela de Mecánica de la Armada, y más que nada, inventor de historias y artefactos y de historias.
Arlt, un homenaje a la calle, a la vida de los transeúntes, a las dificultades del día a día, al tener que sobrevivir y a la fuerza de la supervivencia. El pulso de su tiempo, la observación del detalle que los demás ignoran, la obstinación de creer que una palabra, una frase, pueden marcar diferencias. Arlt, una constante búsqueda, un pensar y contar su vida a través de otros personajes, pues en últimas, todos los textos son una especie de autobiografía. Arlt es un poco El astrólogo, y su contrario, Erdosaín, y otro poco Barsut, y es cada uno de los Siete locos, y es el muchacho que quiere fabricar aviones, y el empleado que está a manos de 24 horas de casarse y rememora cuándo comenzó su noviazgo, si fue que realmente comenzó en algún momento, o si fue un malentendido general, una suposición suya, de su prometida, de la familia de su prometida, de la sociedad.
Arlt sintiendo cómo pasan los minutos en su reloj de pulsera, vestido de smoking, fumando en el banco de un parque, preguntándose una y otra y otra vez si se va a casar al día siguiente o no, si va a dejar a su supuesta novia vestida de blanco, y Arlt esperando una respuesta de la nada, algo de magia, una señal del destino que le ahorren el tener que tomar una decisión, y Arlt, confesándose por medio de uno de sus personajes, “No me importa no tener traje, ni plata, ni nada; y casi con vergüenza me confesé: ‘Lo que yo quiero es ser admirado de los demás, elogiado de los demás. ¡Qué me importa ser un perdulario! Eso no me importa… Pero esta vida mediocre… Ser olvidado cuando muera, esto sí que es horrible. ¡Ah, si mis inventos dieran resultado! Sin embargo, algún día me moriré, y los trenes seguirán caminando, y la gente irá al teatro como siempre, y yo estaré muerto, bien muerto… muerto para toda la vida’”.
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Roberto Arlt, sentado en su oficina de El Mundo, mirando fijamente una rosa cuyo florero es un vaso, demudado por la belleza de la naturaleza, pero al mismo tiempo, al borde de las lágrimas por lo efímera de la vida. Arlt caminando entre la gente del centro de Buenos Aires, con aire de saber todo y de no comprender absolutamente nada, a punto de entrar a un café en la calle de Río de Janeiro con Rivadavia, como lo recuerda Onetti, jugando a la gimnasia y a la salud: “Acaso fuera aquel el mismo cafetín donde la mujer de Erdosain espiara el perfil inmóvil y melancólico de su marido, a través de los vidrios mugrientos, hundido entre el humo del tabaco y la máquina de café”. Roberto Arlt allí, hablando de literatura, y por lo tanto, de la vida y de la muerte y del futuro y del pasado, sin lograr concebir cómo en los años 30 los escritores argentinos seguían con los mismos temas y giros de comienzos de siglo.
Arlt, retratado, salvado y de alguna manera, condenado por Onetti: “No atacaba a nadie por envidia, estaba seguro de ser superior y distinto. Evocándolo puedo imaginar su risa frente al pasajero truco del ‘boom’, frente a los que siguen pagando, con esfuerzo visible, el viaje inútil y grotesco hacia un todo que siempre termina en nada. Arlt, que sólo era genial cuando contaba de personas, situaciones y de la conciencia del paraíso inalcanzable”. Roberto Arlt, un poco analfabeta, y un mucho, sabio. Lector de libros piratas que encontraba en la basura, de ideas, de personajes, de situaciones, y de la vida de la gente que se cruzaba, y de aquella que llegaba todos los días a preguntar por él para relatarle sus heridas, su ausencia, el dolor de haberse perdido o la lejana alegría de un sueño que jamás se concretó. Arlt escuchando, escuchando, escuchando, siempre escuchando e imaginando palabras para contar lo que escucha.
Roberto Arlt, la mandíbula fuerte, cuadrada, un mechón de pelo sobre la frente, las cejas espesas y su arrastrar las eses de la mitad de las palabras para hacerlas notar. Roberto Arlt, y la premisa de que lo que importaba era su obra, sus textos, y por ellos, irse a las fábricas y a los barrios populares en busca de historias y de gente para escribirlas y publicarlas en su columna de Aguafuertes porteñas, del diario El Mundo. Roberto Arlt y Buenos Aires, tener que vestirse a la usanza de sus tiempos, años 20 y 30, casi que a regañadientes, convencido de que el paño y la camisa y la corbata eran simples atuendos para cubrir su casi infinita piel. Roberto Arlt y sus libros, sus títulos, “Los siete locos, “El juguete rabioso”, “Los lanzallamas”, y sus personajes, y los cuentos del día a día, y sus crónicas, que parecían cuentos y que atravesaban los géneros que alguno que otro académico quería fundar y trazar.
Arlt, un tango. Angustia, búsqueda, dolor, herida, resurrección. Roberto Arlt, definido por Juan Carlos Onetti: “Arlt era un artista (me escucha y se burla) y nada había para él más importante que su obra. Como debe ser”. Arlt, uno de esos escritores en mayúsculas que no sabían escribir, y que necesitaba que alguien le corrigiera la ortografía y la gramática, porque a él esos asuntos de la imposición, de los manuales, del orden y las reglas dictadas por una institución y por señores atildados y de tildes, poco le importaban. Es más, les declaraba la guerra cada vez que podía, y lo hizo desde su obra, para retomar a Onetti, desde sus Siete locos, por ejemplo, y desde El juguete rabioso y aquella banda de amigos de adolescencia que se juntaban, se juntaron para armar una cuadrilla de delincuentes y robar a los que tenían en exceso y salir así de la extrema pobreza.
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Roberto Godofredo Christophersen Arlt, nacido según diversas fuentes en el barrio de Flores, Buenos Aires, el 2 de abril de 1900, de padre austríaco y madre italiana. Vida de lodo, rebusques, hambre y una infancia con los pies casi descalzos, por lo menos durante los veranos, y un permanente vagar por calles y potreros, siempre en busca de un milagro. “Un compadrito porteño”, como lo define Onetti, “definición que no puede ser traducida, que llevaría horas para ser explicada y tal vez sin acierto posible”. Roberto Arlt, una infinita mezcla de la autoridad y la disciplina que pretende inculcarle su padre, Karl Arlt, quien le anunciaba por cualquier travesura que al día siguiente, a las seis en punto, le iba a propinar una paliza, y de la invención que aprende de su madre, Ekatherine Lostraibitzer. Aprendiz de hojalatero, pintor de casas y muros, ayudante en una librería, peón en una fábrica de ladrillos, estudiante siempre en rojo de la Escuela de Mecánica de la Armada, y más que nada, inventor de historias y artefactos y de historias.
Arlt, un homenaje a la calle, a la vida de los transeúntes, a las dificultades del día a día, al tener que sobrevivir y a la fuerza de la supervivencia. El pulso de su tiempo, la observación del detalle que los demás ignoran, la obstinación de creer que una palabra, una frase, pueden marcar diferencias. Arlt, una constante búsqueda, un pensar y contar su vida a través de otros personajes, pues en últimas, todos los textos son una especie de autobiografía. Arlt es un poco El astrólogo, y su contrario, Erdosaín, y otro poco Barsut, y es cada uno de los Siete locos, y es el muchacho que quiere fabricar aviones, y el empleado que está a manos de 24 horas de casarse y rememora cuándo comenzó su noviazgo, si fue que realmente comenzó en algún momento, o si fue un malentendido general, una suposición suya, de su prometida, de la familia de su prometida, de la sociedad.
Arlt sintiendo cómo pasan los minutos en su reloj de pulsera, vestido de smoking, fumando en el banco de un parque, preguntándose una y otra y otra vez si se va a casar al día siguiente o no, si va a dejar a su supuesta novia vestida de blanco, y Arlt esperando una respuesta de la nada, algo de magia, una señal del destino que le ahorren el tener que tomar una decisión, y Arlt, confesándose por medio de uno de sus personajes, “No me importa no tener traje, ni plata, ni nada; y casi con vergüenza me confesé: ‘Lo que yo quiero es ser admirado de los demás, elogiado de los demás. ¡Qué me importa ser un perdulario! Eso no me importa… Pero esta vida mediocre… Ser olvidado cuando muera, esto sí que es horrible. ¡Ah, si mis inventos dieran resultado! Sin embargo, algún día me moriré, y los trenes seguirán caminando, y la gente irá al teatro como siempre, y yo estaré muerto, bien muerto… muerto para toda la vida’”.
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Roberto Arlt, sentado en su oficina de El Mundo, mirando fijamente una rosa cuyo florero es un vaso, demudado por la belleza de la naturaleza, pero al mismo tiempo, al borde de las lágrimas por lo efímera de la vida. Arlt caminando entre la gente del centro de Buenos Aires, con aire de saber todo y de no comprender absolutamente nada, a punto de entrar a un café en la calle de Río de Janeiro con Rivadavia, como lo recuerda Onetti, jugando a la gimnasia y a la salud: “Acaso fuera aquel el mismo cafetín donde la mujer de Erdosain espiara el perfil inmóvil y melancólico de su marido, a través de los vidrios mugrientos, hundido entre el humo del tabaco y la máquina de café”. Roberto Arlt allí, hablando de literatura, y por lo tanto, de la vida y de la muerte y del futuro y del pasado, sin lograr concebir cómo en los años 30 los escritores argentinos seguían con los mismos temas y giros de comienzos de siglo.
Arlt, retratado, salvado y de alguna manera, condenado por Onetti: “No atacaba a nadie por envidia, estaba seguro de ser superior y distinto. Evocándolo puedo imaginar su risa frente al pasajero truco del ‘boom’, frente a los que siguen pagando, con esfuerzo visible, el viaje inútil y grotesco hacia un todo que siempre termina en nada. Arlt, que sólo era genial cuando contaba de personas, situaciones y de la conciencia del paraíso inalcanzable”. Roberto Arlt, un poco analfabeta, y un mucho, sabio. Lector de libros piratas que encontraba en la basura, de ideas, de personajes, de situaciones, y de la vida de la gente que se cruzaba, y de aquella que llegaba todos los días a preguntar por él para relatarle sus heridas, su ausencia, el dolor de haberse perdido o la lejana alegría de un sueño que jamás se concretó. Arlt escuchando, escuchando, escuchando, siempre escuchando e imaginando palabras para contar lo que escucha.