Salvar tradiciones lastradas por conflicto colombiano a ritmo de bullerengue
Adriana Martínez recuerda que todos los diciembres durante el Festival del Bullerengue en María La Baja, un pueblo en la región de los Montes de María, la música inundaba las esquinas y las faldas amplias ondeaban al ritmo de este son caribeño, una tradición que se ha diluido por el conflicto y la pérdida de identidad cultural entre los jóvenes.
Irene Escudero/ EFE
María La Baja es una potencia mundial del bullerengue; desde el niño de teta hasta el anciano lo saben bailar y eso nos ha fortalecido como pueblo porque nos unimos todos en un solo grito”, explica Adriana en uno de los sillones de su casa, donde se resguarda hasta que el calor dé una tregua y la oscuridad dé paso a la música que inundará todo el pueblo.
Juliana, la hija mayor de Adriana, empieza a cambiarse, ajustándose su falda de volantes de colores para la noche, donde no sabe aún si la dejarán subirse a bailar al escenario que han instalado por el festival en la plaza del pueblo, pero espera al menos bailar hasta que la música se junte con los sonidos del amanecer.
La misma Adriana, que es maestra, la enseñó, junto a otro grupo de muchachos con síndrome de down, a bailar cumbia, mapalé, champeta o porro, ritmos típicos del caribe colombiano, herederos de África, que suenan a tambores y arrullos.
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Sin embargo, el bullerengue que es parte de la identidad cultural de este pueblo afrocolombiano se ha ido diluyendo por la influencia de otras músicas más comerciales o menos endogámicas, pero también por los efectos del conflicto que forzó a muchos de estos pueblos a tener que huir a ciudades que no sonaban igual.
“Mucha gente ha tomado miedo, se ha tenido que desplazar a causa del conflicto y todo eso hace que los pueblos dejen atrás, entre otros, la cultura, nuestra cultura”, lamenta Adriana.
Defender un legado
Las letras de Cristina Mendoza, bautizada ‘la juglar de los Montes de María’, hablan precisamente de cómo tuvo que dejar su hogar con sus dos hijos: “cuando yo me fui desplazada, llevaba en mi maleta esa memoria musical, que fue lo que nos ayudó a sobrevivir”, dice esta mujer que se agarró a la música como tabla de salvación en una fría -y menos musical- Bogotá.
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“Llevarme ese legado me obliga a defenderlo, a cuidarlo, a mostrarlo”, explica Mendoza, que usa cualquier escenario para enseñar su arte, mostrar su sentimiento de pertenencia, en un alegato del “patrimonio musical ancestral que dejaron nuestros abuelos”, y también aprovecha para invitar a los jóvenes a que además de escuchar a Bad Bunny o Karol G no olviden la esencia de su pueblo.
Pero el conflicto también forzó en otras ocasiones que se quitaran las ganas de bailar, ya fuera por miedo a llamar la atención o por los duelos creados ante la pérdida de familiares. La población fue perdiendo el interés de hacer cosas que les producen placer, como bailar.
Muchas mujeres pasaron de estar uno o dos años sin arreglarse a hasta 20 años sin vestirse de colores porque no pudieron cerrar el duelo, explica la psicóloga Daniela Caraballo.
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Reapropiarse del saber
Caraballo acaba de volver de un taller de apropiación cultural que organiza el Ministerio de Igualdad y Equidad de Colombia a través de la Ruta Nacional de Cuidados. Le han invitado en calidad de sabedora, de persona que por su edad y también por el oficio de maestra que ha ejercido toda su vida, puede inculcar saberes tradicionales a otras mujeres.
Ahí han organizado un libro de medicinas tradicionales, hablan de comidas, de tejidos y ahora, bajo la sombra de un árbol y al son de la cumbia y el bullerengue, cortan el fruto de un totumo para hacer una matera (maceta) mientras explican los usos de este árbol tradicional: su fruto sirve para hacer jarabe para la gripe, tratamiento capilar para que ennegrecer el pelo, incluso para reblandecer la ubre de la vaca.
Las mayores también lo usan para el lavado después del parto y poder volver a menstruar, pero eso era antes porque ahora las parteras tradicionales escasean.
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Los cuencos de este gran fruto redondo servían para echar la sopa o el sancocho, también incluso para hacer cucharas para comerlo. Sin embargo, ahora apenas quedan unas pocas totumas en cada casa, casi de simple decoración.
“Tenemos que luchar por la transmisión porque las mayores se están muriendo”, concluye Rosmary Maldonado, que participa en el taller, mientras de fondo suena la voz arrulladora e inconfundible de la reina de estos ritmos, Totó La Momposina, que se retiró el año pasado sin heredera clara.
María La Baja es una potencia mundial del bullerengue; desde el niño de teta hasta el anciano lo saben bailar y eso nos ha fortalecido como pueblo porque nos unimos todos en un solo grito”, explica Adriana en uno de los sillones de su casa, donde se resguarda hasta que el calor dé una tregua y la oscuridad dé paso a la música que inundará todo el pueblo.
Juliana, la hija mayor de Adriana, empieza a cambiarse, ajustándose su falda de volantes de colores para la noche, donde no sabe aún si la dejarán subirse a bailar al escenario que han instalado por el festival en la plaza del pueblo, pero espera al menos bailar hasta que la música se junte con los sonidos del amanecer.
La misma Adriana, que es maestra, la enseñó, junto a otro grupo de muchachos con síndrome de down, a bailar cumbia, mapalé, champeta o porro, ritmos típicos del caribe colombiano, herederos de África, que suenan a tambores y arrullos.
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Sin embargo, el bullerengue que es parte de la identidad cultural de este pueblo afrocolombiano se ha ido diluyendo por la influencia de otras músicas más comerciales o menos endogámicas, pero también por los efectos del conflicto que forzó a muchos de estos pueblos a tener que huir a ciudades que no sonaban igual.
“Mucha gente ha tomado miedo, se ha tenido que desplazar a causa del conflicto y todo eso hace que los pueblos dejen atrás, entre otros, la cultura, nuestra cultura”, lamenta Adriana.
Defender un legado
Las letras de Cristina Mendoza, bautizada ‘la juglar de los Montes de María’, hablan precisamente de cómo tuvo que dejar su hogar con sus dos hijos: “cuando yo me fui desplazada, llevaba en mi maleta esa memoria musical, que fue lo que nos ayudó a sobrevivir”, dice esta mujer que se agarró a la música como tabla de salvación en una fría -y menos musical- Bogotá.
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“Llevarme ese legado me obliga a defenderlo, a cuidarlo, a mostrarlo”, explica Mendoza, que usa cualquier escenario para enseñar su arte, mostrar su sentimiento de pertenencia, en un alegato del “patrimonio musical ancestral que dejaron nuestros abuelos”, y también aprovecha para invitar a los jóvenes a que además de escuchar a Bad Bunny o Karol G no olviden la esencia de su pueblo.
Pero el conflicto también forzó en otras ocasiones que se quitaran las ganas de bailar, ya fuera por miedo a llamar la atención o por los duelos creados ante la pérdida de familiares. La población fue perdiendo el interés de hacer cosas que les producen placer, como bailar.
Muchas mujeres pasaron de estar uno o dos años sin arreglarse a hasta 20 años sin vestirse de colores porque no pudieron cerrar el duelo, explica la psicóloga Daniela Caraballo.
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Caraballo acaba de volver de un taller de apropiación cultural que organiza el Ministerio de Igualdad y Equidad de Colombia a través de la Ruta Nacional de Cuidados. Le han invitado en calidad de sabedora, de persona que por su edad y también por el oficio de maestra que ha ejercido toda su vida, puede inculcar saberes tradicionales a otras mujeres.
Ahí han organizado un libro de medicinas tradicionales, hablan de comidas, de tejidos y ahora, bajo la sombra de un árbol y al son de la cumbia y el bullerengue, cortan el fruto de un totumo para hacer una matera (maceta) mientras explican los usos de este árbol tradicional: su fruto sirve para hacer jarabe para la gripe, tratamiento capilar para que ennegrecer el pelo, incluso para reblandecer la ubre de la vaca.
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Los cuencos de este gran fruto redondo servían para echar la sopa o el sancocho, también incluso para hacer cucharas para comerlo. Sin embargo, ahora apenas quedan unas pocas totumas en cada casa, casi de simple decoración.
“Tenemos que luchar por la transmisión porque las mayores se están muriendo”, concluye Rosmary Maldonado, que participa en el taller, mientras de fondo suena la voz arrulladora e inconfundible de la reina de estos ritmos, Totó La Momposina, que se retiró el año pasado sin heredera clara.