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Silvia Pérez Cruz ha dicho que la música es su manera de entender la vida. Y yo le creo porque, incluso, los riscos de mi propia existencia cobran sentido cuando ella canta. Mientras la escucho sentada en una de las butacas de la platea del teatro, digo que sí, que el sonido de Silvia no es solo un faro desde donde ella misma contempla su propia vida. Sino que también es la sombra que le sale por la garganta, una sombra donde nos guarecemos los tristes, los melancólicos y los que necesitamos expiar culpas para seguir alumbrando. Me refiero a esa misma nube honda en la que, a su vez, cabemos los livianos y los echaos a perder.
Un día antes de su recital en el Teatro Colsubsidio de Bogotá, nos encontramos en el loby del hotel. “La música existe para todo lo innombrable. Yo quisiera cantar para unir soledades”, me dijo en medio de una charla sobre su relación con la palabra y el canto. Hilaba las frases de una de las canciones de su más reciente trabajo discográfico Toda la Vida un Día. Y recordaba, cerrando los ojos, sonriendo y frunciendo el ceño, esa letra con poema de Pablo Messiez: “Cada palabra omite/ la única parte única /de aquello que quiere decir. / Nombrar es olvidar/ y hoy quiero recordar”. Una tonada como pequeña oscilación entre el sonido y el sentido, anotación melódica de la función poética de Jakobson, que ella vuelve una ola cuando modula.
Silvia dijo que descubrió la palabra a los veinte años. Un poco más tarde que la música, con la que empezó a los tres y volvió su vocación desde los doce. “Hacer música con gente del teatro me conectó con la palabra, luego con gente de la danza, la gente del cine, de todas las artes, necesitaba entender cómo cuenta cada uno desde su disciplina. Y con el tiempo he ido ganando confianza, trabajando más y más. Y ahora ha llegado el momento de la unión de ese aprendizaje. Me siento como una esfera”, dijo mientras movía los brazos dibujando un círculo muy grande.
La órbita me recordó su última hazaña: “A core obert” o “A coro / corazón abierto”. Una producción bajo la lente de Vincent Moon, en Barcelona. Ahí Silvia hizo un trabajo de dirección musical con una puesta escénica en la que está presente la poesía, el teatro, la fuerza coral. Un formato único, circular, cinematográfico, poético, musical. Una experiencia de creación colectiva, muy orgánica y participativa.
“No soy ni mejor ni peor que nadie, pero lo que hago lo defiendo a corazón abierto. Sí que estoy segura de que lo amo. De ahí la seguridad, con humildad. Lo amo, lo he cuidado y esto me hace estar bien en el escenario”, me dijo abriendo un poco más los ojos y levantando las cejas.
Mientras escribo esto, unos cuantos días después de esa charla, imagino algo de viento y de mar en sus palabras, en sus gestos. Y tras la sal, los ecos de las tabernas y ese oleaje de los amigos alrededor de una mesa de madera. El intento por recordar su acento, el movimiento de las manos en medio de las preguntas, me lleva a eso que ha sido el ondeo en el que ella ha nadado como pez en el agua toda su vida: la música popular.
Ya se ha dicho que su voz es ibérica y que su sonido es una mezcla de cante de abuelas, de flamenco, habaneras, boleros cubanos y paisajes galácticos de una costa brava. En donde nació hace un poco más de cuarenta años, conectada al ombligo Cataluña. Ahí, su niñez fue un conteo de pinos y una vista al agua. Quizás por eso siente que no ver tierra es algo muy profundo. Le gustan mucho los oficios que tienen que ver con la naturaleza, como el de la navegación o el de la siembra, porque mantienen humilde a quienes los ejecutan.
Humilde es una palabra que repite a menudo. La busca como su padre buscó el do mayor, de manera insistente. “Tocaba esa nota como ninguno. Lo veía llorar en la taberna, nos encontrábamos muy poco, pero gracias a él aprendí a expresar mis sentimientos desde el canto porque no había charla”, dijo.
Luego habló de su madre como de una poeta sin poemario. “Mi madre me enseñó a observar”, reveló. Y luego contó que su progenitora fundó una escuela de artes en Cataluña, para todo el mundo, no solo para los que sabían pintar. Su público objetivo, aspirantes de 2 a 99 años. Silvia, desde los doce, se paseó por las clases de fotografía, cerámica, pintura, de cine, asistió a las charlas. “Pasaban muchas cosas hermosas, el diálogo entre todas las expresiones artísticas viene de mi madre”, confirmó.
Luego le pregunté por su repertorio, sobre esa curaduría que versiona a Latinoamérica de manera magistral. Recordemos que ella ha cantado a Giraldo Piloto y Alberto Vera, Simón Díaz, Sindo Garay, María Teresa Vera, Marta Valdés, entre muchos otros.
Con eso nos ha dejado claro que América hace parte de su mapa emocional. Uno en el que se conectan esos puntos claves con otros ibéricos, como Lorca o Chicho Sánchez, por ejemplo. Interpretándolos, particularmente a estos últimos, ha ido elaborando un camino de migas de pan que traza cierto rastro político. “Lo que yo busco desde mi canto es que la gente se sienta viva. Estamos como dormidos con tristezas, dolores, soledades. Canto para que la gente esté presente. Eso seguramente es político al final”, me dijo cuando le pregunté por las pistas de esas voces contrarias al régimen franquista.
Estar presente para ella es saber qué quiere y qué no quiere en cada momento. Poder acordarse de lo que la emociona y de lo que no. Es estar despierta a la parte más terapéutica de su arte. “Con los años he venido viendo que mucha gente llora o ríe y no es de sufrir sino de limpiar o desbloquear algo que te tiene ahí colapsado. Entonces lo político lo atiendo desde aquí, desde el derecho a vivir y a vivir con plenitud, con la libertad de permitirme amar, respetar y se respetada. Ir con los valores primeros”, dijo. No obstante, advirtió que la música puede también causar mucho malestar, si no se hace a conciencia con la intensión adecuada.
Nacer un poco
Silvia contó que cuando estaba en trabajo de parto, había una enfermera gorda, de tez africana, que le dijo que sentía mucho que le estuviera doliendo. Doliendo tanto. Mientras esa mujer le tocaba el hombro con un gesto suave, ella tuvo una imagen de una cadena infinita de mujeres, una al lado de la otra, tocando el hombro de la siguiente, diciendo “tú puedes lograrlo”.
“Ahora estoy muy conectada, aprendiendo mucho de las mujeres, sobre todo de Latinoamérica. Aprendiendo cómo abrazarnos, cuidarnos mucho más. Es un flujo histórico, por ejemplo, en Galicia hay una historia de las mujeres que los maridos se iban a la guerra y ellas se quedaban viudas. Se cuidaban y se volvían familia”, contó.
Para ella su música es una expresión de ese universo que tiene que ver con la creación, la vida, con el parir. “Creo profundísimamente en eso, en que la música es curativa. He visto gente que no hablaba empezar a hablar después de oír el canto. He ido a hospitales a cantar para alguien y quizás esa relajación en la que entra hace que le puedan hacer mejor un procedimiento. Me gusta mucho cantar en hospitales, geriátricos, psiquiátricos, son los más bestias, en las escuelas, en partos de familias. Alguien que no esté pudiendo parir, cantarle y que se venga el niño”.
A propósito de todo esto, me dijo que está de renacimiento total: “Morimos muchas veces en la vida. Yo me siento en un momento de haber superado mucha pena y me siento muy viva, a nivel artístico y emocionalmente también. Es un momento de recoger frutos de lo sembrado”. Recordamos, entonces, una de sus más recientes canciones llamada Me muero:
“Que la luna empuje al sol que se pudran todos los frutos y rebroten tus dedos. Que el mar suba, se caiga el río. Ellas paren mientras se celebran funerales las canciones son inmortales”
Tuve que cerrar este documento luego de la transcripción de esos versos, para ir a las exequias de mi querido tío Jaime Alberto, quien murió hace un par de días. Y abrí de nuevo la página, en este momento, para decir que el título de este texto ya estaba decidido mucho antes de que, en el recorrido hacia la funeraria, recibiera la llamada de mi amiga Maga Eloisa. Me hablaba para contarme que, en ese momento, las madres estaban cantando a los recién nacidos en la UCI del hospital en el que ella oficia como médica neonatóloga.
“Estoy viendo en pequeñas cosas un sentido de la vida, una geometría emocional que encaja, que bien, qué maravilla”, me había dicho Silvia en Bogotá.
Si todo es geometría, voy en círculo al día en el que, por primera vez, la vi cantar. Era el año 2010 y yo tenía un blog personal en el que escribía textos sobre música. Columnas que nadie más leía. Me gustaba buscar novedades y escribir sobre los hallazgos. Fue así como llegué a una página con video en la que ella estaba con su padre, cantando ese viejo y nuevo éxito de María Teresa Vera, Veinte Años. Entonces supe que había encontrado la joya de la corona en el Bar Fraternal, del Centro Cívico de Palafrugell. Un lugar lleno de ancianos jugando a las cartas, que se sorprendían cuando ella empezaba a cantar.
Me esmeré para nunca perderle la pista. Y sin pensarlo ella fue mi aliada. No tanto en cada festejo como en cada dificultad del camino. Cierta vez me salvó la vida con una vieja canción cubana que afina la vivencia de los desamores con dignidad. No sé cuántas veces le di play a Debí Llorar, ese bolero que hace parte del maravilloso trabajo discográfico que es En la Imaginación, de la mano de Javier Colina. Entre otras gemas luminosas que lo componen, también está La Tarde, poema de Amado Nervo, con música de Sindo Garay. Escuchándolo supe que podemos estar solos, pero no desolados mientras suena la voz de Silvia Pérez Cruz.
“Hay algo en la música cuando tú no quieres dominar, ni controlar las cosas. Cuando dejas que simplemente pase, todo entra en su sitio. No necesitas forzarlo, ella misma te dice dónde va todo. Puedes contar uno, dos, tres o simplemente respirar y entrar. Hay algo que tiene que ver con un latido y si tu no lo fuerzas te dice dónde va el paso siguiente”.
Díganme cursi, pero pienso que las palabras en la boca de Silvia, en su voz, se vuelven epopeyas o aforismos. No quiero escribir este texto sino un diccionario de ella, uno en el que se vuelvan a definir vocablos como paciencia, contemplación, humildad, bestia, éxito, popular, lentitud o agua.
Y aunque ahora mismo preferiría inaugurar esa nueva semántica a la luz de la música, de su poesía, me limito a recordar. Vuelvo ahí, al hotel en el que, luego de casi quince años, pudimos finalmente conversar y darnos un abrazo físico. Ir hacia esa escena me sirve para decir que la justicia poética de la vida puede tardarse décadas, ¿no?
Ahora, con tanto para seguir, voy hacia otro acto que empieza con el sonido de un coro al unísono, liderado por ella, en un teatro de Bogotá, el día después de nuestra charla: “Cuando yo muera, mañana, mañana, mañana. Ya habrá cesado el miedo de pensar, que yo siempre estaré sola, que yo siempre estaré sola, mañana”. Ya está. Silvia Pérez Cruz no solo canta para unir soledades. También lo hace para ayudarnos a morir y a nacer un poco. No cabe duda, al menos yo me siento nueva luego de este encuentro.