Schopenhauer y la felicidad en tiempos de las redes sociales

Dice el filósofo alemán que permitir que la felicidad dependa de los demás lacera la salud, pues abofetea el punto más fundamental de ella, a saber, el bienestar con uno mismo, con la constitución propia, con eso que tenemos dentro de sí y nadie nos puede arrebatar.

Jaír Villano/ @VillanoJair
04 de mayo de 2018 - 11:46 p. m.
El filósofo alemán Arthur Shopenhauer, autor de El mundo como voluntad y representación.  / Cortesía
El filósofo alemán Arthur Shopenhauer, autor de El mundo como voluntad y representación. / Cortesía
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Parece inverosímil, pero hay estudios que demuestran que la salud mental de algunas personas se rige por los likes, los retweets y, en general, las reacciones que despiertan sus entradas en las redes sociales. Como testigo y participante de esta generación, puedo entender el por qué de la aflicción de algunos. No es difícil, la verdad sea dicha, pues el ser humano siempre ha buscado la aprobación de los demás. Se necesita, por supuesto; a todos nos gusta que nuestro trabajo sea aprobado o buen visto. Pero no es lo mismo buscar aprobación por los libros que se han leído, las películas que se han visto, el disco escuchado (aunque la vanidad irrite) a buscarla por las fotos en los eventos de moda que se visitan, o el carro que se compró, o el “cuerpazo”, los “musculotes”, ese “rostro divino”,  el hotel en el que se hospeda, o el restaurante o café de lujo donde se pasa la tarde (en Instagram los ejemplos de frivolidad y estulticia abundan, y se reproducen).

El problema, creo yo, es cuando la tranquilidad se asienta en la cantidad de aprobación (de likes, de comentarios, de vistos) que se reciben. Lo cual está muy bien explicado por Arthur Schopenhauer en su famoso ensayo de aforismos sobre la felicidad, muy a pesar de que fue un análisis de la humanidad del siglo XIX. Los escenarios, los contextos y los medios cambian, pero la esencia humana permanece; no en vano alguien dijo que “no hay que hablar de lo nuevo sino de nuevo”.

Dice el filósofo alemán que permitir que la felicidad dependa de los demás lacera la salud, pues abofetea el punto más fundamental de ella, a saber, el bienestar con uno mismo, con la constitución propia, con eso que tenemos dentro de sí y nadie nos puede arrebatar.

Schopenhauer divide los bienes de la vida humana en tres elementos, a saber: 1) Lo que uno es: “la personalidad en el sentido más amplio”, ahí cabe lo físico: salud, belleza; pero también lo mental: el temperamento, el carácter, la inteligencia y su formación; 2) Lo que uno tiene: propiedades y posesiones en todo sentido; y 3) Lo que uno representa (el punto más importante en este ensayo): lo que los otros consideran sobre uno, sus opiniones y juzgamientos. Esta parte dividida en honor, rango y fama (las cuales nos exoneramos de explicar, dada su inconveniencia en este caso).

Digamos que la idea de bienestar del filósofo tiene elementos con los cuales uno discrepa, entre ellos, el de buscar la plenitud personal, “Pues cuanto más tiene uno en sí mismo, tanto menos necesita de fuera y también tanto menos pueden ser los demás para él”.

El aserto se escucha bonito, y puede llegar a ser cierto en algún punto, pero cuando Schopenhauer menciona las artes y la formación intelectual, soslaya que son precisamente los artistas -o lo que se dedican al oficio- los que más dependen de una aprobación. Pongo un ejemplo sencillo, este ensayo depende de la aquiescencia de un editor y de ustedes los lectores. Y podría ir más allá, y hablar de libros, poemas, largometrajes, discos. etc. En esta esfera de la sociedad no se depende exclusivamente del hacer y del individuo, también del gustar y el colectivo.

En todo caso, el alemán tiene claro que, como dice el Eclesiastés, “donde hay mucha sabiduría hay mucha aflicción”. Y fíjese usted, mucha aflicción también hay en esos terrenos donde imperan los fotogénicos, los irascibles, los mendaces, los falsos, los intelectualoides. Toda esa trinchera donde la vanagloria, la frivolidad y el narcisismo salen a flote de la manera más protuberante.

Hay matices, desde luego; harto sabido es que lo importante es dominar las redes y no dejarse dominar por ellas. O para citar a Heidegger en su ensayo Serenidad:  “dar el sí a la ineludible utilización de los objetos técnicos, y (…) decir a la vez no en cuanto les prohibimos que exclusivamente nos plateen exigencias, nos deformen, nos confundan, y por último nos devasten”.  

Con todo, no se trata de ser un ermitaño del siglo XXI, sino en saber utilizar y sobre todo en no dejarse dominar por esas dinámicas sociales que golpean el pensamiento aplomado y esa inclinación por la meditación, lo tortuoso y lo arduo, de la que habló el mismo Heidegger.

Pero valdría centrar la discusión sobre un concepto que prima en estos tiempos: la vanidad.

Por vanidad Schopenhauer nos dice que “es la necesidad de despertar convicción en otros”. Convicción de parecer exitosos, convicción de parecer inteligentes, convicción de parecer guapos, convicción de parecer cualquier cosa, la pregunta axial es: ¿se es?

Porque es claro que en estos tiempos se aparenta ser feliz y exitoso para los demás, pero ni se es -ni se aparenta- para uno mismo. Curiosamente, algo similar se señala en el ensayo escrito en 1851, a saber: “Es una gran necedad perder hacia dentro para ganar hacia fuera, es decir, sacrificar en todo o en parte de la propia tranquilidad, ocio e independencia a cambio de esplendor, rango, opulencia, título y honor”. (Funciona como reflejo esas personas que han perdido -o arriesgado- la vida por tomarse una selfie).

Y es que lo que se busca en las redes es poseer, ¿qué? A lo sumo, popularidad, convicción, aprobación. Y por eso no es extraño que se valore a la gente por su número de seguidores, sus likes, sus comentarios, sus vistos, y no por la agudeza de su pensamiento, su ética, su buen proceder, etc. En los medios de comunicación, por poner otro ejemplo, hablan de cuánto se ha reproducido el vídeo, cuánto se vio la historia de fulanito, cuánta reacción generó, cuánta polémica. Es decir, la medición se pone las vendas de lo cuantitativo, con lo que lo cualitativo queda anulado.

Lo interesante es que, en efecto, esa gente parece llevar vidas plenas. Y aunque podría poner la caverna de Platón como ejemplo, dejemos que sea el mismo Schopenhauer el que lo explique: “se dice con bastante frecuencia, y no sin visos de verdad, que el hombre más limitado intelectualmente es en el fondo el más feliz, si bien nadie puede envidiarlo por esa felicidad”. Las personas que no tengan la capacidad de interrogarse esto que intento plantear, dudo que se identifican con los problemas aquí descritos.

Sigo. Algún entusiasta argüirá que ante todo se trata de compartir; porque si algo caracteriza esta generación es que no acepta opiniones contrarias y que el insulto y el improperio se sobrepone sobre los argumentos. Absoluta carencia de autocrítica, para resumirlo. Y para adornar la diadema baste con saber que esos que se autodenominan alternos, olvidan que lo alterno es lo opuesto a esa masa de la cual hacen parte.

Pero digamos que sí, habrá quienes consideren que su único fin es compartir con otros algo de su vida, esa gente queda excluida en este ensayo. No obstante, se me hace necesario compartir mi experiencia en redes como Instagram, en la que luego de entender sus dinámicas llegué a formularme las siguientes preguntas: ¿para qué subir esta foto? ¿por qué esta y no otra? ¿por qué tengo que exhibirla al público (o mis seguidores)? ¿me es importante la reacción (los likes) que genere? ¿si no me importa por qué la subo? ¿qué busco con las historias? ¿qué piensan mis seguidores con ellas? No hay que engañarse: uno busca reacciones; generalmente, positivas.

El problema con la imagen es que es polisémica y engañadora. Porque alguien que esté pasando por un mal momento y tenga en su WhatsApp un retrato sonriente, quedará así: como un dichoso ser, que sonríe a la vida. En esos son expertos los estadistas, diplomáticos y esa gente que se hace llamar de bien: en mostrar su mejor fisonomía, para ocultar sus vergüenzas y sus afujías. Para ocultar lo arruinadas y devastadas que se encuentran.

Todo este tipo de dinámicas están menoscabando la esencia de nuestro ser. Se privilegia lo que se aparenta, como si fuera lo real y no una pose. Para ser sinceros, en las redes sociales lo que uno ve, -y en lo que uno termina convertido-, es en una pose. En una representación. En algún tiempo escribía columnas políticas pensando que buscaba con ello contribuir en la controversia nacional, cuando en realidad estaba buscando un rédito personal y periodístico. Lo mismo les pasa, aunque no sean honestos consigo mismos, a muchos de esos ciudadanos que andan opinando sobre tanta cosa ocurre en el país. En Facebook y Twitter hay varios famosos. Seres que son instruidos, pero no por ello modestos, que utilizan su plataforma como una aparente tribuna donde se denuncian los problemas nacionales, pero que no es más que una manera de atrapar adeptos, y de autocomplacerse y saberse relevantes.

No digo que todos. Hay personas que hacen un ejercicio serio y con intereses netamente sociales. En este texto me estoy refiriendo a la gran masa, a ese vulgo de las redes.

Lo que está ocurriendo en estos escenarios es preocupante. Cada vez nos ensimismamos más, cada vez el narcisismo nos obnubila, cada vez nos sometemos más a las redes. Con lo que se está erradicando la gran diferencia entre el animal y ser humano, a saber, la autonomía, la independencia, el pensamiento reflexivo, la contemplación, el proceso. El ser y no el parecer.

La llamada generación millennial se deprime, entre otras cosas, por su carencia de popularidad en las redes. Ya va siendo momento de recordar que el mundo real es mucho más que un like, que en el mundo hay guerras y conflictos de toda índole desde hace mucho tiempo, y que esta generación está haciendo muy poco para contribuir en la eliminación de estos males. Porque no me vengan a decir que con postear a toda rabia, con poner una banderita en Facebook o seguir el hashtag en Twitter se contribuye. Ese activismo de sofá, como lo llamó Bauman, es de otra muestra de la fatuidad de estos tiempos. Hay que decirlo: hay seres humanos que se sienten mejor como usuarios. Nada más fácil y cómodo que “indignarse” detrás de una pantalla y no hacer nada en el mundo real para que eso cambie.

Es sumamente triste saber que, de seguir así la situación, en un futuro los estudiosos hablarán de la generación inerte, yerta, desdibujada, etérea, ida.

Alguien dirá que lo llevo al plano más extremo, pero basta con mirar los estudios, o simplemente analizando ciertas actitudes para entenderlo: si conocen un joven fíjense en cada cuanto revisan su smartphone, cada cuanto postean, cada cuanto se toman una selfie, cada cuanto revisan sus redes, cada cuanto suben fotos, cada cuanto cambian las que tienen de perfil, cada cuanto están en línea, etcétera, etcétera. Necesitan estar cambiando y demostrar lo cool, inteligentes, alternos, indignados, guapos, etc, que son todo el tiempo. Valdría la pena preguntarles por qué.

No sobrará decir que aquí obvio algunas cosas que no comparto de Schopenhauer, su racismo y misoginia, verbigracia. Y que la felicidad a la que se alude no es la de la alegría perenne que podrán imaginar algunos. Si hay algo que caracterizó al filósofo alemán fue su radical pesimismo, -“toda felicidad es quimérica, mientras que el sufrimiento es real”-, lo cual podría parecer paradójico, salvo si se tiene en cuenta que en otras páginas se explica que según AS ser feliz equivale a ser menos infeliz. O a no buscar la felicidad sino en evitar el sufrimiento.

Por último, no sobra recordar que la plenitud no depende únicamente del mundo virtual, también del saber, del amar, del dar, del aprender. Parecer y no ser es una soberana y desgastante tontería que se sabrá, sobre todo porque como señala el filósofo alemán: “Lo que uno es, sea de la clase que sea, lo es ante todo y principalmente para sí mismo: y si ahí eso no vale mucho, entonces no vale mucho en general”.    

Por Jaír Villano/ @VillanoJair

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