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Esta es la realidad de Los Pastos, los Misak misak, los Wounaan, los Yanacona, los Nasa y los Kamëntšá biya, pueblos indígenas migrantes que han llegado a ciudades como Bogotá, y han tenido que insertarse de manera obligada en estos lugares que no están preparados para recibirlos, debido a que están atiborrados, no comparten sus procesos culturales, y los exponen a un frío inclemente y a una contaminación ambiental que saca a flote enfermedades respiratorias.
Así lo evidencia el estudio Calidad de vida, buen vivir y salud. Indígenas en la ciudad: el caso de 6 pueblos migrantes en Bogotá, realizado entre la Universidad Nacional de Colombia (UNAL) y la Universidad del Bosque, y cuyo fin era hacer visible el lugar de las comunidades indígenas en la ciudad y como se transforma su vida.
En su trabajo con estas comunidades, los investigadores hallaron que el conflicto armado, los desastres naturales y la búsqueda de mejores oportunidades de vida, que no encuentran en los territorios que habitan, han hecho que algunas familias indígenas se desplacen hacia cabeceras municipales o ciudades más urbanizadas.
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La profesora Irene Parra García, de la Universidad del Bosque y editora de la publicación, señala que entre las conclusiones a las que llegaron se encuentra que la ciudad no les ofrece las mismas posibilidades a las comunidades indígenas en temas de salud y cultura, que sí ofrece a los citadinos.
“Por eso, un reto esencial es encontrar la manera de fomentar esa diversidad y mejorar la capacidad de acoger a estas personas que llegan a aportar a la cultura y la economía de la ciudad”, asegura la experta.
En ese sentido, el médico Santiago Astaíza Vergara, magíster en Salud Pública de la UNAL y partícipe de la investigación, señala que: “los procesos de adaptación urbana han dejado y siguen dejando grandes cicatrices culturales, que reproducen y generan ambientes malsanos para la salud individual y colectiva de la comunidad”.
Según el experto, el clima frío de Bogotá afecta especialmente a los niños, después de la llegada a la ciudad.
Añade que: “Tanto ellos como los adultos presentan síntomas respiratorios que pueden empeorar o complicarse, si se tiene en cuenta que la contaminación ambiental es mucho mayor, debido a la cantidad de vehículos, fábricas y otros generadores de humo, y contaminantes ambientales, conocidos como patógenos pulmonares”.
Según el investigador social del proyecto, Tomás Guzmán Sánchez, la ciudad les exige una adaptación a estas comunidades, en vez de asumir que tienen tradiciones diferentes y derechos especiales, con las que mantienen las relaciones de sociabilidad autóctonas.
Agrega que: “hay muchas afectaciones y cada caso es particular, porque cada pueblo es diferente, sin embargo, hay dos elementos fundamentales que afectan la calidad de vida de estas comunidades en la ciudad: depender del dinero como mediador para adquirir productos básicos y la desintegración de las comunidades”.
El investigador señala que el dinero y las transacciones económicas limitan el acceso a vivienda, alimentación y transporte, convirtiéndose en una necesidad del día a día, que en general es habitual en su territorio, en el que estas necesidades básicas son dadas por la tierra.
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Con respecto a la vivienda, menciona que en sus territorios, las casas son propias, de madera, grandes y abiertas y más de una familia puede vivir de manera cómoda. Pero en Bogotá deben pagar por un espacio muchas veces reducido, lo cual facilita la propagación de enfermedades y es factor de riesgo en temas de interés en salud pública, como la tuberculosis y la enfermedad de Hansen (lepra).
Así mismo, indica que la fragmentación de la comunidad es difícil para ellos, “por ejemplo, los Misak misak están acostumbrados a que la preparación de los alimentos es un momento de socialización, el fogón representa unión, pero en la ciudad este espacio no está, por lo que empiezan a fragmentarse las relaciones comunitarias, situación que los lleva a la pérdida del idioma, de la sociabilidad, y de su relación con el territorio y la medicina propia”.
En el libro participan 34 autores, 396 hogares indígenas, y un total de 1.500 personas que trabajaron de la mano con los investigadores y con representantes de los cabildos, se realizaron entrevistas estructuradas, semiestructuradas, y a profundidad, así como trabajo de campo y encuestas.
Según los autores, aunque se está trabajando por un sistema integral de salud y un dialogo con las comunidades asentadas en Bogotá, el Distrito y el Gobierno deben hacer un esfuerzo mayor por reconocer la salud propia y las costumbres de las comunidades, pues ellos reclaman la garantía de las formas de alimentación propia, espacios de reunión que no son posibles en la ciudad, y el reconocimiento de sus sabedores”.
Indican que, “hay intenciones, y se han ganado espacios que son importantes para los cabildos, pero lo cierto es que ellos no se sienten plenamente respaldados por la institucionalidad; hay que fomentar espacios o actividades que ayuden a que la adaptación a la ciudad sea mucho más sencilla”.
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Esta es la realidad de Los Pastos, los Misak misak, los Wounaan, los Yanacona, los Nasa y los Kamëntšá biya, pueblos indígenas migrantes que han llegado a ciudades como Bogotá, y han tenido que insertarse de manera obligada en estos lugares que no están preparados para recibirlos, debido a que están atiborrados, no comparten sus procesos culturales, y los exponen a un frío inclemente y a una contaminación ambiental que saca a flote enfermedades respiratorias.
Así lo evidencia el estudio Calidad de vida, buen vivir y salud. Indígenas en la ciudad: el caso de 6 pueblos migrantes en Bogotá, realizado entre la Universidad Nacional de Colombia (UNAL) y la Universidad del Bosque, y cuyo fin era hacer visible el lugar de las comunidades indígenas en la ciudad y como se transforma su vida.
En su trabajo con estas comunidades, los investigadores hallaron que el conflicto armado, los desastres naturales y la búsqueda de mejores oportunidades de vida, que no encuentran en los territorios que habitan, han hecho que algunas familias indígenas se desplacen hacia cabeceras municipales o ciudades más urbanizadas.
La profesora Irene Parra García, de la Universidad del Bosque y editora de la publicación, señala que entre las conclusiones a las que llegaron se encuentra que la ciudad no les ofrece las mismas posibilidades a las comunidades indígenas en temas de salud y cultura, que sí ofrece a los citadinos.
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“Por eso, un reto esencial es encontrar la manera de fomentar esa diversidad y mejorar la capacidad de acoger a estas personas que llegan a aportar a la cultura y la economía de la ciudad”, asegura la experta.
En ese sentido, el médico Santiago Astaíza Vergara, magíster en Salud Pública de la UNAL y partícipe de la investigación, señala que: “los procesos de adaptación urbana han dejado y siguen dejando grandes cicatrices culturales, que reproducen y generan ambientes malsanos para la salud individual y colectiva de la comunidad”.
Según el experto, el clima frío de Bogotá afecta especialmente a los niños, después de la llegada a la ciudad.
Añade que: “Tanto ellos como los adultos presentan síntomas respiratorios que pueden empeorar o complicarse, si se tiene en cuenta que la contaminación ambiental es mucho mayor, debido a la cantidad de vehículos, fábricas y otros generadores de humo, y contaminantes ambientales, conocidos como patógenos pulmonares”.
Según el investigador social del proyecto, Tomás Guzmán Sánchez, la ciudad les exige una adaptación a estas comunidades, en vez de asumir que tienen tradiciones diferentes y derechos especiales, con las que mantienen las relaciones de sociabilidad autóctonas.
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Agrega que: “hay muchas afectaciones y cada caso es particular, porque cada pueblo es diferente, sin embargo, hay dos elementos fundamentales que afectan la calidad de vida de estas comunidades en la ciudad: depender del dinero como mediador para adquirir productos básicos y la desintegración de las comunidades”.
El investigador señala que el dinero y las transacciones económicas limitan el acceso a vivienda, alimentación y transporte, convirtiéndose en una necesidad del día a día, que en general es habitual en su territorio, en el que estas necesidades básicas son dadas por la tierra.
Con respecto a la vivienda, menciona que en sus territorios, las casas son propias, de madera, grandes y abiertas y más de una familia puede vivir de manera cómoda. Pero en Bogotá deben pagar por un espacio muchas veces reducido, lo cual facilita la propagación de enfermedades y es factor de riesgo en temas de interés en salud pública, como la tuberculosis y la enfermedad de Hansen (lepra).
Así mismo, indica que la fragmentación de la comunidad es difícil para ellos, “por ejemplo, los Misak misak están acostumbrados a que la preparación de los alimentos es un momento de socialización, el fogón representa unión, pero en la ciudad este espacio no está, por lo que empiezan a fragmentarse las relaciones comunitarias, situación que los lleva a la pérdida del idioma, de la sociabilidad, y de su relación con el territorio y la medicina propia”.
En el libro participan 34 autores, 396 hogares indígenas, y un total de 1.500 personas que trabajaron de la mano con los investigadores y con representantes de los cabildos, se realizaron entrevistas estructuradas, semiestructuradas, y a profundidad, así como trabajo de campo y encuestas.
Según los autores, aunque se está trabajando por un sistema integral de salud y un dialogo con las comunidades asentadas en Bogotá, el Distrito y el Gobierno deben hacer un esfuerzo mayor por reconocer la salud propia y las costumbres de las comunidades, pues ellos reclaman la garantía de las formas de alimentación propia, espacios de reunión que no son posibles en la ciudad, y el reconocimiento de sus sabedores”.
Indican que, “hay intenciones, y se han ganado espacios que son importantes para los cabildos, pero lo cierto es que ellos no se sienten plenamente respaldados por la institucionalidad; hay que fomentar espacios o actividades que ayuden a que la adaptación a la ciudad sea mucho más sencilla”.
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