Si el vecino está en llamas…
La destrucción de la selva amazónica brasileña es un campanazo de alerta para Colombia, que no debería perder en la paz lo que no se destruyó en la guerra.
Leopoldo Villar Borda
La preocupación que embarga al mundo por los estragos del Covid-19 ha distraído la atención internacional de otros grandes problemas, entre los cuales hay uno que afecta de manera especial a Colombia: la destrucción de la enorme reserva natural de la Amazonia, desconocida por la mayoría de los colombianos a pesar de que ocupa casi la mitad del territorio nacional.
Los incendios que han devorado grandes extensiones de la selva amazónica brasileña, muchos de ellos provocados al amparo de la política de abrir las reservas forestales a la explotación comercial adoptada por el gobierno de Jair Bolsonaro, son un fenómeno inquietante para Colombia, que comparte con el vecino la tragedia de la deforestación de esa maravillosa reserva.
Esta tragedia ambiental otorga especial validez a las reflexiones de los dos grandes conocedores de la Amazonia que protagonizaron el documental ‘El Sendero de la Anaconda’: el antropólogo y explorador canadiense Wade Davis y su colega Martín von Hildebrand, quien sin haber nacido en nuestro país está mejor informado que la mayoría de los colombianos sobre aquel tesoro ambiental.
Entre esas reflexiones hay una que desconcierta a primera vista: la de Davis al decir que la riqueza que encierra esa mitad de Colombia se pudo preservar en los últimos setenta años debido a la existencia del conflicto armado.
Es cuando menos paradójico que de la guerra pueda resultar algo bueno. Pero no es gratuita la afirmación de Davis, quien recorrió con Von Hildebrand las comunidades indígenas que viven sobre el río Apaporis para revelarle a un público asombrado los secretos de la región más rica y desconocida de nuestro país. Una región que habitan decenas de comunidades originarias y que encierra joyas tan deslumbrantes como los milenarios petroglifos, pinturas rupestres y pictogramas grabados en la Serranía de Chiribiquete, que por esto ha sido llamada “la Capilla Sixtina de la Amazonia”.
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Esa región es familiar para Davis y Von Hildebrand desde hace décadas. Davis la visitó por primera vez en 1970 siguiendo los pasos de su profesor, el botánico Richard Evans Schultes, cuya épica travesía por el Amazonas en los años 40 del siglo pasado fue recreada por Ciro Guerra en El abrazo de la serpiente. Von Hildebrand, quien llegó a Colombia a los cinco años cuando sus padres fueron invitados como profesores de la Universidad de los Andes, se enamoró de la selva en 1969 y se convirtió en una autoridad en temas amazónicos.
Evidencias científicas
Davis no es el único en señalar que el conflicto que sufrió nuestro país tuvo, indirectamente, consecuencias favorables sobre el medio ambiente. La misma afirmación, apoyada con evidencias y datos científicos, está contenida en un trabajo reciente sobre el tema realizado por el biólogo colombiano Daniel Antonio Villar, de la Universidad de Oxford, quien estudió la situación ambiental del país antes del conflicto, durante el mismo y tras la firma de la paz con las Farc.
El trabajo menciona varias formas en las que la biodiversidad del país se benefició en esos años. Un ejemplo es “la supervivencia de un bosque en gran parte no fragmentado en la Serranía de La Macarena, una región con más de dos mil especies considerada crucial para conectar el norte de los Andes con la Amazonia”.
Otro es la preservación del bosque en el Parque Nacional Natural Munchique, en el Cauca, que alberga por lo menos dos especies endémicas de aves y un anfibio endémico. Uno más se refiere a la Serranía de San Lucas, entre los departamentos de Magdalena y Bolívar, donde se preservaron “dos millones de hectáreas de bosque tropical poco estudiado que alberga vertebrados y angiospermas recién descubiertos y es un corredor crucial para conectar partes dispares de diversas gamas de especies, incluidos grandes carnívoros como los jaguares”.
El trabajo afirma que el conflicto actuó como un elemento disuasivo contra el movimiento de personas hacia las áreas selváticas. Dice: “La guerra condujo a un abandono rural que a su vez generó un segundo crecimiento del bosque en las tierras abandonadas. Tan grande fue este abandono que Colombia registró un crecimiento neto del área boscosa en la década del 2000, una de las más violentas del conflicto; fue la primera década desde el período colonial en la que ocurrió dicho crecimiento. La guerra también mantuvo alejados a muchos cazadores furtivos y coleccionistas de plantas que de otro modo habrían sido una amenaza importante para la vida silvestre colombiana”.
Para ilustrar este último punto el trabajo menciona a las orquídeas, de las cuales Colombia posee la mayor cantidad de especies en el mundo. Su tráfico ilegal es una seria amenaza para el país, pero en los años del conflicto no lo fue porque la mayor parte de estas especies se encuentran en zonas que fueron teatros de guerra.
La cara negativa
Sin embargo, no todo fue bueno para el medio ambiente durante el conflicto. Según el trabajo aludido arriba, Colombia perdió más de dos millones y medio de hectáreas de bosque en los últimos setenta años, la mayor parte en las zonas de guerra. La deforestación se debió sobre todo a las actividades impulsadas por terratenientes y ganaderos aliados con grupos armados.
Los pequeños cultivadores desplazados por este fenómeno recurrieron a la tala para volver a sembrar antes de ser desplazados de nuevo, en una dinámica perversa que impactó negativamente a la selva. Y al comenzar el postconflicto la presión aumentó por la caza furtiva y otras actividades ilegales en zonas que antes eran consideradas peligrosas.
El trabajo también examina los efectos sobre el medio ambiente de la otra guerra, la que se libra contra las drogas y en especial la cocaína. Según el autor, este ha sido el caso inverso, pues el uso de pesticidas y concretamente del glifosato para destruir los cultivos de coca ha afectado especies de aves como el paujil de yelmo, el paujil de pico azul, el tinamú del Chocó y la oropéndola del Baudó. Al mismo tiempo ha contribuido a la deforestación al obligar a los cultivadores a desplazarse y talar bosque para cultivar de nuevo.
Una mención especial merece la Sierra Nevada de Santa Marta, donde ocurrió, según el trabajo citado, “tal vez la consecuencia más trágica de la guerra contra las drogas para la biodiversidad”. Allí fueron amenazadas más de 3.500 especies, incluyendo dos especies endémicas de plantas vasculares, 125 especies endémicas de angiospermas, siete especies endémicas de aves y el críticamente amenazado tití de cabeza blanca.
De acuerdo con un estudio mundial de áreas protegidas citado en el trabajo, la Sierra Nevada es la más irremplazable del planeta por su gran concentración de especies endémicas amenazadas. Como escenario del conflicto armado y del cultivo de coca durante décadas, así como de acciones de erradicación con glifosato y otros químicos, ha estado expuesta más que otras a pesar de que solo contuvo 750 hectáreas de cultivos ilícitos.
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Un desafío nacional
No fue solo el medio ambiente el que se salvó de una mayor destrucción durante los años del conflicto armado. También las decenas de comunidades amazónicas a las que el Estado colombiano empezó a pagarles una deuda varias veces centenaria cuando el presidente Virgilio Barco les entregó en 1988 el Predio Putumayo, el resguardo indígena más grande del mundo con una extensión de seis millones de hectáreas.
A esa entrega se añadieron después otros resguardos, además de varias áreas protegidas en los departamentos de Amazonas, Caquetá y Guainía, hasta sobrepasar los veinte millones de hectáreas, donde las comunidades nativas tienen el derecho de administrar los territorios ancestralmente ocupados por ellas según sus usos y costumbres. La presencia de aquellas comunidades ha sido fundamental para la protección de la selva amazónica colombiana.
Los pueblos ancestrales que habitan allí desde hace cientos de años, lo mismo que las otras comunidades aborígenes en distintas partes del país, conservan costumbres y creencias que los llevan a respetar todos los seres vivos y amar profundamente a la Madre Tierra, la deidad por excelencia, protectora del medio ambiente y propiciadora de la fertilidad y la fecundidad.
La conservación de la selva más importante del planeta es el aporte que esos pueblos han hecho a Colombia y al mundo. El desafío que hoy enfrentan los colombianos es asegurar que ese privilegiado mundo natural, protegido por las comunidades indígenas durante siglos, no siga siendo presa de nuevos invasores que destruyan en la paz lo que no se perdió en la guerra.
La preocupación que embarga al mundo por los estragos del Covid-19 ha distraído la atención internacional de otros grandes problemas, entre los cuales hay uno que afecta de manera especial a Colombia: la destrucción de la enorme reserva natural de la Amazonia, desconocida por la mayoría de los colombianos a pesar de que ocupa casi la mitad del territorio nacional.
Los incendios que han devorado grandes extensiones de la selva amazónica brasileña, muchos de ellos provocados al amparo de la política de abrir las reservas forestales a la explotación comercial adoptada por el gobierno de Jair Bolsonaro, son un fenómeno inquietante para Colombia, que comparte con el vecino la tragedia de la deforestación de esa maravillosa reserva.
Esta tragedia ambiental otorga especial validez a las reflexiones de los dos grandes conocedores de la Amazonia que protagonizaron el documental ‘El Sendero de la Anaconda’: el antropólogo y explorador canadiense Wade Davis y su colega Martín von Hildebrand, quien sin haber nacido en nuestro país está mejor informado que la mayoría de los colombianos sobre aquel tesoro ambiental.
Entre esas reflexiones hay una que desconcierta a primera vista: la de Davis al decir que la riqueza que encierra esa mitad de Colombia se pudo preservar en los últimos setenta años debido a la existencia del conflicto armado.
Es cuando menos paradójico que de la guerra pueda resultar algo bueno. Pero no es gratuita la afirmación de Davis, quien recorrió con Von Hildebrand las comunidades indígenas que viven sobre el río Apaporis para revelarle a un público asombrado los secretos de la región más rica y desconocida de nuestro país. Una región que habitan decenas de comunidades originarias y que encierra joyas tan deslumbrantes como los milenarios petroglifos, pinturas rupestres y pictogramas grabados en la Serranía de Chiribiquete, que por esto ha sido llamada “la Capilla Sixtina de la Amazonia”.
Le sugerimos leer Las proclamas del fuego
Esa región es familiar para Davis y Von Hildebrand desde hace décadas. Davis la visitó por primera vez en 1970 siguiendo los pasos de su profesor, el botánico Richard Evans Schultes, cuya épica travesía por el Amazonas en los años 40 del siglo pasado fue recreada por Ciro Guerra en El abrazo de la serpiente. Von Hildebrand, quien llegó a Colombia a los cinco años cuando sus padres fueron invitados como profesores de la Universidad de los Andes, se enamoró de la selva en 1969 y se convirtió en una autoridad en temas amazónicos.
Evidencias científicas
Davis no es el único en señalar que el conflicto que sufrió nuestro país tuvo, indirectamente, consecuencias favorables sobre el medio ambiente. La misma afirmación, apoyada con evidencias y datos científicos, está contenida en un trabajo reciente sobre el tema realizado por el biólogo colombiano Daniel Antonio Villar, de la Universidad de Oxford, quien estudió la situación ambiental del país antes del conflicto, durante el mismo y tras la firma de la paz con las Farc.
El trabajo menciona varias formas en las que la biodiversidad del país se benefició en esos años. Un ejemplo es “la supervivencia de un bosque en gran parte no fragmentado en la Serranía de La Macarena, una región con más de dos mil especies considerada crucial para conectar el norte de los Andes con la Amazonia”.
Otro es la preservación del bosque en el Parque Nacional Natural Munchique, en el Cauca, que alberga por lo menos dos especies endémicas de aves y un anfibio endémico. Uno más se refiere a la Serranía de San Lucas, entre los departamentos de Magdalena y Bolívar, donde se preservaron “dos millones de hectáreas de bosque tropical poco estudiado que alberga vertebrados y angiospermas recién descubiertos y es un corredor crucial para conectar partes dispares de diversas gamas de especies, incluidos grandes carnívoros como los jaguares”.
El trabajo afirma que el conflicto actuó como un elemento disuasivo contra el movimiento de personas hacia las áreas selváticas. Dice: “La guerra condujo a un abandono rural que a su vez generó un segundo crecimiento del bosque en las tierras abandonadas. Tan grande fue este abandono que Colombia registró un crecimiento neto del área boscosa en la década del 2000, una de las más violentas del conflicto; fue la primera década desde el período colonial en la que ocurrió dicho crecimiento. La guerra también mantuvo alejados a muchos cazadores furtivos y coleccionistas de plantas que de otro modo habrían sido una amenaza importante para la vida silvestre colombiana”.
Para ilustrar este último punto el trabajo menciona a las orquídeas, de las cuales Colombia posee la mayor cantidad de especies en el mundo. Su tráfico ilegal es una seria amenaza para el país, pero en los años del conflicto no lo fue porque la mayor parte de estas especies se encuentran en zonas que fueron teatros de guerra.
La cara negativa
Sin embargo, no todo fue bueno para el medio ambiente durante el conflicto. Según el trabajo aludido arriba, Colombia perdió más de dos millones y medio de hectáreas de bosque en los últimos setenta años, la mayor parte en las zonas de guerra. La deforestación se debió sobre todo a las actividades impulsadas por terratenientes y ganaderos aliados con grupos armados.
Los pequeños cultivadores desplazados por este fenómeno recurrieron a la tala para volver a sembrar antes de ser desplazados de nuevo, en una dinámica perversa que impactó negativamente a la selva. Y al comenzar el postconflicto la presión aumentó por la caza furtiva y otras actividades ilegales en zonas que antes eran consideradas peligrosas.
El trabajo también examina los efectos sobre el medio ambiente de la otra guerra, la que se libra contra las drogas y en especial la cocaína. Según el autor, este ha sido el caso inverso, pues el uso de pesticidas y concretamente del glifosato para destruir los cultivos de coca ha afectado especies de aves como el paujil de yelmo, el paujil de pico azul, el tinamú del Chocó y la oropéndola del Baudó. Al mismo tiempo ha contribuido a la deforestación al obligar a los cultivadores a desplazarse y talar bosque para cultivar de nuevo.
Una mención especial merece la Sierra Nevada de Santa Marta, donde ocurrió, según el trabajo citado, “tal vez la consecuencia más trágica de la guerra contra las drogas para la biodiversidad”. Allí fueron amenazadas más de 3.500 especies, incluyendo dos especies endémicas de plantas vasculares, 125 especies endémicas de angiospermas, siete especies endémicas de aves y el críticamente amenazado tití de cabeza blanca.
De acuerdo con un estudio mundial de áreas protegidas citado en el trabajo, la Sierra Nevada es la más irremplazable del planeta por su gran concentración de especies endémicas amenazadas. Como escenario del conflicto armado y del cultivo de coca durante décadas, así como de acciones de erradicación con glifosato y otros químicos, ha estado expuesta más que otras a pesar de que solo contuvo 750 hectáreas de cultivos ilícitos.
Le sugerimos leer Edith Eger: “Si sobrevivo hoy, mañana seré libre”
Un desafío nacional
No fue solo el medio ambiente el que se salvó de una mayor destrucción durante los años del conflicto armado. También las decenas de comunidades amazónicas a las que el Estado colombiano empezó a pagarles una deuda varias veces centenaria cuando el presidente Virgilio Barco les entregó en 1988 el Predio Putumayo, el resguardo indígena más grande del mundo con una extensión de seis millones de hectáreas.
A esa entrega se añadieron después otros resguardos, además de varias áreas protegidas en los departamentos de Amazonas, Caquetá y Guainía, hasta sobrepasar los veinte millones de hectáreas, donde las comunidades nativas tienen el derecho de administrar los territorios ancestralmente ocupados por ellas según sus usos y costumbres. La presencia de aquellas comunidades ha sido fundamental para la protección de la selva amazónica colombiana.
Los pueblos ancestrales que habitan allí desde hace cientos de años, lo mismo que las otras comunidades aborígenes en distintas partes del país, conservan costumbres y creencias que los llevan a respetar todos los seres vivos y amar profundamente a la Madre Tierra, la deidad por excelencia, protectora del medio ambiente y propiciadora de la fertilidad y la fecundidad.
La conservación de la selva más importante del planeta es el aporte que esos pueblos han hecho a Colombia y al mundo. El desafío que hoy enfrentan los colombianos es asegurar que ese privilegiado mundo natural, protegido por las comunidades indígenas durante siglos, no siga siendo presa de nuevos invasores que destruyan en la paz lo que no se perdió en la guerra.