Roberto Arlt, o escribir sin gramática ni ortografía (III)
Juan Carlos Onetti decía de Arlt: “Hablo de un escritor que comprendió como nadie la ciudad en que le tocó nacer. Más profundamente, quizá, que los que escribieron letra y música de tangos inmortales”. Le apostaba lo que pudiera a que el autor de Los siete locos y El juguete rabioso iba a quedar en la gran historia de la literatura.
Fernando Araújo Vélez
Y entonces Juan Carlos Onetti se dedicó a repartir libros de Roberto Arlt entre aquellos que conocía y a algunos a los que jamás había visto. Iba de diario en diario y de revista en revista con su cargamento, cada vez más convencido de que aquel era un gesto a favor de la humanidad, y que alguien, algún perdido ser por ahí, se lo agradecería algún día. De memoria sabía cuáles eran los argumentos de los detractores de Arlt, y más aún, que él no tenía cómo convencer a nadie por una frase o un diálogo. Era el todo de Roberto Arlt lo que le parecía genial. El todo con sus errores ortográficos y sus faltas gramaticales. El todo, con sus supuestos robos de tramas y de personajes. El todo con sus eternas preguntas sin respuesta.
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Y entonces Juan Carlos Onetti se dedicó a repartir libros de Roberto Arlt entre aquellos que conocía y a algunos a los que jamás había visto. Iba de diario en diario y de revista en revista con su cargamento, cada vez más convencido de que aquel era un gesto a favor de la humanidad, y que alguien, algún perdido ser por ahí, se lo agradecería algún día. De memoria sabía cuáles eran los argumentos de los detractores de Arlt, y más aún, que él no tenía cómo convencer a nadie por una frase o un diálogo. Era el todo de Roberto Arlt lo que le parecía genial. El todo con sus errores ortográficos y sus faltas gramaticales. El todo, con sus supuestos robos de tramas y de personajes. El todo con sus eternas preguntas sin respuesta.
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El todo, porque como dejó constancia en el prólogo a El juguete rabioso de la editorial Gezeta, “Hablo de un escritor que comprendió como nadie la ciudad en que le tocó nacer. Más profundamente, quizá, que los que escribieron letra y música de tangos inmortales. Hablo de un novelista que será mucho mayor de aquí a que pasen los años -a esta carta se puede apostar- y que, incomprensiblemente es casi desconocido en el mundo. Dedicado a catequizar, distribuí libros de Roberto Arlt. Alguno fue devuelto después de haber señalado con lápiz, sin distracciones, todos los errores ortográficos, todos los torbellinos de la sintaxis. Quien cumplió la tarea tiene razón. Pero siempre hay compensaciones; no nos escribirá nunca nada equivalente La agonía del rufián melancólico, o el Humillado”.
Onetti comprendió, como lo comprendieron luego Julio Cortázar, y Ricardo Piglia, y Beatriz Sarlo, y tantos otros, que una historia, la creación de un personaje, la profundidad de un ser humano, eran mucho más importantes, valiosos y únicos, que cumplir a rajatabla con las reglas de la gramática impuestas por unos señores. Y según fueron pasando los años, intentó convencer a cuanto crítico purista se cruzaba, que pocos, casi ninguno, por no decir que ninguno, podría crear lo que Arlt creó, pero muchos serían capaces de escribir y de corregir párrafos y párrafos sin errores. Roberto Arlt era la originalidad. La mirada sin contagio. La autenticidad. La vida sin manual ni instrucciones. El ser lo suficientemente valiente para atreverse a lo realmente humano. A ser humano.
Como humano, distante de los mandamientos, de las leyes de los hombres, de las normas morales impuestas por la sociedad, profundizaba en sus personajes, tratando de decir en sus textos, con sus voces, lo que tanto quería gritar en la vida. Por eso describía a Erdosaín, el protagonista de Los siete locos, tal vez como se hubiera descrito a sí mismo, excusándolo de antemano: “Sabía que era un ladrón. Pero la categoría en que se colocaba no le interesaba. Quizá la palabra ladrón no estuviera en consonancia con su estado interior. Existía otro sentimiento y ese era el silencio circular entrado como un cilindro de acero en la masa de su cráneo, de tal modo que lo dejaba sordo para todo aquello que no se relacionara con su desdicha”.
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Augusto Remo Erdosaín “Conoció horas muertas en las que hubiera podido cometer un delito de cualquier naturaleza, sin que por ello tuviera la menor noción de su responsabilidad. Lógicamente, un juez no hubiera entendido tal fenómeno. Pero él ya estaba vacío, era una cascada de hombre movido por el automatismo de la costumbre”. Arlt era un poco Dostoievski y hablaba como Iván Karamazov, y de alguna manera, se culpaba antes de delinquir, o por delitos distintos a aquellos por los que lo condenaba la gente. Sabía que lo humano, como se lo había repetido su madre citando a Nietzsche, era siempre humano y demasiado humano, y precisamente por ese demasiado estaba muy lejos de la comprensión.
Podía haber millones de jueces, pero ninguno en realidad era justo. Ni siquiera se acercaba a la justicia. Era imposible. Arlt lo sabía, como lo sabían Erdosaín y el Rufián melancólico y El astrólogo, sus personajes principales en Los siete locos, como siempre lo supieron Juan Carlos Onetti y Dostoievski. Arlt peleaba contra esa realidad de No justicia escribiendo, y al escribir, trataba de ofrecerle justicia a alguien, así fuera a un hombre creado en las páginas de una novela o retratado en sus columnas de Aguafuertes porteñas. Era absolutamente consciente de que sólo contando la mayor parte de la historia de un ser humano para comprenderlo en sus blancos y negros, y más que nada en sus tonos grises, podría llegar a medio entender las razones de sus actos.
El asunto no era robar o no robar, sino por qué robaba, e incluso, para qué robaba. Erdosaín se había robado un dinero de sus jefes, seiscientos pesos y siete centavos, como se repetía y se repetía en la medida en que iba caminando por Buenos Aires buscando a alguien que le prestara ese dinero. Cuando uno de los posibles prestamistas, El rufián melancólico, Haffner, le preguntó en qué se los había gastado, y si no le había alcanzado para comprarse un nuevo par de botines, respondió que en tonterías. En comer, en tomar vino, en cosas así. “Es que es la angustia, ¿sabe?… Esa ‘jodida’ angustia la que lo arrastra… ¿Cómo es eso? -interrumpió el Rufián. -Dije que es la angustia. Uno roba, hace macanas, porque está angustiado”.
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La angustia de Erdosaín era la angustia de la vida, o por la vida que había vivido. Alienación, explotación, asfalto, un amor de rutina, un futuro sin luz, la amargura de comprobar que casi todos los otros eran un infierno, y que el infierno estaba repleto de gente con buenas intenciones. Robar, de alguna manera, podía ser el milagro que necesitaba para salir de allí. La magia. Un desahogo. Jamás lo logró, como tampoco lo logró Arlt. Sus confesiones, como diría Domingo-Luis Hernández, eran las confesiones de un muerto viviente. La hazaña de la secta que intentaron organizar uno y el otro, y los viejos personajes, y los que llegarían con El lanzallamas, “era tan utópica como irreproducible el proyecto de Stepánovich (En Los demonios, de Dostoievski) o la filosofía de Nietzsche”.