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La mano quedó enterrada. El antebrazo se lo amputaron en el hospital para que la gangrena no lo matara. Óscar Lomeli pasó cinco días bajo los escombros del edificio Nuevo León de Tlatelolco de la Ciudad de México luego del terremoto del 19 de septiembre de 1985.
Era jueves. El despertador sonó a las 6:30 de la mañana, como todos los días. El cielo ya estaba azul lácteo. Se sentó en el borde de la cama con energía, con ímpetu, nunca le costó madrugar. Estaba taciturno, sin embargo. Óscar Lomeli era zurdo para cepillarse los dientes. Antes de bañarse se miró en el espejo, pensó: “Tengo 29 años, estoy joven, no me importa”. Eran las 7:17. “Estoy mareado”, pensó. Corrió la cortina de flores naranjas que dividía el baño, dejando en un lado el sanitario y en el otro la ducha. Tenía una pantaloneta de rayas azules; no recuerda el color de la camiseta. “Estoy mareado”, pensó.
Un edificio de doce pisos como el Nuevo León, donde vivía Lomeli, puede pesar entre 7.000 y 9.000 toneladas, depende del material con el que hayan construido las bases y las columnas, sobre todo. A las 7:17, cuando Óscar Lomeli se metía en la ducha, un sismo que alcanzó la magnitud de 8,1 en la escala de Richter tuvo origen en el océano Pacífico mexicano, cerca a la desembocadura del río Balsas en la costa del estado de Michoacán, a 15 kilómetros de profundidad bajo la corteza terrestre. Afectó la zona centro, sur y occidente de México, en particular el Distrito Federal, en donde se percibió a las 7:19. Siete mil o 9.000 toneladas del Nuevo León de Tlatelolco cayeron encima de Lomeli.
“‘Con razón estaba tan mareado’, pensé. Comenzó a temblar a la hora que me iba a meter a bañar, pero afortunadamente no me cogió dentro de la ducha. De un momento a otro se derrumbó el edificio y fui a parar al sótano del mismo. ¡Qué susto!”.
El escritor Juan Villoro escribió en su crónica El sabor de la muerte: “Los mexicanos tenemos un sismógrafo en el alma, al menos los que sobrevivimos al terremoto de 1985 en el DF”. Después de las 7:19, Ciudad de México se silenció. Los estruendos de los edificios deslizándose por las columnas opacaron los gritos con nombres de esposos, hijos, mamás. Eran gritos ahogados por el polvo, el humo de los incendios provocados por el gas y el fuego que deliberadamente se combinaron con el miedo y el estupor de la gente. Mientras tanto, mientras afuera el mundo corría sin dirección alguna, Óscar Lomeli se arrastraba entre los cadáveres de las puertas, ventanas, mesas, vestidos.
“Estaba consciente de que me iba a morir. Se me mutiló la mano de tajo, de una. La vi negra, los dedos que fueron míos y con los que me estaba cepillando los dientes minutos antes parecían gusanos llenos de pus. El antebrazo me quedó colgando, quedaron puras hebras del codo a lo que antes era la muñeca. Entonces me estaba desangrando”.
Cayó en el ala este del edificio. Escuchaba a su lado a cinco personas más gritando, pidiendo ayuda.
“La mano se quedó enterrada porque después de los cinco días se me perdió. Yo terminé sobre los sótanos. Todo lo que estaba encima de mí era escombro. No entraba nada de luz, ni las sombras que da la misma. Me estuve arrastrando mientras encontraba alguna salida. Cuando esto recién sucedió había 80 centímetros entre una loza y mi cara. Conforme pasaron los días se fueron reacomodando. No pude encontrar salida: por donde trataba de arrastrarme había loza, loza, loza. Colapsada. La mano se quedó ahí. El antebrazo que estaba gangrenado me lo mutilaron porque la infección iba a llegar al cuello. Tenía miedo. Estaba oscuro”.
Desde las 8:30 la luz eléctrica no volvió al Distrito Federal. Sólo quedaban los radios de pila que retumbaban las voces chirriantes de los locutores: “Se cayó el edificio de la Súper Leche” en el eje central Lázaro Cárdenas, “se cayó la torre de Televisa Chapultepec”, “se cayó el hotel Regis”. Lomeli no escuchaba nada, sólo gritos. Entre ellos reconoció el de una mujer que era una de sus vecinas; llamaba a su esposo. No había respuesta del mundo encima de ellos. Al día siguiente la réplica del sismo azotó con más fuerza el suelo mexicano. Las pocas construcciones que se mantenían en pie se vinieron encima de todo, de todos. “En el segundo temblor que hubo al otro día murieron todos los que estaban en el mismo lugar que yo, gritando al igual que yo. Y yo me quedé en silencio y ahora no sólo había oscuridad sino silencio y me sentí muerto”.
Después de tres días, entre 50 y 100 hombres comenzaron a formar cadenas humanas para remover los escombros del edificio Nuevo León de Tlatelolco. De mano en mano pasaban pequeñas cubetas llenas de cascajo y metían las manos entre los pedazos de ladrillos y metal que recubrían el suelo esperando que alguien la tomara y con los dedos en movimiento dijera: “Acá estoy, no he muerto”.
Las cifras oficiales de víctimas ofrecidas por las instituciones gubernamentales todavía no son claras, después de 30 años. El Instituto Mexicano del Seguro Social dijo el 20 de septiembre del 85 que el número de víctimas oscilaba entre 3.000 y 6.000; mientras el Sistema Sismológico Nacional decía que el número de víctimas mortales era de 40.000. Los rescates fueron pocos: 4.000. Óscar Lomeli fue uno.
“No recuerdo cuándo me rescataron, creo que me estaba muriendo. No sé cómo no me desangré. Hay gente que se muere desangrada en horas, ¿verdad? Dios no permitió que muriera. Lo que sé es que me sacaron de un sueño agónico cuando me rescataron, pero el sentirme con mi vida, el sentir una nueva oportunidad después de haber padecido tanto dolor y tanta desesperación estando enterrado, fue la motivación para superarlo. Poco a poco”.
Después de ser rescatado, Libali se reencontró con su esposa, que también permaneció bajo los escombros durante los mismos cinco días y sólo perdió la uña de dedo gordo del pie izquierdo. “Continuamos un año y medio. Por alguna razón que todavía no entiendo nos tuvimos que separar. Al parecer ella no aceptó o no estaba muy convencida de cómo estaba yo. Al final de cuentas me había quedado sólo con una mano y ella no estaba acostumbrada. Nos habíamos conocido desde la preparatoria. Llevando tanto tiempo no pudo asimilar que yo no tuviera dos brazos y probablemente por ahí se crearon una serie de excusas para separarnos y, pues cuando las cosas no funcionan, pues no”.
Hoy se sabe que la energía liberada en el terremoto del 85 de México fue mayor a la del arma militar más potente de Estados Unidos, la bomba que se cargó en la punta de los misiles Titán, que tenía una capacidad explosiva simultánea de 18 megatones, o sea 18 millones de toneladas de trinitrotolueno, que es un explosivo seis veces más poderoso que la dinamita.