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Dante Alighieri fue un hijo de su tiempo. Su pluma es consecuencia de las tensiones políticas y sociales que se vivieron en la Florencia y la región de Toscana de los siglos XIII y XIV, así como de las diferentes corrientes literarias que surgieron por entonces. Las disputas entre los defensores del imperio y el papado, las constantes guerras civiles entre ciudades, la decadencia de la aristocracia a la que perteneció, su enfrentamiento con la Iglesia y su amor por Beatriz, aquella mujer a la que le dedicó los sonetos que se leen en Vida nueva, lo llevaron por el camino de la creación de La Divina Comedia. Y es que su poesía, en la que confluyen elementos morales, filosóficos, teológicos, políticos y literarios, impulsó a Víctor Hugo a considerarlo en 1864 como uno de “los inmóviles gigantes que señalan la marcha del espíritu humano”. Junto a Homero, Job, Esquilo, Isaías, Ezequiel, Lucrecio, Juvenal, San Juan, San Pablo, Tácito, Rabelais, Cervantes y Shakespeare, el poeta francés lo denomina como uno de los “genios que representan la suma de lo absoluto que el hombre consigue realizar”.
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Las palabras eran su vida, o más bien, las palabras le dieron vida. Usando “una lírica caracterizada por una imagen sublime del amor y de la figura femenina”, como lo dice Massimo Cacciari en su libro Dante y la Divina Comedia, estilo que compartió con Guido Guinizelli y Guido Cavalcanti, quienes forman parte de Dolce stil novo, como se conoce al grupo de poetas italianos de la segunda mitad del siglo XIII, Dante se adentró en una escritura que antes pertenecía a los poetas cultos, pues eran ellos, y no los que se dedicaban a los versos vulgares, quienes cantaban al amor. Beatriz, aquella mujer que conoció cuando tenía 9 años y que lo saludó terminando su adolescencia, encarna lo que se convertiría en una constante en sus versos: la mujer gentil. Sus palabras se tradujeron en elogios y en pesares, y sus penas de amor sentaron las bases de sus primeros pasos por la literatura.
Mis ojos han vertido tanto llanto
por el pesar que el corazón henchía,
que parecen exhaustos totalmente.
Y si aliviar pretendo mi quebranto,
que a la muerte me lleva con falsía,
he de hablar con la voz languideciente.
Comoquier que el recuerdo se presente
de que, mientras mi dama subsistía,
hablaba de ella, ¡oh damas!, con vosotras
no quiero hablar con otras,
que las que cobijáis la cortesía.
Por ende, como fue la amada mía
súbitamente al Cielo, en llanto digo
y cómo al triste Amor dejó conmigo.
Beatriz ascendió al reino de los cielos
y en la quietud del ángel permanece.
¡Oh damas, de vosotras se ha alejado!
Y no la arrebataron ni los hielos
ni el calor, según norma que acontece,
sino su corazón, insuperado.
El resplandor por su virtud lanzado
a los cielos llegó con tal potencia,
que Dios, ante el magnífico portento,
llamó con dulce acento
a la dama gentil a su presencia.
Y provocó el maravilloso evento
a fin de evidenciar que el bajo mundo
era indigno de un ser tan sin segundo.
Beatriz, dándole al amor una forma, un cuerpo, una imagen de carne y hueso, se convirtió en un símbolo que, palabra a palabra, verso a verso, fue complejizando el viaje literario de su admirador. Ella hizo parte del peregrinaje, de la travesía, que Dante comenzó con Vida nueva y finalizó con La Divina Comedia, una narración en la que la principal preocupación de su creador era la de ofrecer a los hombres un camino para “huir de las pasiones terrenas y alcanzar la iluminación de la fe, pasando a través de la conciencia y la expiación de las culpas”.
La cuna del humanismo italiano, ese fue Dante Alighieri. Su inspiración en la visión cosmológica de la cultura medieval, representando el Infierno como una cavidad con forma de cono invertido bajo Jerusalén, con un vértice en el centro de la tierra, situando encima del Purgatorio el jardín del Edén de la narración bíblica y construyendo el Paraíso bajo la concepción de la Tierra como el centro del universo, creando allí “un hormigueo de cosas inmensas”, como lo afirma Umberto Eco a la hora de hablar del demasiado valioso en la literatura, un rasgo característico de Homero, François Rabelais y Víctor Hugo, llegando incluso a denominar a Dante como un “poeta del exceso”, le permitió consolidar un entramado teológico y filosófico cuyo centro es la libertad, la acción de liberar al otro a través del amor. Allí, en ese juego entre libertad-amor-liberar, la figura femenina es central, pues, según se lee en el libro de Cacciari, “la sabiduría puramente humana no ama: son las mujeres, el corazón gentil de las mujeres, he ahí la transfiguración en clave teológica de las figuras femeninas”.
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Pasar de la servidumbre a la libertad, despojarse de los pecados, entender que todo es un movimiento, que, como viajeros y peregrinos, aunque siervos, tenemos la capacidad de la libertad y de devolverla, en eso consiste el recorrido de la Divina Comedia, en entender que somos capaces, a pesar de la miseria y el dolor. Por eso, “aquella es una constante palabra pronunciada delante de aquellos que viven en servidumbre, condicionados por las falsas instituciones religiosas, políticas; a aquellos que están condicionados por los regímenes florentinos, de toda Europa de la época, siervos de esos lobos rapaces que ocupan abusivamente el sillón de Pedro”, afirma Cacciari. No en vano, siglos después, en Las voces interiores, Víctor Hugo, bajo el manto de poema Después de una lectura de Dante, escribió:
Pinta el poeta el infierno, así su vida describe:
(…) En un rincón la venganza y el hambre, impías hermanas,
En un cráneo corroído unidas y acurrucadas,
Y la pálida miseria de sonrisa empobrecida;
El orgullo, la ambición, de sí misma bien nutrida,
Y la lujuria inmunda, y la avaricia malvada,
Todos los mantos de plomo que puede cargar el alma.
Más lejos la cobardía, las traiciones junto al miedo
Que van vendiendo sus llaves y degustando el veneno;
Todavía más abajo, de aquel abismo, en el fondo,
¡Haciendo muecas la máscara del atormentado Odio!
Justamente así es la vida, oh poeta inspirado,
Y su camino brumoso de obstáculos atestado.
Para que no falte nada por entre esta ruta estrecha,
Vosotros siempre enseñáis en pie y a vuestra derecha,
Al genio de frente afable y ojos de rayos llenos,
Al apacible Virgilio diciendo: ¡Continuemos!