Robar arte, despojar la identidad
La película “La dama de oro” cuenta la historia real de María Altmann, quien logró recuperar el cuadro de Klimt que le había robado a su familia el régimen nazi.
Daniela Cristancho
Una joven mujer mira al espectador desde su silla, que, debido al color dorado que inunda su alrededor, se asemeja más a un trono. Sus son rojizos, sus mejillas, rosadas. Su cuello y antebrazos los adorna fina pedrería. El oro de su vestido se funde con todo aquello que no es parte de su cuerpo. Es innegablemente una obra de Gustav Klimt, comparte incluso muchas características con otra de las piezas más célebres del artista austriaco, El beso: los detalles en figuras geométricas, el uso del metal precioso. Se trata del Retrato de Adele Bloch-Bauer I, también conocida como La dama de oro.
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Una joven mujer mira al espectador desde su silla, que, debido al color dorado que inunda su alrededor, se asemeja más a un trono. Sus son rojizos, sus mejillas, rosadas. Su cuello y antebrazos los adorna fina pedrería. El oro de su vestido se funde con todo aquello que no es parte de su cuerpo. Es innegablemente una obra de Gustav Klimt, comparte incluso muchas características con otra de las piezas más célebres del artista austriaco, El beso: los detalles en figuras geométricas, el uso del metal precioso. Se trata del Retrato de Adele Bloch-Bauer I, también conocida como La dama de oro.
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La suya es la historia de un cuadro pintado por encargo, robado por el régimen nazi en la Segunda Guerra Mundial y devuelta a su dueña legal seis décadas después, pero es también la historia de cómo, en el marco del conflicto, se despoja a las personas de su tierra, su idioma, sus pertenencias e incluso su nombre. Todo ello lo retrata la película La dama de oro (2015), protagonizada por Helen Mirren y Ryan Renolds, quienes interpretan a Maria Altmann y Randol Schoenberg, dos austriacos inmigrantes en Estados Unidos que llevan la disputa por la propiedad de la pintura hasta las máximas instancias legales.
La mujer que mira al espectador desde su altar dorado es Adele Bloch-Bauer, hija de Moritz Bauer, un director de banco austriaco; y esposa de Ferdinand Bloch, magnate del azúcar, quien le encomendó su pintura a Klimt entre 1903 y 1907. La suya era la imagen de la comodidad, la clase y el privilegio en la Viena de las primeras décadas del siglo XX. Y así colgaba en las paredes de la sala familiar en Elisabethstrasse, cerca de la Ópera de Viena. Desde allí, Bloch-Bauer, la mujer de carne y hueso, le pregunta a su sobrina, María Altmann si le gusta su retrato. “¿Por qué tanto oro?”, “No te ves muy feliz”, comenta la niña, que cumple casi un rol de hija para Bloch-Bauer, quien nunca tuvo descendencia propia. Años después, ya hecha adulta, Altmann afirmaría delante del Comité de Restauración de su país: “La gente ve una obra maestra de uno de los artistas más importantes de Austria, pero yo veo un retrato de mi tía, una mujer que me hablaba de la vida mientras yo le cepillaba el cabello.”
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Bloch-Bauer murió joven, producto de una meningitis, sin saber lo que le depararía a su familiar por ser judía unos años después. La persecución que los llevaría a abandonar su tierra y buscar refugio en Estados Unidos, la muerte en solitario de quien no pudieron hacerlo, la confiscación de sus bienes y las artimañas para justificarla. En aquellos años en los que transcurría la Segunda Guerra Mundial, el Retrato de Adele Bloch-Bauer I fue rebautizado. Era necesario hacer de aquella musa una desconocida, para borrar las huellas de sus verdaderos propietarios, de manera que Adele, aquella mujer elegante e icónica en la escena cultural de Viena, se convirtió en una anónima, llamada simplemente La dama de oro. “No solo robaron la pintura. También le robaron su identidad”, afirma el personaje de Altmann en la película. Así, terminó en la Galería Belvedere por más de 60 años.
El filme ilustra la batalla legal que duró siete años, como la relevancia del testamento de Adele Bauer y Ferdinand Bloch, la pertinencia de llevar el debate en Austria o en Estados Unidos, entre otros elementos, y termina con la siguiente frase: “68 años después de que los nazis se llevaran las pinturas de Klimt, estas fueron devueltas a María Altmann. A petición de María, el Retrato de Adele Bloch-Bauer. Está en exhibición permanente en la Galería Neue, en Nueva York. Fue adquirida por Ronald Lauder por $135 millones. Con lo que ganó por el caso de María, Randy abrió su propia firma, especializada en restitución de arte. También pagó por el nuevo edificio del Museo del Holocausto en Los Ángeles [...] se estima que más de 100.000 obras de arte que los nazis robaron nunca fueron devueltas a sus dueños”.
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Más allá de los millones de dólares o de euros que hay detrás del robo de obras, en muchos casos, como en el de María Altmann, el acto más victimizante no es el robo en sí mismo, es el despojo de la propia vida y su historia. “Destruyeron a mi familia, mataron a mis amigos y me obligaron a abandonar a la gente y los lugares que amaba. No dejaré que me vuelvan a humillar”, afirma el personaje para quien, la restitución de la propiedad de la pintura no es más que el presente arreglando el pasado. El dinero era lo de menos. En algún punto, la austriaca no pide más que la Galería acepte que tomó la pieza de forma ilegal, su única exigencia es el reconocimiento de la verdad. Al ganar el caso, Altmann siguió viviendo en su misma casa y atendiendo su tienda de ropa hasta el día que murió. Solo anhelaba comprar una nueva lavadora de platos. Eso y volver a ver los ojos pintados en óleo de una mujer que la amó.