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“Intentó imaginarlo a Cacho con su flamante herida en la cabeza, aterciopelada y roja como una flor; desnudo sobre la mesada de acero inoxidable de la morgue, viviseccionado por un forense, abierto como un pájaro en la mesa de trabajo de un taxidermista”.
No terminaba de entender la tranquilidad de su marido, su hermano había muerto y él llegó a casa hablando de pelotudeces, cenó y repitió la porción con abundante pan y queso rallado. Luego sin ningún tacto, sin ninguna introducción, suelta el bombazo: Cacho está muerto. “¿Cacho Díaz, el vecino decís?” “No, Cacho mi hermano”.
Esta es una historia cercana de vida familiar, en donde las relaciones van entramándose extrañamente. A Selva Almada le gustan los relatos de familia, dice que es el primer lugar interesante para ver historias porque todos tenemos algo para decir de la nuestra, sin usar siquiera la imaginación. En una entrevista que le realizaron mencionó: "La familia, como institución, la familia convencional, me parece algo que necesito poner en crisis todo el tiempo. Yo vengo de una familia disfuncional, entonces cuando veo papá, mamá, la nena, el nene, y son todos felices, no les creo. Siempre estoy poniendo en cuestión a la familia, con todo lo que gira alrededor. La familia es el lugar de protección: mentira. Las peores cosas suceden muchas veces ahí adentro”.
Está visiblemente interesada en la cuestión de lo femenino, en la obligatoriedad de la maternidad y en los roles de las mujeres dentro de la sociedad, por eso sus relatos vuelven una y otra vez desde distintas aristas a ellas y sus distintos universos. La mujer con nombre verde, salvaje, denso, boscoso y diverso es una escritora argentina que nació y creció en Entre Ríos.
Un día, en medio de una entrevista, cuando le preguntaron por su nombre, contestó imperturbable que era muy común en mujeres de su generación. Toda su literatura está permeada por Villa Elisa, el pueblo que fue su hogar. En su niñez navegaba por las revistas y lecturas que su padre tenía en casa, me dijo que venía de una familia obrera y eso la acercó a un tipo de literatura más popular. Pasaba horas de la mano de Mark Twain y escritores que circulaban entre los jóvenes. Se formó como lectora casi sin darse cuenta, con la maravilla del que vive sin saber para qué.
Se inscribió en la facultad de periodismo en Paraná y allá se encontró con otro tipo de autores que le intercambiaban sus compañeros, continuó formándose como lectora hasta que por puro devenir de la vida llegó un taller de escritura no periodística que la hizo sentir completamente cómoda. Soñó con ser escritora, con la promesa de la escritura como destino o condena, empezó sus primeros cuentos. Abandonó el periodismo, se anotó en literatura y pactó con sí misma la idea de escribir.
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Una chica de provincia
Viajó a Buenos Aires después de graduarse. A los 26 años buscó su destino en la ciudad cosmopolita que había parido a grandes escritores argentinos. A Almada pronto le hizo un lugar.
Inició el taller de escritura con quien después se convertiría en su gran maestro y amigo, Alberto Laiseca.
Ahora en su casa habita Negrita, la gata negra que pertenecía al escritor antes de morir. De esos primeros años me dijo que fueron muy productivos. De la mano de Laiseca pudo producir muchos cuentos que no se animaba a publicar, sentía que lo que buscaba en su narrativa todavía no estaba listo para una publicación. En 2005, a los 32 años, salió a la luz Niños, su primer libro de narrativa, una serie de textos sobre la infancia que no tuvo mucha circulación.
Almada, obsesionada con los relatos autobiográficos, continuó trabajando en ellos haciendo dos series más. Esos relatos que narrarían la cotidianidad, los usos de la palabra y las vivencias de su tierra natal, le darían los insumos para la publicación de su segundo libro: Una chica de provincia.
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El viento que arrasa fue su primera novela y el texto que la internacionalizó: la puso en boca de la crítica y en la mira de cientos de lectores. Han dicho que Selva Almada es de las mejores escritoras argentinas contemporáneas, que su lenguaje cotidiano, que su forma de narrar los espacios…
Ella se mantiene tranquila, llegó a nuestra cita con campera de jean, el cabello negro, suelto y libre. Traía una bolsa de compras que recién hacía, me dijo que uno de sus sobrinos estaba de cumpleaños. Tiene la voz sobria y conversa tranquila sobre su vida y su camino por la literatura, no intenta pavonearse sobre lo que ha leído y mucho menos sobre lo que ha escrito. Se ríe de vez en cuando de lo que me dice y me reafirma que la sencillez de su lenguaje en la escritura hace parte también de su ser conversacional.
Al tiempo, no se le iba de la cabeza un caso de feminicidio que le había sido cercano cuando era una niña: en Entre Ríos, habían asesinado a una chica que vivía cerca de su casa. Nunca había olvidado todo lo ocurrido alrededor del hecho, ni a la prensa local, ni la impunidad que acompañó el caso. Intrigada por la violencia de los feminicidios en Argentina, se lanzó por su próxima publicación, Chicas muertas. Investigó tres casos de violencia contra las mujeres que terminaron en este tipo de tragedias. Publicó en la Revista Anfibia un par de crónicas relacionadas como anticipación al libro. Sintió que ningún lugar era seguro para ser mujer, que la sociedad era poco amable con nuestros cuerpos y arrancó el texto diciendo: “Yo tenía trece años y esa mañana, la noticia de la chica muerta me llegó como una revelación. Mi casa, la casa de cualquier adolescente, no era el lugar más seguro del mundo. Adentro de tu casa podían matarte. El horror podía vivir bajo el mismo techo que vos”.
Todas podemos ser las protagonistas de esas crónicas. Con el libro, Almada cerraba dos pendientes que tenía en la cabeza: la violencia de género y su deuda con el periodismo.
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El desapego es nuestra forma de querernos es el libro con el que se presenta la escritora en la Feria del Libro de Bogotá, una reunión de relatos que en libros anteriores no habían tenido suerte por el anonimato de su escritora, textos publicados en revistas y nuevas narraciones que siguen atravesando el relato familiar, la sombra que hay detrás de la cotidianidad de una casa, las mentiras sociales que nos cuentan sobre cómo se actúa en familia, todos ellos degollados por la tranquilidad de Selva Almada.
“Vaya a saber –repitió tras tomar un trago–. Hace quince años que no lo vemos. Vaya a saber qué pasó por su cabeza. –Una bala –dijo ella y se rio del chiste fácil. Una risa hueca, negra. Se le notaban las ganas de llorar. Por fin Cacho se había ido. No tuvo otra opción”.
La mujer no soportaba que su marido tuviera tanta frialdad para abordar la muerte de su propio hermano. Ella misma tenía ganas de echarse a llorar, pasaron por su cabeza todas las cosas que habían sucedido alrededor de la vida de Cacho, las conversaciones, sus viajes, su tendencia a desaparecer. Recordó esa tarde en que lo vio volver sucio y lleno de sudor, tomaron unas cervezas, hablaban de la vida cuando su marido regresó. A la noche ella le preguntó si estaba feliz con el retorno de su hermano y él dubitativo contestó: “Claro –dijo, sin saber si era verdad–. Claro. Vos sabés, nosotros somos desapegados, pero en el fondo nos queremos”.