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No había publicado gran cosa. Había ganado dos premios de poesía. Había publicado poemas en algunas revistas y en un libro. Había escrito algunos cuentos, que estaban inéditos; había ganado un premio pequeño de ese género y había logrado poner un par de ellos en revistas de circulación nacional. Eso era todo. Lo que podía quitarme la paternidad era menos que nada.
Además, pensaba en la relación de otros escritores con su paternidad. Tolstói, Hemingway, Faulkner, Joyce, Quiroga, Salinger, y muchos más fueron padres. Sin embargo, la mayoría asumió su rol desde el lindero, dejando el cuidado de sus hijos a sus esposas o criadas, y arrojándose a su trabajo. ¿Eso era lo que me esperaba si quería construir una carrera de escritor y ser padre? ¿La paternidad y la literatura son incompatibles?
Salinger no fue un padre ejemplar. Su hija, Margaret A. Salinger, escribió un libro, El guardián de los sueños, en el que se describe, de manera descarnada, a un hombre egocéntrico, misántropo y una paternidad autoritaria. Tampoco Hemingway parecía el tipo de padre que yo deseaba ser. Él dejaba a su hijo con su gato mientras salía por unas copas. En París era una fiesta lo relata: «No necesitábamos niñeras, F. Puss (nombre del gato) era la niñera». Tolstói, padre de 13 hijos, se arrojó a la literatura sin preocuparse. La única referencia a una paternidad activa me parecía encontrarla en Joyce, que (según recordaba haber leído) escribió el Ulises mientras cuidaba de su hija. ¿Eso no era lo que yo deseaba hacer?
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El 8 de febrero de 2013 la paternidad adquirió peso y llanto. Eran las 8:14 de la mañana cuando el cirujano me dijo, con una voz inmaculada, que había nacido un niño grande y sano. Lo que sucedió después, lo retraté en un poema:
Cuando mi hijo nació / corrí por los pasillos para verlo, / el corazón me palpitaba en la yema de los dedos / y fui dejando el rastro de un padre primerizo / sobre los azulejos del hospital. / Me bastó la torpeza de mi instinto para encontrarlo. / Lo hallé envuelto en la desnudez del primer instante, /con la lluvia cayendo a cántaros de su boca, / un caudal de vida que me dejó estupefacto. / Ahora lo veo seguir mi voz con sus ojos, / abrir las manos, doblar sus pequeños dedos / hechos por un dios que no puede ser castigador, / ni déspota, un dios sin paraísos, / sin manzanas envenenadas. / Su rostro es mi reconciliación con la vida, / el atardecer florecido en la fotografía, / una noche estrellada de mi niñez, el amor en cada pétalo /cortado por la brisa.
La escritura se convirtió en el vehículo que filtraba la experiencia de la paternidad. Dejamos el apartamento frío de Bogotá, remplazándolo por uno ubicado a treinta minutos del mar caribe. Teníamos tres cuartos. Además del principal, uno con las paredes pintadas y una bella cuna para el bebé, y otro donde me sentaba a escribir en la madrugada hasta que los mosquitos se marchaban y el espacio quedaba incendiado de luz. La escritura se dulcificó de manera misteriosa. Sin embargo, era pronto para decir cuál sería mi rol, si asumiría una paternidad activa o me quedaría en el lindero. Aprendí a cumplir con mi parte: lo bañaba, lo cambiaba y, con el tiempo, aprendí a vivir la soledad de ser padre. Es decir, de serlo todo. La madre de mi hijo no podía detener su vida, tenía que regresar a la poesía, a la academia, a la dicha de ser ella. Eso lo comprendí. No podía quedarme impávido, observando como el tiempo aumentaba de talla y estrenaba dientes.
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Me decidí por ser Joyce.
La literatura y la paternidad no pueden ser enemigos, cuando la primera se alimenta de la vida y la segunda es un corazón en plena carrera. Esto lo entendí cuando comencé a inventar historias para mi hijo cada noche. Escribía las mejores pensando en conformar un libro de cuentos. Con el tiempo pasé a relatarle anécdotas, obligándome a examinar algunos de los momentos más significativos de mi vida, ejercicio que hubiera sido imposible si me hubiera sustraído a la realidad maravillosa de ser papá. De hecho, este texto habría sido imposible sin él.
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