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Que no llegue el ocaso del mirar
Como no hay un tren que me lleve a los recuerdos, escogí la fotografía y el caminar para abrazar mis nostalgias. Regreso al pueblito magdalenense en el que pasé la infancia y me aferro a la cámara. Busco con la mirada las escenas que me acerquen a aquel tiempo de felicidad, esa felicidad que no se relacionaba con lo material. Escenas húmedas y térreas. Escenas que no interrumpan el nacimiento de otros recuerdos. Enfoco a los niños que se bañan en la ciénaga y a los que corren por las calles.
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Hasta donde alcanza la vista el pueblo está repleto de las sombras de las casas, de los árboles y de la gente que anda. Camino y me siento perseguida por las conversaciones de los pobladores en las esquinas. Les tomo una foto. Trato de no ser percibida para no destrozar la naturalidad de la escena. Ese relato cotidiano escrito con luz sé que no me produce una satisfacción instantánea, sino perenne. Siento que al ver cada foto mis gajos de olvidos pierden peso.
En el camino me acuerdo de lo que dijo Marion al final la película La otra mujer: “Y me pregunté si un recuerdo es algo que se tiene o algo que se ha perdido”. Sea lo que sea no quiero que llegue el ocaso del mirar. Y espero que los silencios de los otros días en los que he estado lejos del terruño, me acompañen en un próximo viaje para reivindicar el pasado mirando sin parpadear.
***
Sara
Mi sobrina Sara, de 8 años, entró a mi habitación muy inquieta.
—¿Quién creó a Dios? —me preguntó.
Quise ganar tiempo quitándome las gafas y bajando la tapa de mi computador. Me sentí acorralada; no quería darle una respuesta inventada por mí (ella no se la iba a creer, es muy lista) ni decirle que no interrumpiera mi actividad y que después hablábamos de eso.
—Esa es una pregunta que muchas personas nos hacemos. Creo que no hay una respuesta definitiva —le contesté.
—¿Por qué? —insistió.
—Es un tema difícil…
Se quedó en silencio durante algunos segundos. Luego, me miró y me dijo:
—Yo quiero conocer a Dios, pero él no aparece ni en televisión.
***
Escenas oficinescas
En esta silla me gané una escoliosis. Y no importa, sigo aquí sentada gastándome la vista. El silencio es espeso en la oficina. A veces me secuestran mis pensamientos, pero debo poner los pies sobre la tierra, bueno, no los pies en sí, sino los tacones, porque es lo que me toca usar de lunes a viernes. Y vestidos elegantes. Ese silencio espeso es derrotado siempre por el taconeo de las demás compañeras, el sonido de las teclas y el clic del mouse. El sonido de la respiración no tiene protagonismo, tampoco el de los latidos. La luz es dura. La vista se cansa. El cuerpo se va adaptando al entono. Somos once personas metidas en diferentes cubículos. El escenario es pobre en interrupciones. No hablamos casi. Hay que rendir y ser eficientes. Cuando tengo que ser amable mi risa es amarga, aunque afuera se vea dulce. No me siento alegre. Siempre vuelve ese silencio, ese silencio sin mundo, sí, porque nos olvidamos del exterior por estar concentrados en el trabajo. No tomo café. A veces, solo a veces me pongo los audífonos y escucho salsa, es lo único que me sube el ánimo, y por dentro me digo: “Qué haces moviendo la cabeza. Párate y mueve esos pies”. Ajá, como si fuese correcto hacerlo; mi jefe no dudaría en decir que estoy loca de remate. Ah, sí, mi jefe, ese personaje que suele tamborilear sobre el escritorio mientras hablamos en su oficina sobre las tareas de la semana. Trato de imaginar que es Ray Barretto para no sentirme saturada de información, eso me despeja. Después de almorzar, siento el camino más largo a la oficina. Me siento otra vez y me espera la hoja en blanco de Word, esa hoja desprovista de compasión. Y el tiempo, el tiempo cuartea mi ilusión de salir corriendo. A cada rato miro esa esquinita inferior derecha del computador para ver si ya son las seis de la tarde y partir. Esa esquina o, más bien, ese rincón, es donde se amontonan mis desilusiones. El inicio de la semana se vuelve espeso como el silencio. Que esto no suene a queja, yo decidí estar aquí, es como tener una cadena de agua. No sé. Apenas estoy describiendo cómo es un lunes en la oficina. Ahora debo borrar todo esto y empezar a escribir boletines informativos…
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***
¿Hay que culparlas?
Las distancias no existen para que nos dejen en soledad.
Las distancias no existen para que los ausentes se incrementen.
Las distancias no existen para cansar las piernas.
Las distancias no existen para morir en el intento.
Las distancias no existen para que los susurros se pierdan.
Las distancias no existen para que los recuerdos se extingan.
Las distancias solo dan una sed inenarrable.