Sentires desnudos y preguntas intactas
La inefable diferencia entre nostalgia y melancolía, la complicidad de una mecedora y un sueño que permite abrazar.
Linda Esperanza Aragón
Recuerdo aquel sábado en el parque Sagrado Corazón de Barranquilla cuando compartía con mis amigos y de repente evoqué una fiesta cultural, celebrada en ese mismo lugar, en la que fuimos muy felices: bailamos hasta el cansancio, sudamos, escuchamos música caribeña, cantamos y reímos hasta que nos dolió la panza. Les dije:
—Chicos, justo en este parque vivimos aquella fiesta estupenda. Me dio nostalgia.
Todos me miraron. Una de mis amigas me hizo varias preguntas:
—¿Será tristeza? ¿A qué te refieres cuando dices que sientes nostalgia? No es la primera vez que recuerdas algo y dices que sientes nostalgia, ¿no será melancolía?
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Yo no sabía cómo explicarlo ni cómo esconder la alegría de haberlo vivido. También tenía miedo de que no se volviera a repetir esa fiesta. Me quebré, guardé silencio por un par de segundos y luego lancé un puñado de palabras:
—Lo recuerdo con alegría y algo de tristeza. Acudo al pasado cuando quiero volver a esos momentos en los que fui feliz, pues deseo que se repitan.
Estuve a punto de concluir mi respuesta con esa emblemática canción que dice que uno vuelve siempre a los viejos sitios…, pero sentí que caería en lo cliché y que mi respuesta no sería convincente (y que iba a parecer un ser alunado).
Mi amiga sí supo rematarla:
—Los momentos no volverán a ser iguales, aunque ocurran en el mismo lugar, en la misma fecha y con la misma gente.
—Lo sé —le dije.
A continuación acudimos al móvil y buscamos la diferencia entre nostalgia y melancolía. Alguien del grupo leyó para todos:
—La melancolía es un estado de tristeza en el que te pierdes en el recuerdo por la imposibilidad de repetir lo vivido. La nostalgia, por el contrario, se relaciona con lo agradable y es una impresión positiva hacia un momento o experiencia del ayer.
Me sentí confundida después de escucharlo. ¿Tal vez lo que sentía era melancolía y la quería disfrazar de nostalgia para no alarmarme ni alarmarlos? Es que la línea que las separaba es muy delgada. Me pareció una diferencia enigmática. Quizá lo que sentía era miedo por el paso raudo del tiempo (sí, cronofobia, aunque no creo que haya llegado a ese extremo). O lo que sentía era miedo a la muerte, eso sí me afecta: toda mi vida he pensado en la muerte y me asusta tremendamente.
Nos quedamos hablando un buen rato sobre el tema. Incluso, se mencionó la expresión guayabo, que en la jerga costeña se relaciona con la melancolía y la nostalgia. Para mí guayabo era una mezcla de ambos estados. Me desconecté un rato de la conversación y me quedé pensando en si tenía un problema y en que debía dejar de ser tan necia y aprender a desprenderme con facilidad del pasado.
¿Cambiaría algo en el mundo si uno decide compartir sus guayabos? No sé. Me sentí confundida y rara, no obstante, agradecí que ellos me escucharan con respeto y paciencia. Me gustó que naciera una conversación sobre ese asunto en el parque.
Al día siguiente (domingo, ¡ay!, domingo, qué día más eterno y soporífero para mí) me sentía a la deriva, agotada. No sabía cómo ordenar mi mundo y mis silencios. Contemplé a mis dos gatas y les pregunté: “¿Han sentido guayabo?”. Después las acaricié y les silbé la melodía de La vie en rose, la canción que las hace mover sus colitas y acercarse a mí cada vez que suena.
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Me fui al patio de la casa a buscar la brisa y me senté en una mecedora colorinche. No encontré la brisa, hacía calor, pero cuando me mecía se refrescaba mi cuerpo. Creo que el vaivén de la mecedora comenzó a sacudir un poco mi mundo. Aquello me agradó. La mecedora se volvió mi cómplice. Miré el reloj y me dije: “Para qué diablos lo miro si este día es denso”.
Pensé en el trabajo y en mi emancipación. Recordé la intensidad de mis latidos cuando decidí lanzarme a la independencia. Fue arrojarme a un océano de incertidumbres, sin embargo, me he sentido más libre y entregada a mi oficio como periodista y fotógrafa. Fácil no ha sido.
Me asaltó la duda: ¿cuánto durarían la libertad, la inspiración, los ingresos económicos, las salidas de campo y la buena suerte que he tenido? Estaba segura de que no solo era buena suerte, sino también empeño y sudor. Recordé lo bueno y las caídas. Sabía que no tenía el don de atraer la buena suerte siempre y, mucho menos, de retenerla por tanto tiempo; que era de las que se agarraban a sus sueños y no descansaban hasta consolidarlos, de las que entendían que las cosas no siempre ocurren cuando se desean, de las que también se escondían en sus miedos e iban aprendiendo a defenderse de ellos.
¡Ay!, mis miedos, mis miedos son tan grandes que no doy para describirlos ni escarbarlos. Solo sé que son una masa gigante y que puedo esconderme allí de vez en cuando. También me refugio en las nostalgias y/o melancolías. ¿Iba por la vida acumulando recuerdos? ¿Satisfacía a mi memoria con ello? ¿Habría un límite? ¿Eso se había vuelto una manía?
A media que esas preguntas iban cayendo sobre mí, yo me mecía más fuerte y me dejaba llevar por el movimiento. Deseaba ser esa niña que se entregaba al mar cuando su madre la llevaba de viaje a Santa Marta. Esa niña que no desprendía la vista de las espléndidas bandadas en su pueblo de la infancia.
Otra vez me encontraba en el pasado. Sabía que mis sentires se desnudaban justo allí. Empezaba a sentir guayabo y me surgieron más preguntas: ¿me estaba perdiendo de los placeres de desprenderme con agilidad del pasado?, ¿qué ganaba si aprendía a desprenderme? No quise responderlas ni perpetuar ese monólogo. ¿Perpetuar? Si la vida es corta, se acaba. La vida es risa y llanto. Gloria y derrota. ¿Éxito y fracaso?
Tampoco quise clasificar mis experiencias en cada uno de esos conceptos para hacer cuentas y descubrir si era o no una mujer ejemplar. ¿Qué significaba ser una mujer ejemplar? No tenía idea. Me embargó un mutismo que dio paso al reconocimiento de mi intensa soledad dominguera, una soledad que me abrazaba sin devorarme y se mecía conmigo. La disfrutaba.
Mientras tanto se sumaban más preguntas: ¿el éxito se mide por el ser o el hacer?, ¿se mide por el destino o por lo aprendido en el camino?, ¿es dominar y poseer?, ¿es sentirnos libres y bailar de repente en plena calle?, ¿es estar ocupados y ser productivos día tras día?, ¿el éxito le conviene más al sistema o a uno?, ¿por qué el éxito y el fracaso tienen tanto poder en nuestras vidas?
Me hundí en ese mar de preguntas, me sentía desprovista de criterios. Eran apabullantes. Me gusta hablarme en voz alta para ordenar ideas y sentires. Ese día lo intenté, pero la voz me salió tímida. Callé y pensé en no responderlas usando eufemismos. Mis gatas me miraban con curiosidad y me hacían creer que era justo ese sentimiento, que estaba bien no tener las respuestas preparadas. Me alivié y seguí meciéndome. (¡Vaya!, qué poder tienen las miradas gatunas).
Por un momento quise transportarme al mar y convertir su sonido en arrullos maternos. ¡Oh!, mi madre, la quiero tanto y recuerdo siempre los ratos felices de la infancia con ella a mi lado. La imaginé diciéndome: “Niña, tú sí te complicas; no le pares bolas al mundo”.
Ese día no sabía dónde guardar los momentos gratos de mi vida, quería tener el don de convertirlos en fotografías y almacenarlas y que me enterraran con ellas. ¿Muerte? Preferí no pensar en el tema, me horroricé. Recordé que una vez se lo manifesté a la psicóloga, le dije que me daba miedo hablar de la muerte y que me preocupaba muchísimo. Al notar, quizá, que siempre le hablaba del miedo a la muerte y la oscuridad, ella me lanzó una pregunta dotada de seriedad y sabiduría:
—¿Cómo quiere ser Linda en esta vida?
Me explotó la cabeza. No le respondí esa pregunta. Me dio vértigo. No supe qué decirle, ni cómo armar mi respuesta y concluirla.
Me sorprendieron la tarde y el sueño en la mecedora ese domingo. Casi todas las preguntas quedaron intactas. Se disipó el hambre de respuestas y la deriva me imantó. Me dormí abrazando mis guayabos, miedos manifiestos, osadías, desgarros, sentires desnudos y recordaciones innegociables bailando en mi presente. Dormí tranquila.
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Recuerdo aquel sábado en el parque Sagrado Corazón de Barranquilla cuando compartía con mis amigos y de repente evoqué una fiesta cultural, celebrada en ese mismo lugar, en la que fuimos muy felices: bailamos hasta el cansancio, sudamos, escuchamos música caribeña, cantamos y reímos hasta que nos dolió la panza. Les dije:
—Chicos, justo en este parque vivimos aquella fiesta estupenda. Me dio nostalgia.
Todos me miraron. Una de mis amigas me hizo varias preguntas:
—¿Será tristeza? ¿A qué te refieres cuando dices que sientes nostalgia? No es la primera vez que recuerdas algo y dices que sientes nostalgia, ¿no será melancolía?
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Yo no sabía cómo explicarlo ni cómo esconder la alegría de haberlo vivido. También tenía miedo de que no se volviera a repetir esa fiesta. Me quebré, guardé silencio por un par de segundos y luego lancé un puñado de palabras:
—Lo recuerdo con alegría y algo de tristeza. Acudo al pasado cuando quiero volver a esos momentos en los que fui feliz, pues deseo que se repitan.
Estuve a punto de concluir mi respuesta con esa emblemática canción que dice que uno vuelve siempre a los viejos sitios…, pero sentí que caería en lo cliché y que mi respuesta no sería convincente (y que iba a parecer un ser alunado).
Mi amiga sí supo rematarla:
—Los momentos no volverán a ser iguales, aunque ocurran en el mismo lugar, en la misma fecha y con la misma gente.
—Lo sé —le dije.
A continuación acudimos al móvil y buscamos la diferencia entre nostalgia y melancolía. Alguien del grupo leyó para todos:
—La melancolía es un estado de tristeza en el que te pierdes en el recuerdo por la imposibilidad de repetir lo vivido. La nostalgia, por el contrario, se relaciona con lo agradable y es una impresión positiva hacia un momento o experiencia del ayer.
Me sentí confundida después de escucharlo. ¿Tal vez lo que sentía era melancolía y la quería disfrazar de nostalgia para no alarmarme ni alarmarlos? Es que la línea que las separaba es muy delgada. Me pareció una diferencia enigmática. Quizá lo que sentía era miedo por el paso raudo del tiempo (sí, cronofobia, aunque no creo que haya llegado a ese extremo). O lo que sentía era miedo a la muerte, eso sí me afecta: toda mi vida he pensado en la muerte y me asusta tremendamente.
Nos quedamos hablando un buen rato sobre el tema. Incluso, se mencionó la expresión guayabo, que en la jerga costeña se relaciona con la melancolía y la nostalgia. Para mí guayabo era una mezcla de ambos estados. Me desconecté un rato de la conversación y me quedé pensando en si tenía un problema y en que debía dejar de ser tan necia y aprender a desprenderme con facilidad del pasado.
¿Cambiaría algo en el mundo si uno decide compartir sus guayabos? No sé. Me sentí confundida y rara, no obstante, agradecí que ellos me escucharan con respeto y paciencia. Me gustó que naciera una conversación sobre ese asunto en el parque.
Al día siguiente (domingo, ¡ay!, domingo, qué día más eterno y soporífero para mí) me sentía a la deriva, agotada. No sabía cómo ordenar mi mundo y mis silencios. Contemplé a mis dos gatas y les pregunté: “¿Han sentido guayabo?”. Después las acaricié y les silbé la melodía de La vie en rose, la canción que las hace mover sus colitas y acercarse a mí cada vez que suena.
Lea: Gato ciempiés (Cuentos de sábado en la tarde)
Me fui al patio de la casa a buscar la brisa y me senté en una mecedora colorinche. No encontré la brisa, hacía calor, pero cuando me mecía se refrescaba mi cuerpo. Creo que el vaivén de la mecedora comenzó a sacudir un poco mi mundo. Aquello me agradó. La mecedora se volvió mi cómplice. Miré el reloj y me dije: “Para qué diablos lo miro si este día es denso”.
Pensé en el trabajo y en mi emancipación. Recordé la intensidad de mis latidos cuando decidí lanzarme a la independencia. Fue arrojarme a un océano de incertidumbres, sin embargo, me he sentido más libre y entregada a mi oficio como periodista y fotógrafa. Fácil no ha sido.
Me asaltó la duda: ¿cuánto durarían la libertad, la inspiración, los ingresos económicos, las salidas de campo y la buena suerte que he tenido? Estaba segura de que no solo era buena suerte, sino también empeño y sudor. Recordé lo bueno y las caídas. Sabía que no tenía el don de atraer la buena suerte siempre y, mucho menos, de retenerla por tanto tiempo; que era de las que se agarraban a sus sueños y no descansaban hasta consolidarlos, de las que entendían que las cosas no siempre ocurren cuando se desean, de las que también se escondían en sus miedos e iban aprendiendo a defenderse de ellos.
¡Ay!, mis miedos, mis miedos son tan grandes que no doy para describirlos ni escarbarlos. Solo sé que son una masa gigante y que puedo esconderme allí de vez en cuando. También me refugio en las nostalgias y/o melancolías. ¿Iba por la vida acumulando recuerdos? ¿Satisfacía a mi memoria con ello? ¿Habría un límite? ¿Eso se había vuelto una manía?
A media que esas preguntas iban cayendo sobre mí, yo me mecía más fuerte y me dejaba llevar por el movimiento. Deseaba ser esa niña que se entregaba al mar cuando su madre la llevaba de viaje a Santa Marta. Esa niña que no desprendía la vista de las espléndidas bandadas en su pueblo de la infancia.
Otra vez me encontraba en el pasado. Sabía que mis sentires se desnudaban justo allí. Empezaba a sentir guayabo y me surgieron más preguntas: ¿me estaba perdiendo de los placeres de desprenderme con agilidad del pasado?, ¿qué ganaba si aprendía a desprenderme? No quise responderlas ni perpetuar ese monólogo. ¿Perpetuar? Si la vida es corta, se acaba. La vida es risa y llanto. Gloria y derrota. ¿Éxito y fracaso?
Tampoco quise clasificar mis experiencias en cada uno de esos conceptos para hacer cuentas y descubrir si era o no una mujer ejemplar. ¿Qué significaba ser una mujer ejemplar? No tenía idea. Me embargó un mutismo que dio paso al reconocimiento de mi intensa soledad dominguera, una soledad que me abrazaba sin devorarme y se mecía conmigo. La disfrutaba.
Mientras tanto se sumaban más preguntas: ¿el éxito se mide por el ser o el hacer?, ¿se mide por el destino o por lo aprendido en el camino?, ¿es dominar y poseer?, ¿es sentirnos libres y bailar de repente en plena calle?, ¿es estar ocupados y ser productivos día tras día?, ¿el éxito le conviene más al sistema o a uno?, ¿por qué el éxito y el fracaso tienen tanto poder en nuestras vidas?
Me hundí en ese mar de preguntas, me sentía desprovista de criterios. Eran apabullantes. Me gusta hablarme en voz alta para ordenar ideas y sentires. Ese día lo intenté, pero la voz me salió tímida. Callé y pensé en no responderlas usando eufemismos. Mis gatas me miraban con curiosidad y me hacían creer que era justo ese sentimiento, que estaba bien no tener las respuestas preparadas. Me alivié y seguí meciéndome. (¡Vaya!, qué poder tienen las miradas gatunas).
Por un momento quise transportarme al mar y convertir su sonido en arrullos maternos. ¡Oh!, mi madre, la quiero tanto y recuerdo siempre los ratos felices de la infancia con ella a mi lado. La imaginé diciéndome: “Niña, tú sí te complicas; no le pares bolas al mundo”.
Ese día no sabía dónde guardar los momentos gratos de mi vida, quería tener el don de convertirlos en fotografías y almacenarlas y que me enterraran con ellas. ¿Muerte? Preferí no pensar en el tema, me horroricé. Recordé que una vez se lo manifesté a la psicóloga, le dije que me daba miedo hablar de la muerte y que me preocupaba muchísimo. Al notar, quizá, que siempre le hablaba del miedo a la muerte y la oscuridad, ella me lanzó una pregunta dotada de seriedad y sabiduría:
—¿Cómo quiere ser Linda en esta vida?
Me explotó la cabeza. No le respondí esa pregunta. Me dio vértigo. No supe qué decirle, ni cómo armar mi respuesta y concluirla.
Me sorprendieron la tarde y el sueño en la mecedora ese domingo. Casi todas las preguntas quedaron intactas. Se disipó el hambre de respuestas y la deriva me imantó. Me dormí abrazando mis guayabos, miedos manifiestos, osadías, desgarros, sentires desnudos y recordaciones innegociables bailando en mi presente. Dormí tranquila.
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