Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
El escritor Sergio Ramírez recibirá el próximo 23 de abril en España el Premio Cervantes de las Letras, el llamado Nobel de Literatura hispanoamericano. Sin embargo, la exaltación de su obra en todos los géneros —más de 50 libros— no ha sido motivo de suficiente análisis, tal vez porque se trata de un nicaragüense, además con militante vida revolucionaria a la espalda. Así como en algún momento este premio llamó a estudiar la obra de Sabato, Borges, Carpentier, Roa Bastos, Vargas Llosa, Onetti, Fuentes y Mutis, por citar otros ganadores latinoamericanos, este año convoca a dialogar con un digno heredero de Rubén Darío. En el caso nuestro, los libros de Ramírez son obligatorios si uno pretende entender la historia de un país como Nicaragua, marcado por la guerra y la corrupción del poder, al igual que Colombia.
¿Qué soñaba el Sergio Ramírez que a los diecisiete años viajó de su natal Masatepe, de la mano de su padre, hacia la ciudad de León y qué tanto se hizo realidad?
A esa edad no hay sueños fijos, sino que responden a una variedad cambiante que tiene mucho de ansiedad, de expectativa y sobre todo de curiosidad. El futuro es una página en blanco. ¿Qué me deparaba el futuro? Mentiría si dijera que quería ser escritor. Tampoco quería ser abogado, aunque iba a estudiar derecho. Quería serlo todo. Y de lo único que estaba consciente era de la hazaña del momento: salía de mi pueblo, lo dejaba atrás, iba hacia lo desconocido.
¿Haber estudiado derecho y la figura de un padre que admiraba a Somoza le replantearon la vida?
En Masatepe yo vivía en una especie de arcadia. Mi familia, que era numerosa, tanto la paterna como la materna, era liberal desde los tiempos de la revolución de Zelaya, y Somoza era el sucesor legítimo del Partido Liberal. Nadie cuestionaba esa herencia, sobre todo porque del otro lado, según los criterios cerrados de mi abuela paterna, estaban los enemigos mortales, los conservadores, que en las guerras civiles reclutaban a la fuerza a sus hijos, y ella debía esconderlos dentro de los cofres de la ropa.
Cuando me fui a León ya habían matado al viejo Somoza y ahora le correspondía a su hijo Luis ocupar su lugar. También eso era inmutable, era siempre el Partido Liberal en el poder. Pero mi vida se replanteó de otro modo: fue cuando llegué a León que me di cuenta de que había otra Nicaragua radicalmente diferente, la que adversaba a Somoza. Y en una metamorfosis casi instantánea pasé a ser, en las calles de León, metido en las manifestaciones estudiantiles, parte de esa otra Nicaragua. Antisomocista a muerte, sobre todo después de que, recién llegado, la Guardia Nacional, que era el ejército pretoriano de los Somoza, disparó contra una manifestación de la que soy sobreviviente, donde hubo cuatro muertos entre mis compañeros y más de setenta heridos.
Sin los Somoza, ¿su vida hubiera sido distinta?
No puedo imaginarlo. Una Nicaragua sin Somoza hubiera sido como nacer en la vecina Costa Rica, donde se respetaba la alternabilidad, no había ejército y una familia para siempre en el poder era impensable. Un país sin prisioneros políticos, sin tortura, sin asesinatos.
¿En qué momento su forma de interpretar el mundo se ligó a política y poder?
Allá, en las calles de León, entre la sangre, el olor de los gases lacrimógenos y de la pólvora. No es que en esos momentos pensara en ser parte de ningún proyecto de poder, sino que quería una Nicaragua sin los Somoza, y para mí la política significaba salir de ellos. Imagínate este cambio radical en la cabeza de un adolescente.
¿Qué percepciones le incorporó el exilio?
El exilio en Costa Rica, la otra cara de la moneda, donde la democracia adquiría relieves de mito: al presidente Otilio Ulate, que siempre andaba a pie, un día, al atravesar la avenida central de San José, lo había atropellado un ciclista. Ninguno de los Somoza salía sin decenas de guardaespaldas, sin una caravana motorizada. Pero obviamente yo estaba apuntado en la izquierda, en el socialismo militante de entonces, y el gran denominador común de los jóvenes era la Revolución cubana vista como panacea, con ojos románticos más que políticos. Cuba sí, yanquis no, y todo eso.
¿Cómo resume su experiencia personal de 20 años de lucha hasta el 2O de julio de 1979, cuando entran triunfantes a la Plaza de la Revolución en Managua?
Muy diversa. Yo había salido de Nicaragua en 1964, tras graduarme, para trabajar en un organismo regional universitario, y las universidades centroamericanas que lo formaban estaban dominadas en general por la izquierda, y el movimiento estudiantil en nuestros países era muy militante. Pero yo no era, ni había sido, parte orgánica del FSLN, donde el juramento era “patria libre o morir”. Se entraba en las filas clandestinas sin esperanzas de salir vivo, sólo para ser el ejemplo de futuras generaciones en una lucha a largo plazo. No tenía esa vocación. Así que cuando me incorporé al FSLN en 1975 fue porque la concepción había cambiado. Se podía estar dentro sin empuñar un arma, y entré como intelectual, que es donde yo podía aportar, aún sin saber disparar un arma.
Dijo usted en la conferencia “La ciudad del sol” que esa “vorágine me cambió para siempre”. ¿En qué aspectos?
¿La vorágine de la revolución? En muchos sentidos. En 1978 dejé todo atrás, familia, escritura, el cargo que tenía en Costa Rica. Me fui desarmado a correr riesgos, venciendo el miedo, o viviendo con el miedo, saltando de una casa a otra, convencido de que hacía lo necesario, o que cumplía mi deber. Y tras el triunfo, cuando tuvimos el poder, había que ejercerlo, y lo hacíamos de una manera improvisada, romántica otra vez, pensando que el país podía cambiar por la magia de los decretos. La dura realidad fue otra cosa.
¿De qué se arrepiente?
A la edad que tengo, de muchas cosas. Pero si estuviéramos en 1979, cuando entramos en triunfo a la Plaza de la Revolución, de nada. Haría exactamente lo mismo.
¿Y ahí nació realmente como escritor, cuando procesó ese “fulgor” heredado de Dickens y materializado en “Tiempo de fulgor”, su primera novela en 1970?
Qué bien que empezamos a hablar de literatura… Tiempo de fulgor fue mi entrada en la novela, un tanto vacilante diría yo. La empecé en 1967. La obra de un muchacho inexperto, pero que ya tiene entonces la pasión decidida de escribir y las ganas de experimentar, de meterse en algo nuevo, de romper con los moldes, de contar una historia de manera distinta. Cuando releo ese breve libro, siento que es una especie de semillero donde están en embrión todos los demás libros que luego he escrito.
Pero la política, que es el disco duro de su literatura, se le atraviesa en serio. Fue miembro en la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, en 1984 fue elegido vicepresidente en el gobierno sandinista presidido por Daniel Ortega, hasta 1995 estuvo en la Asamblea Nacional de Nicaragua, ese año se apartó del Frente Sandinista de Liberación Nacional, fundó el Movimiento Renovador Sandinista y fracasó como candidato presidencial para las elecciones de 1996.
Veo mi vida completa, todo eso, que parece de verdad mucho, ocurrió en menos de 15 años. Pero mientras tanto también escribí mi novela Castigo divino, en los años más duros de la guerra de los contras. Cuando me eligieron vicepresidente en 1985 me di cuenta de que si seguía sin escribir dejaba de ser escritor para siempre, pues mi última novela, ¿Te dio miedo la sangre?, escrita en Berlín, era de 1976. Entonces empecé a levantarme a las cuatro de la madrugada para sentarme frente a la computadora; ya tenía una entonces. Y Castigo divino es una novela larga, formada de diversas piezas, compleja de escribir, con lo que se prueba que uno puede ser escritor en la peor de las circunstancias, si tiene la voluntad y si se hace de la disciplina necesaria. Y antes de salirme para siempre de la política, en 1996, ya había escrito otra novela, Un baile de máscaras, y al menos un libro de cuentos. No es fácil deshacerse del escritor que uno lleva dentro.
¿La vida de escritor se clarifica cuando se retira de la política?
La política que me trajo la revolución. Sin revolución jamás me hubiera metido en la política. Candidato a algo, diputado, directivo de un partido, vicepresidente, presidente. Nada de eso hubiera sustituido en mí la decisión de ser antes de nada escritor. Pero una vez libre de todas mis cargas, pasé a lo que quiero llamar un estado de gracia. Sí, la literatura como tal: levantarme todas las mañanas sabiendo que lo que me espera es escribir, sin otra obligación que me dispute ese espacio. Y eso es lo que hago desde hace 22 años. Todo lo demás es ya demasiado lejano.
Se dice que los escritores más políticos han sido castigados, como Borges con la no concesión del Nobel. ¿Por qué cree que le otorgaron el Cervantes a pesar de su historia militante?
No creo que nadie se hubiera preocupado de darme un premio por mi historia militante. Antes de ganar el Cervantes, en los últimos veinte años ya había ganado el premio Dashiell Hammett, el premio Alfaguara, el premio José Donoso, el premio Carlos Fuentes, le beca Guggenheim, y premios en Francia y en Estados Unidos. En cuanto a Borges, él no fue un político, sino un escritor que daba opiniones políticas extremas, provocadoras, que irritaban a mucha gente. Mira que tanto el Cervantes como el Nobel los ganó Vargas Llosa, y nadie pensó que había sido candidato a presidente del Perú, ganador en primera vuelta. Un dato que a la hora de juzgarlo como escritor se vuelve irrelevante.
¿Qué significa para usted ser el primer escritor centroamericano en recibir el próximo 23 de abril ese premio?
En primer lugar, me alegra que Centroamérica aparezca de nuevo en el mapa. Que se recuerde que existe como entidad cultural, que tiene escritores de valía, de Rubén Darío a Miguel Ángel Asturias, quien ganó el Premio Nobel hace cincuenta años. Tenemos dos premios de poesía Reina Sofía, Claribel Alegría y Ernesto Cardenal, ganador además del Premio de la Paz de los Libreros Alemanes, un premio de nivel mundial. Gioconda Belli es premio Sor Juana de la FIL de Guadalajara y premio Biblioteca Breve Seix Barral.
El jurado resaltó su narración influida por la poesía. ¿Qué le debe a la tradición heredada de Rubén Darío y Ernesto Cardenal?
A Rubén Darío le debo la poesía desde niño, siempre ha estado en mi oído. Y a Cardenal el sentido moderno de la poesía, y haber aprendido mucho de sus poemas narrativos. Es un narrador en verso, desde Hora 0.
¿Qué tanto influyeron en usted los escritores del “Boom”, en especial García Márquez y Carlos Fuentes, sus amigos?
Ellos trasegaron a mitad del siglo pasado toda la narrativa moderna al español, cuando la narrativa estaba represada. Y como ninguno se parecía al otro, cada uno me dio un aporte distinto, y pude apreciar de cerca sus técnicas narrativas, su lenguaje, sus maneras de escribir, porque pertenezco a la generación que les siguió, y también pude apreciarlos de cerca porque fui amigo de ellos, o lo sigo siendo, como en el caso de Vargas Llosa. Una cercanía beneficiosa.
¿Le da crédito a la influencia del periodismo?
Siempre he dicho que soy un escritor realista, en la medida en que para imaginar parto de la solidez de la realidad, de la majestad de lo real, que no se puede reconstruir sino con veracidad, acopiando datos. Escribo una novela como escribiría un reportaje, sólo que ya sé que en el reportaje, o en la crónica, no se puede mentir, y en la novela no se puede dejar de mentir. Pero hay que mentir con propiedad.
Revisando toda su obra, desde cuentos y novelas, hasta ensayos y columnas, ¿cómo define su arte poética?
Por ese equilibrio mágico que debe haber entre narración y lenguaje. Lo que está entre el violín y el arco, como dice Darío, o sea, la poesía. No hay narración sin poesía.
¿En qué siente que ha cambiado su estilo narrativo desde que escribió un libro de cuentos en 1963, a los 21 años de edad?
Lo primero, en la falta de prisa. Los años me han enseñado a meditar sobre la página escrita, que significa no estar nunca satisfecho, volver sobre lo escrito, corregir. Y vuelvo a Darío: “Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo…”. La lucha con las palabras siempre díscolas, que se niegan a someterse. Eso es para mí la escritura: la alegría de imaginar y la penuria de escribir.
¿Su obra no termina siendo un tratado sobre la dictadura de los Somoza hasta “Margarita, está linda la mar” (Premio Alfaguara de Novela 1998), donde recrea en la ficción la conspiración que terminó con la vida del primer Somoza, “Tacho” Somoza García?
Cada escritor latinoamericano tiene su dictador doméstico. Pero yo me he rehusado a ocuparme de la figura mítica del dictador, sus excentricidades y rarezas, para tratar de ver los efectos que un régimen despótico llega a tener en el entramado social, en las vidas de las gentes que, quiéranlo o no, se ven afectadas por la dictadura: exilios, muertes, cárcel, separaciones. Imposiciones, abusos. Miedo, servilismo. Desde ¿Te dio miedo la sangre? a Margarita está linda la mar, a Sombras nada más, es lo que he buscado explorar.
¿Por qué y cómo Daniel Ortega sigue en el poder? ¿Será tema de un libro suyo?
Los mecanismos del poder continuado, o pensado para siempre, son los mismos de siempre, en eso no hay novedades. Nicaragua, desde el general Zelaya, al general Somoza, al comandante Ortega, está marcada por el caudillismo. En mi última novela, Ya nadie llora por mí, exploro la Nicaragua de hoy en día, que es la Nicaragua de Ortega. Pero no es una novela sobre Ortega, como las otras no son sobre Somoza.
En “Ya nadie llora por mí” hay una nueva mirada del sistema político y social de Nicaragua apoyado en su álter ego, Dolores Morales, exguerrillero del Frente Sandinista de Liberación Nacional y expolicía. ¿Por qué ahora en clave de novela negra, humor e ironía?
La novela negra es un procedimiento para contar, y lo que yo quería hacer calza en esta modalidad. Dolores Morales, mi detective, está antes en El cielo llora por mí, y su escenario entonces es la Nicaragua de lo que se creyó sería la transición en los años noventa. Ahora su escenario es la Nicaragua del regreso de Ortega. De modo que puedo contar, con él como personaje, en clave contemporánea.
Morales y su conocimiento de Colombia me lleva a preguntarle sobre su visión de la guerra y la posguerra aquí. ¿Cómo la ve ahora?
La paz es siempre mejor que la guerra, aunque se trate de una paz imperfecta. Y haber logrado los acuerdos de paz en Colombia es una verdadera hazaña, empezando por el desarme de los insurgentes. Puede haber criterios encontrados acerca de las consecuencias políticas de los acuerdos, pero la paz está allí y ya no se puede quitar de por medio. Ese es el gran logro. Y ojalá se consiga otro tanto con el Eln.
* Sergio Ramírez estará el jueves 25 de enero en el Hay Festival Cartagena, a las 5:30 de la tarde, en el teatro Adolfo Mejía. Charlará con Juanita León, directora de La Silla Vacía, y Jaime Abello, director de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano.
Imperdibles del Hay Festival Cartagena, del 25 al 28 de enero
JUEVES 25
17:30 – 18:30 hTeatro Adolfo MejíaSergio Ramírez en diálogo con Juanita León y Jaime Abello.En noviembre de 2017 el escritor nicaragüense fue elegido ganador del Premio Cervantes.
VIERNES 26
12:30 – 13:30 hTeatro Adolfo MejíaContra el odio. Carolin Emcke charla con el escritor Héctor Abad Faciolince.En su libro “Contra el odio”, Emcke estudia lasviolencias del mundo contemporáneo. Con el apoyo del Goethe-Institut.
SÁBADO 27
14:00 – 15:00 hCentro de Convenciones de CartagenaJ. M. Coetzee habla con Soledad Costantini. Coetzee, escritor, traductor, lingüista y crítico literario, es Premio Nobel de Literatura 2003.
19:30 – 20:30 hCentro de Convenciones de Cartagena Salman Rushdie charla con Juan Gabriel Vásquez. Rushdie es autor de la novela “Hijos de la medianoche”. También hablarán de su último libro, “La decadencia de Nerón Golden”.
DOMINGO 28
10:30 – 11:30 hTeatro Adolfo MejíaCervantes y Shakespeare. Carmen Boullosa, Valeria Luiselli y Salman Rushdie con moderación de Margarita Valencia.Por qué en muchos sentidos Cervantes fue el creador de la novela moderna.