Rompiendo una lanza
Desde siempre he intentado romper una lanza a favor de Haruki Murakami. He querido rehuir de la broma fácil que hace algunos años lo consagraba como el Leonardo DiCaprio de la literatura (antes de que Leo se peleara con aquel oso digital y por fin le dieran su Oscar, por supuesto) y me he esforzado en juzgarlo con justicia, esto es, por los méritos propios de sus letras.
Fuad Gonzalo Chacón
Por ello, cuando cayó entre mis manos el primer tomo de “La Muerte del Comendador”, su más reciente novela antes del lanzamiento este mes de The City and Its Uncertain Walls en Japón, decidí abordarlo libre de prejuicios, como si fuera la primera vez. Al final de sus 500 páginas, que se esfumaron en cuestión de días, he vuelto convencido de que, a pesar de sus cíclicos clichés, pocos autores contemporáneos han conseguido, como él, forjar un estilo tan suyo en su obra.
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Y es que, si hablamos de tropos, Murakami no se molesta en disimularlos. No en vano sigue vigente el famoso “Bingo Murakami”, una épica ilustración publicada por The New York Times en 2012 de un cartón de bingo que compilaba los 24 elementos típicos que suelen aparecer en sus relatos. Imprimí una copia para meros fines de salseo literario y con sorpresa vi que, tras terminar el capítulo final de “La Muerte del Comendador”, había tachado el 50% de ellos (aunque no los suficientes para gritar ¡bingo!). Algunas opciones como “estación de tren” o “gatos” son incidentales en muchos autores, pero cuando hacia la mitad del libro tuve que hacer una equis sobre las casillas “villano sin rostro”, “viejo disco de jazz” y “algo desapareciendo” sabía que había traspasado la frontera del universo murakamiano.
Pero más allá de los lugares comunes, que bien se le podrían achacar a cualquier escritor si nos ponemos quisquillosos, hay que reconocer la magnífica sensibilidad que despliega Murakami a la hora de hablar sobre arte. La pintura, la música, la ópera y la escritura tradicional japonesa son poderosísimos componentes que se entrelazan con armonía en las páginas de “La Muerte del Comendador”. Cada uno encuentra su tempo de forma oportuna dentro de un collage orgánico de situaciones y personajes ahogados en la clásica melancolía que embarga su narrativa. La novela casi podría escindirse en dos: una sobre retratismo, Mozart y Don Giovanni y otra sobre la relación entre el protagonista y el enigmático millonario Wataru Menshiki.
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Todo esto, obviamente, adobado con el ineludible toque de ficción murakamiana que sus lectores vinimos a buscar. Una receta fabulosamente resumida por el mismo protagonista en la página 217 cuando se ve forzado a admitir que “entre las costuras de la realidad debía de haberse producido un ligero desgarro”. Desgarros que, a pesar de los acalorados debates que su prosa genera, siguen convirtiéndolo en uno de los escritores más leídos del mundo y en el eterno candidato al Nobel de Literatura.
Pronto me embarcaré en la lectura del segundo tomo de “La Muerte del Comendador”. Sólo espero no tener que pegar de vuelta los trozos de la lanza.
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Por ello, cuando cayó entre mis manos el primer tomo de “La Muerte del Comendador”, su más reciente novela antes del lanzamiento este mes de The City and Its Uncertain Walls en Japón, decidí abordarlo libre de prejuicios, como si fuera la primera vez. Al final de sus 500 páginas, que se esfumaron en cuestión de días, he vuelto convencido de que, a pesar de sus cíclicos clichés, pocos autores contemporáneos han conseguido, como él, forjar un estilo tan suyo en su obra.
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