Sentires amarillos
No tuve otro sentido que amar poderosamente ese mundo de mariposas y rosas amarillas, y ese método regado en toda su obra de luchar contra el olvido. El legado de Gabriel García Márquez prevalece.
Pedro Alejandro Ríos
Nací en 1999, año en el que mataron en Colombia a Jaime Garzón. Lejos de esa violencia y muy cerca de otras, mis huesos fueron creciendo paralelo a narrativas obscuras, finas, y salidas de la creatividad de miles de hombres y mujeres que veían en ella una respuesta o una salida en este amplio territorio de realismo mágico y degradado.
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También, en Boyacá, donde crecí, supe identificar rápidamente la diferencia que se desprende entre el olor del bocadillo, la guayaba y la panela, que con particular esperanza podría decir que pudieron ser títulos de alguna obra de Gabriel García Márquez.
En el extenso río Suárez, que geográficamente une a dos pueblos: Santander y Boyacá, por los años 2000, vi cómo crecían los alcaparros, los guayacanes y los ocobos, sin saber que años antes, por ese mismo río, mi padre y sus compadres, vieron bajar cadáveres, a los cuales estos árboles, les pusieron sus flores amarillas, como adiós y bienvenida.
Mi infancia, por fortuna, fue tranquila: crecí entre hormigas, caña de azúcar, mi familia y el interés más grande por conocer los invaluables porqués de todo. Allí, y luego de entender la maravilla que suman las letras, una detrás de la otra y su significado, entonces, empecé a leer y fue un ritual que tarde o temprano me llevó a autores fascinantes: García Márquez, Carlos Fuentes y por andares, Marvel Moreno. La primera vez que leí al Nobel de Literatura colombiano, no dudé en releerlo, no por otra cosa: había una magia, y dos tambores con el ritmo de su voz que podía escuchar leyendo.
No tuve otro sentido que amar poderosamente ese mundo de mariposas y rosas amarillas, y ese método regado en toda su obra de luchar contra el olvido - quizá, ese olvido manifiesto en el autor que escribe para no olvidar -. Yo, nada pude con su obra más que seguirla y leerla, luego le vi en cada paso que di, en cada pueblo que fue quedando atrás y en cada carta que intenté escribir sin su influencia sonando en mi oído. Su incidencia en mi gusto por la literatura fue clave, pero estuvo sujeta, ante todo, con esa posibilidad que brindaban sus letras: narrar dentro de sus historias, mis historias, con otros protagónicos y otros olores.
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A tal punto llegó mi cariño por su obra que tuve no por invención propia, sino por descuido: mencionar que yo, cuando estaba melancólico e intentaba escribir, estaba sintiendo amarillo. Esa expresión me hizo sentir cercano y seguro. Porque claro, muchas cosas que tienen que ver con la génesis de mi escenario creativo se pintan de amarillo: las flores, el río con el ocaso encima, los ocasos desde mi ventana, los ojos de mi padre muriendo, la panela, y la guayaba.
Hoy siento amarillo, cuando despierto y echo atrás esta película de vida y recuerdo un Gabriel García Márquez presente en mis primeras lecturas, en mis conversaciones con primeros amores y en esta sed infinita por descubrir qué hay detrás de cada suma de sus letras. Siento amarillo cuando pienso en la ausencia y en los adioses, que como lo dije en otro texto que ya olvidé, parecen ser, caminos sin días continuos. Por eso a Gabo no le he dicho adiós, porque sé que en agosto nos vemos.
Cada jueves podrán recibir en sus correos el newsletter de El Magazín Cultural, un espacio en el que habrá reflexiones sobre nuestro presente, ensayos, reseñas de libros y películas y varias recomendaciones sobre la agenda cultural para sus fines de semana. Si desean inscribirse a nuestro newsletter, que estará disponible desde la segunda semana de marzo, puede hacerlo ingresando al siguiente link.
Nací en 1999, año en el que mataron en Colombia a Jaime Garzón. Lejos de esa violencia y muy cerca de otras, mis huesos fueron creciendo paralelo a narrativas obscuras, finas, y salidas de la creatividad de miles de hombres y mujeres que veían en ella una respuesta o una salida en este amplio territorio de realismo mágico y degradado.
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En el extenso río Suárez, que geográficamente une a dos pueblos: Santander y Boyacá, por los años 2000, vi cómo crecían los alcaparros, los guayacanes y los ocobos, sin saber que años antes, por ese mismo río, mi padre y sus compadres, vieron bajar cadáveres, a los cuales estos árboles, les pusieron sus flores amarillas, como adiós y bienvenida.
Mi infancia, por fortuna, fue tranquila: crecí entre hormigas, caña de azúcar, mi familia y el interés más grande por conocer los invaluables porqués de todo. Allí, y luego de entender la maravilla que suman las letras, una detrás de la otra y su significado, entonces, empecé a leer y fue un ritual que tarde o temprano me llevó a autores fascinantes: García Márquez, Carlos Fuentes y por andares, Marvel Moreno. La primera vez que leí al Nobel de Literatura colombiano, no dudé en releerlo, no por otra cosa: había una magia, y dos tambores con el ritmo de su voz que podía escuchar leyendo.
No tuve otro sentido que amar poderosamente ese mundo de mariposas y rosas amarillas, y ese método regado en toda su obra de luchar contra el olvido - quizá, ese olvido manifiesto en el autor que escribe para no olvidar -. Yo, nada pude con su obra más que seguirla y leerla, luego le vi en cada paso que di, en cada pueblo que fue quedando atrás y en cada carta que intenté escribir sin su influencia sonando en mi oído. Su incidencia en mi gusto por la literatura fue clave, pero estuvo sujeta, ante todo, con esa posibilidad que brindaban sus letras: narrar dentro de sus historias, mis historias, con otros protagónicos y otros olores.
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