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Cuando se estrenó La Siempreviva, en 1994, habían pasado nueve años desde la toma y retoma del Palacio de justicia. El director de teatro, Miguel Torres, tras una amplia investigación sobre lo ocurrido ese 6 y 7 de noviembre de 1985, cuando la guerrilla del M-19 entró en el edificio y tomó como rehenes a sus ocupantes, logró plasmar en una creación dramatúrgica la manera como la ciudadanía vivió este episodio desde una cotidianidad atravesada por la violencia.
La historia de esta obra transcurre entre junio de 1985 y noviembre de 1986. El argumento se desarrolla en una casa del barrio La candelaria de Bogotá. La cotidianidad inicial, matizada con humor e ironía, se va transformando en el drama individual de cada residente de la casa en su relación con los otros. Principalmente en el drama de una madre desesperada que no se resigna a la desaparición de su hija y lucha con todas sus fuerzas para recuperarla.
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Inspirándose en el cuento La casa del libro Los oficios del hambre, escrito por el mismo Torres, el dramaturgo tuvo como objetivo tomar los grandes relatos de la historia del país y transformarlos en personajes cotidianos. Para lograrlo trabajó dos años en una docena de versiones alimentadas por artículos periodísticos, libros, material de archivo, entrevistas, y de conversaciones con personajes como Ramón Jimeno, escritor del libro Noche de lobos sobre el mismo suceso, y Eduardo Umaña Mendoza, abogado de los familiares de los desaparecidos del Palacio de justicia.
En colaboración con Eduardo Umaña, Miguel Torres logró contactarse con la familia Guarín. Su testimonio contribuyó a fortalecer el personaje de Julieta Marín, ya creado, al incorporar la historia de Cristina del Pilar Guarín Cortés, una de las mujeres desaparecidas del Palacio de justicia. Se trataba para el director, sobre un trabajo sobre la indignación nacional, la búsqueda de justicia y la necesidad de esclarecer la verdad. “La Siempreviva” eternizó a Cristina y, a través de ella, expusó el crudo drama de las desapariciones forzadas en Colombia.
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“Miguel hizo un trabajo muy juicioso. Usualmente pasa un tiempo largo para poder ver lo que sucedió realmente, pero aquí fueron nueve años. Nueve años y Miguel ya estaba investigando con mucha seriedad, dándole una salida artística, expresiva y creativa a esta historia”, dice Lorena López, actriz de la obra que interpreta a Julieta Marín, nombre del personaje inspirado en Cristina.
Ya han pasado treinta años desde que esta puesta vio la luz por primera vez. “Los familiares de desaparecidos en Colombia que han visto la obra, nos lo dijeron varias veces: ‘lo que no ha hecho el Estado, lo que no han hecho muchos, lo están haciendo a ustedes’”, afirma Pablo Rubiano, actor que encarna en la obra a Humberto, hermano de Julieta.
En el 2010 la editorial colombiana Tragaluz publicó una versión del libreto y en 2015 fue llevada al cine por el director Klych López. “La última vez en Buenos Aires, Argentina, nos recibieron las abuelas de la Plaza de Mayo. Fue conmovedor y fuerte. Nos decían las abuelas: ‘la historia en Latinoamérica es igual en todas partes’”, recuerda Rubiano.
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“El teatro es una herramienta transformadora, tiene ese carácter de confrontación consigo mismo, con las personas. Esto hace que haya una relación muy fuerte entre una obra de teatro y su público. Es una confrontación de pregunta respuesta, de afirmación negación y al final tiene que haber algo transformador, nuevo en el espectador. Eso es lo que vale la pena del teatro, que cambia a los espectadores”, explicó Miguel Torres.
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Después de tres décadas y de más de 1000 funciones, entre el 9 y el 14 de abril, La Siempreviva se presentará en el Centro Nacional de las Artes con su elenco original. “Es la única obra que después de estrenada puede volver a hacerse con los mismos actores”, menciona Torres. Serán seis funciones en la Sala Delia Zapata a las 7:30 p.m. y el domingo a las 3:00 p.m..