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Roberto Bolaño fue un desesperado que quería escribir para desesperados, un poeta inconcluso que provocaba y hasta insultaba, pues de alguna manera siempre fue un niño abandonado, inconforme y resentido.
Alguna vez, a finales de los 90, tildó a los escritores chilenos de su generación de pequeños “Donositos”, en referencia a José Donoso. Y cuando lo interrogaron sobre Isabel Allende, la llamó “escribidora”. Allende le respondió a través de El País de España que no le había dolido mayormente, “porque él hablaba mal de todo el mundo. Es una persona que nunca dijo nada bueno de nadie. El hecho de que esté muerto no lo hace, a mi juicio, mejor persona. Era un señor bien desagradable”.
Jorge Herralde, su editor, comentaría: “Pero Bolaño la ataca como escritora mientras que Allende ataca a la persona, faltando objetivamente a la verdad”. Él mismo, Bolaño, se sentía como un perro romántico, un perro rabioso, un perro apaleado que nunca renunció a su deseo de quemar el mundo, aunque a los ojos de alguno, como el poeta Nicanor Parra, fuera “un príncipe dulcísimo”. Esas fueron las últimas palabras de Parra hacia Roberto Bolaño el día de su muerte, hace ya 10 años. La vida los había juntado porque era imprescindible que el poeta mayor de la irreverencia en Chile y el narrador de los marginados se conocieran y fueran más que amigos.
Las veces que se vieron conversaron, más que nada, sobre poesía, pues la poesía fue desde siempre el tema predilecto de los chilenos, más allá de Gabriela Mistral, Neruda, Huidobro o el mismo Parra. Bolaño le habrá contado que vivió hasta los 15 años en Los Ángeles, un pueblito al sur de Chile. Que en el 68 se lo llevaron a México D.F. porque a sus padres los habían trasladado, y que allá, desconcertado, deprimido, como perro apaleado, decidió que nunca en su vida volvería a pisar un salón de clases. Leyó por su cuenta y se transformó, según el escritor Gonzalo Contreras, en el “mejor y más informado crítico de la literatura actual”.
Para su agente literaria, Jovanna Skarmeta, “era un ser extremadamente culto, que bien podía hablar de cine, de libros o de viajes con un conocimiento casi absoluto”. Con su fuerza, fue arrastrando a algunos jóvenes iconoclastas hacia el borde de la autoextinción. Se proclamaron como “infrarrealistas” y pasaron a la inmortalidad en algunas de las escenas de Los detectives salvajes, para algunos, como Elvio Gandolfo, “una novela tan importante para su generación como Rayuela”. Para otros, como Ignacio Echeverría, era “el tipo de novela que Borges hubiera aceptado escribir”.
Fue durante sus tiempos como infrarrealista que publicó su primer libro, un ejemplar de poemas de 20 páginas titulado Reinventar el amor, del cual imprimió por su cuenta 225 ejemplares, con un grabado en la portada de la artista Catalina O’Hara, quien lo describiría muchos años más tarde como un hombre que “tenía el don de volver cualquier situación dramática y, por ende, fascinante. Todo suscitaba una reacción de su parte. Vivía con una intensidad insólita que era contagiosa y quizás, en sobredosis, agotadora”.
Luego, en el 79, editó un volumen colectivo, Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego, un libro que debía leerse “de frente y de perfil, que los lectores parezcan platillos voladores”. Entonces se largó a España a coleccionar premios menores de literatura, y allí, en 1990, vio nacer a su hijo Lautaro. “Bolaño siempre estaba pendiente de él, y lo llamaba Lautarito. Era el más grande de todos sus amores”, recordaría tres años después de su muerte Jovanna Skarmeta. Por Lautaro, dijo, pasó de la poesía a la narrativa.
Con diversos relatos cortos y poemas empezó a presentarse en cuanto concurso literario hubiera en provincia, guiado por un experto en ese arte de coleccionar “premios búfalo”, el argentino Antonio di Benedetto. Todas aquellas peripecias las narró en un cuento que llevaba por título Sensini. Salió de la clandestinidad con La literatura nazi en América, editada por Seix Barral. Aunque los críticos hablaron bien de su obra, las ventas fueron reducidas. En pocos meses, el libro salió de los estantes. Como recordaba Jorge Herralde, “Bolaño también había enviado simultáneamente el manuscrito de la novela como mínimo a Alfaguara, Destino y Plaza & Janés, que la rechazaron.
También la había enviado en julio de 1995 a Anagrama para concursar en el premio de novela que no se fallaba hasta el primer lunes de noviembre. La novela fue preseleccionada, luego la leí yo mismo y me gustó mucho, pero recibimos una carta de Bolaño, que vivía en la calle del Loro 17, 3o. sin teléfono (y luego supimos que no lo tenía, no podía permitirse ese lujo), diciendo que retiraba su novela del premio ya que la había contratado en otra editorial”.
Después de mucho buscarlo, Herralde se comunicó con él y le pidió algunos textos. Bolaño le pasó Estrella distante, que saldría a los pocos meses bajo el sello de Anagrama. El 25 de noviembre de 1996, el chileno ofreció su primera rueda de prensa. Tuvo que pedir prestado para el taxi que lo llevó, y se veía demacrado, pues los rechazos editoriales continuaban. Algún día confesaría, mitad sarcasmo mitad verdad, “cada vez que leo que alguien habla mal de mí, me pongo a llorar, me arrastro por el suelo, me araño, dejo de escribir por tiempo indefinido, el apetito baja, fumo menos…, ¿por qué yo, por qué yo, que ningún mal les he hecho?”.
Con la idea de sus Detectives Salvajes se postuló para una beca del Guggenheim, pero fue rechazado. Igual, la sacó en el 98 y con ella obtuvo el Premio Herralde y el Rómulo Gallegos. Ya nadie dudaba de Bolaño, aunque hubiera quienes lo detestaban. Con un eterno cigarrillo entre sus dedos, arrasaba, hería, pues nunca logró entender por qué en Chile lo habían ignorado tantas veces y por qué el mundo literario se dejaba llevar por apellidos y clases sociales. Defendió a los indefendibles, como a Pedro Lemebel, y atacó a las “vacas sagradas”.
En sus ratos libres, que eran casi todos, escribía 2666, un texto de mil páginas que pensaba dividir en cinco. Su hígado iba cada día peor y los doctores no hacían más que presionarlo para que se hiciera un trasplante. Bolaño les respondía que sí, como a su mujer, Carolina López, y se le aguaban los ojos al pensar en Lautaro. En alguna ocasión, para darse fuerza, habrá citado a Nietzsche al borde de los gritos: “Yo ya no aspiro a mi felicidad, aspiro a mi obra”. En julio de 2003 llenó los formularios para ser el beneficiario de una donación, pero el tiempo pasó. Los días se fueron, y con ellos, su vida.
Sus sentencias
DE GARCÍA MÁRQUEZ. “Un hombre encantado de haber conocido a tantos presidentes y arzobispos”.
SUS LIBROS. El Quijote, de Cervantes. Moby Dick, de Melville. Las obras completas de Borges. Rayuela, de Cortázar. La conjura de los necios, de Kennedy O’Toole.
DEL FÚTBOL. “Mi experiencia como jugador de fútbol nunca fue del todo comprendida ni por los espectadores ni por mis compañeros de equipo. A mí siempre me pareció más interesante marcar un autogol que un gol. Un gol, salvo si uno se llama Pelé, es algo eminentemente vulgar y muy descortés con el arquero contrario, a quien no conoces y que no te ha hecho nada, mientras que un autogol es un gesto de independencia”.
DEL BOOM. “No me siento heredero del boom de ninguna manera. Aunque me estuviera muriendo de hambre no aceptaría ni la más mínima limosna del boom, aunque hay escritores que releo a menudo, como Cortázar o Bioy. La herencia del boom da miedo. Por ejemplo, ¿quiénes son los herederos oficiales de García Márquez?, pues Isabel Allende, Laura Restrepo, Luis Sepúlveda y algún otro. A mí, García Márquez cada día me resulta más semejante a Santos Chocano o a Lugones”.