Sergio Ramírez: “Se llamaron revolucionarios y hoy sólo creen en el dinero”
Fragmento de “Tongolele no sabía bailar”, la nueva novela del exiliado escritor nicaragüense, que es censurada por el régimen de Daniel Ortega porque recrea la Nicaragua turbulenta de hoy. En librerías colombianas bajo el sello editorial Alfaguara.
Sergio Ramírez * / Especial para El Espectador
Cuando llegaban a Totogalpa, antes del empalme que lleva a Somoto hacia el norte, y a Estelí hacia el sur, y de allí a Managua, Rambo, desde el asiento de atrás donde viajaba, en busca de oír música, encendió el radio, sintonizado en la estación Madre y Maestra. (Recomendamos: entrevista con Sergio Ramírez, ganador del Premio Cervantes de las Letras. Por Nelson Fredy Padilla).
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Cuando llegaban a Totogalpa, antes del empalme que lleva a Somoto hacia el norte, y a Estelí hacia el sur, y de allí a Managua, Rambo, desde el asiento de atrás donde viajaba, en busca de oír música, encendió el radio, sintonizado en la estación Madre y Maestra. (Recomendamos: entrevista con Sergio Ramírez, ganador del Premio Cervantes de las Letras. Por Nelson Fredy Padilla).
Transmitía el sermón de monseñor en la última misa dominical. Iba a cambiar de estación, pero el inspector Morales le agarró el brazo para detenerlo. Quería seguir oyendo:
«... porque hay dos Nicaraguas, mis queridos hermanos en Cristo Jesús: la de quienes se lucran del cacareado crecimiento, la de la bacanal sin fin, la de la minoría egoísta, la de la oligarquía vieja que sólo cree en el dinero, y la de la nueva clase fastuosa y arrogante de quienes un día se llamaron revolucionarios, y hoy también sólo creen en el dinero. (Le puede interesar: Los problemas de salud de Sergio Ramírez en su exilia en España).
El dinero los une, por eso pactan entre ellos, por eso se reparten las vestiduras del país, como los sayones al pie de la cruz del Salvador. Y la otra Nicaragua marginada, la de la inmensa mayoría, la de la pobreza que ofende, la de los campesinos que comen guineo con sal, la de los humildes trabajadores que no tienen segunda muda. Y vemos eso y no decimos nada.
Vimos cómo aquellos que cuando eran jóvenes lucharon por un mundo nuevo le daban un golpe de Estado al pueblo cambiando la Constitución para perpetrarse en el poder en nombre de una revolución ya muerta, y no dijimos nada. Vimos cómo se robaban las instituciones y las prostituían, y tampoco dijimos nada. Vimos cómo se apoderaban de la policía y del ejército y nos callamos.
Qué cómodo es callarse. Y qué cobarde. Vimos cómo se adueñaban de los sindicatos y ni parpadeamos, ése no era nuestro problema. Pretendimos no ver cuando se apoderaron de las radios y las televisoras y nada dijimos. Vimos cómo saqueaban el Seguro Social, cómo descaradamente nos robaban nuestros ahorros para un retiro digno, y seguimos en silencio.
Vemos cómo en nuestra cara despalan los bosques, asolan los pinares, secan y envenenan los ríos, y todos muy bien, gracias. Vemos cómo cambian los libros de historia y los llenan de mentiras, cómo pisotean la educación, cómo se apoderan de las universidades. ¿Y a nosotros qué?
Y lo más increíble, vemos cómo el rico Epulón, vestido de púrpura y de lino fino, ávido de negocios, como si no tuviera ya bastante, se sienta en la mesa presidencial de Caifás. Vemos cómo ríen y celebran entre ellos, los unos y los otros, los viejos ricos y los nuevos ricos, se los digo y repito, rodeados de flores para que no se sienta el olor a muerte, el olor a corrupción, y tampoco decimos nada.
Y seguimos callados cuando tiran las migajas que sobran del banquete en forma de chanchos y de gallinas y de láminas de zinc para apaciguar a los pobres.
Y vemos cómo crecen sus turbas, que garrotean sin piedad al que se atreve a manifestarse, y tampoco decimos nada. También vemos a las patrullas del ejército en el campo matando campesinos, como aquí no más en Susucayán nuestro hermano Celedonio Rivera. Los vemos acusar a esa pobre gente de tener armas escondidas, de ser abigeos, mariguanos, contrabandistas de drogas, cuando ni siquiera tienen segunda camisa que ponerse. ¿Y nosotros qué? Silencio. Y vemos a la policía dedicada a reprimir, amparando a las turbas, metiendo en la cárcel al inocente, y todos callados. ¿Hemos de estar siempre callando?
Y más impuestos para hacer más árboles de lata, más caprichos esquizofrénicos y menos comida en casa del trabajador esquilmado, y no decíamos nada. Pero el pastor que huele a oveja pone el oído cerca del corazón de la gente humilde, de los que sufren... gente digna... jóvenes... tanto oprobio... abuso... crujir de dientes... dos Nicaraguas... una sola...».
La señal de la emisora se perdió cuando dejaban atrás Yalagüina.
—¿Será que callaron a pija a esa radio? —preguntó Rambo.
—El transmisor FM es de medio kilo, no da para mucho —el padre Pupiro manejaba con cautela, las dos manos agarradas al timón—; milagro ha llegado hasta aquí.
—Pero quienes le llevan la cuenta a monseñor sí que lo escuchan bien, y le graban todas sus palabras —el inspector Morales apagó la radio.
—Estamos en manos del Señor, y a él nos encomendamos.
—Y en manos de los paramilitares.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Alfaguara.