Sobre “Demian” y la destrucción de un mundo para nacer
Demian es una novela en la que las posibilidades de la libertad se materializan en nostalgia, melancolía y padecimiento, pero también en oxígeno, luz y texturas. En este libro se descubre que la real libertad no se experimenta en un mundo binario y, sobre todo, que no necesariamente conduce hacia un horizonte despejado y cómodo.
Laura Camila Arévalo Domínguez
Hace unos años, algún familiar muy creyente le dijo a un invitado a la casa -que se había confesado ateo-, que no creer en Dios conducía a una vida desviada. Que la claridad del camino solo se conseguía a través de los mandamientos de Dios. Con un tono exasperado y los ojos enrojecidos le dijo a Ricardo, amigo de la familia hacía años, que las “voces” que sugerían que Dios no existía, eran pequeños demonios que solo la gente débil escuchaba. Quiso ofender, pero yo, que era mucho más joven, entendí que la ofensa no había sido lanzada con intenciones de herir a Ricardo, sino de salvarlo. Él, que nunca se incomodó por la forma en la que le subieron la voz y se levantaron de la silla para mirarlo desde arriba, dijo que no le constaba lo de las voces del demonio, que no había sido así para él. Un día, por algún motivo que no contó en esa conversación, su fe se desmoronó, algo que no lo hacía ver más cómodo, ni más feliz ni más realizado. Su aspecto era frágil. Yo lo veía huérfano. “Que dios no exista no ha sido más sencillo: la certeza de que a pesar de que siga las reglas y crea en la justicia no habrá paraíso ni redención, solo me ha llevado a la más amarga incertidumbre, pero no puedo decidir creer porque sea más fácil. Es que simplemente ya no puedo creer en eso porque sé que no es cierto”, concluyó y, con un movimiento brusco, se terminó su trago.
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Hace unos años, algún familiar muy creyente le dijo a un invitado a la casa -que se había confesado ateo-, que no creer en Dios conducía a una vida desviada. Que la claridad del camino solo se conseguía a través de los mandamientos de Dios. Con un tono exasperado y los ojos enrojecidos le dijo a Ricardo, amigo de la familia hacía años, que las “voces” que sugerían que Dios no existía, eran pequeños demonios que solo la gente débil escuchaba. Quiso ofender, pero yo, que era mucho más joven, entendí que la ofensa no había sido lanzada con intenciones de herir a Ricardo, sino de salvarlo. Él, que nunca se incomodó por la forma en la que le subieron la voz y se levantaron de la silla para mirarlo desde arriba, dijo que no le constaba lo de las voces del demonio, que no había sido así para él. Un día, por algún motivo que no contó en esa conversación, su fe se desmoronó, algo que no lo hacía ver más cómodo, ni más feliz ni más realizado. Su aspecto era frágil. Yo lo veía huérfano. “Que dios no exista no ha sido más sencillo: la certeza de que a pesar de que siga las reglas y crea en la justicia no habrá paraíso ni redención, solo me ha llevado a la más amarga incertidumbre, pero no puedo decidir creer porque sea más fácil. Es que simplemente ya no puedo creer en eso porque sé que no es cierto”, concluyó y, con un movimiento brusco, se terminó su trago.
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En “El mal ladrón”, capítulo tres del libro Demian, de Hermann Hesse, Demian, amigo y guía de Sinclair, el protagonista de la novela, dice: “Veo que piensas más de lo que puedes expresar. Claro que si es así te darás cuenta también de que nunca has vivido completamente lo que piensas; y eso no es bueno. Solo el pensamiento vivido tiene valor. Hasta ahora has sabido que tu ‘mundo permitido’ solo era la mitad del mundo y has intentado escamotear la otra mitad, como hacen los curas y los profesores. ¡Pero no lo conseguirás! No lo consigue nadie que haya comenzado a pensar”. Y es muy seguramente lo que le ocurrió a Ricardo, el invitado ateo: comenzó a recorrer un camino en el que ya no podía regresar sobre sus pasos. No había ni habrá forma de volver, y esa es también una de las ideas que sostiene Demian, una novela en la que las posibilidades de la libertad se materializan en nostalgia, melancolía, padecimiento, frustración y desconcierto, pero también en oxígeno, luz, colores, verdades, texturas y sabores. Un libro en el que se descubre que la real libertad no se experimenta en un mundo binario y, sobre todo, que no necesariamente conduce hacia un horizonte despejado y cómodo, sino todo lo contrario. La libertad y sus implicaciones tienen caras distintas de las que no habría que huir: el camino hacia nosotros mismos es el de la emancipación de las leyes, los códigos y todos los límites posibles construidos por las sociedades y sus administradores, quienes también se adueñaron del concepto.
No es casual que este texto se inicie con una anécdota sobre Dios y la fe: la religión atraviesa este libro a medida que su personaje principal, Sinclaire, va creciendo y dándose cuenta de que ignorar sus pulsiones más profundas será imposible. Él, que nació en el lado correcto del mundo –según sus creencias de la niñez- creció amando el orden, la limpieza exterior e interior, las paredes impolutas que reflejaban la rectitud de su ambiente y la sensación de que él, bendecido por las circunstancias y elegido por Dios para probar de la dicha en la Tierra, era de los buenos, de los pulcros, de los iluminados. Y a pesar de la comodidad que sentía bajo el refugio puro y casto que encontraba en su casa, comenzó a fijarse en la otra mitad que, además, convivía con él: el mundo de los sirvientes, los sonidos bruscos que producían y la atractiva oscuridad que sobresalía en sus conversaciones. “Todo un torrente multicolor de cosas terribles, atrayentes, y enigmáticas, como el matadero y la cárcel, borrachos y mujeres chillonas, vacas parturientas y caballos desplomados; historias de robos, asesinatos y suicidios”.
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Ni es una apología al ateísmo ni al agnosticismo ni a las religiones: Demian podría ser una invitación a la duda. Después de que Sinclair recibe “el primer golpe a los pilares sobre los que había descansado su niñez y que todo hombre tiene que destruir para poder ser él mismo”, la certeza de que el paso a ese otro mundo nunca se concretaría, se desmorona. Después de que en la maldad encontró algo de placer y unos segundos de prestigio, se convirtió en la víctima de sus flaquezas y de la tiranía de otro más experto y curtido en zonas oscuras y humanas. Este niño se encuentra con una guía que lo marcará de por vida y que, hábilmente, le mostrará que los destellos de su mundo, el exceso de luz de la mitad en la que había nacido, eran pura oscuridad. Que el camino que realmente tendría que seguir era el que lo conducía hacia sí mismo y que desechar la otra parte del mundo no era posible, mucho menos para él, que ya había decidido –consciente o inconscientemente- dejar de ser un hipócrita.
En algunas de las tantísimas reseñas de Demian se reconoce el “talento narrativo” de Hermann Hesse y lo hábil que fue para elegir temas, giros o frases que atrajeran a los jóvenes que, como Sinclaire, estuviesen pasando de la adolescencia a la adultez. Algunos dijeron que era obvio que de estas reflexiones muchos jóvenes quedaran prendidos a un relato que podría ser inspirador. Julio Cortázar, por ejemplo, dijo que después de leer el libro quedó con una sensación de repugnancia porque el talento de Hesse se usó para la construcción de un relato estúpido e inverosímil. Opinó que Demian es una novela para espíritus desarmados frente a la vida, la experiencia y el análisis de la propia realidad. Se sintió estafado.
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Muchos otros coinciden en que el valor de su lectura no debería enfocarse en el análisis de la prosa de Hesse, sino en su casi irrebatible efecto al cuestionar e incomodar a un lector que, como bien lo propone la novela, podría valorar positiva o negativamente las tesis de las guías o maestros que en el camino se encuentra el protagonista: Demian y Pistorius.
Se dice que, por ejemplo, el valor del libro podría recaer en la empatía que genera entre el personaje principal y cualquier adolescente lector: sus padecimientos son los propios de un joven que está por abandonar las creencias o imposiciones que le fueron entregadas como absolutos en su niñez y en su lado del mundo. Lo que podría no tenerse en cuenta en esta tesis es que las leyes del mundo limpio, recto y moralista en el que creció Sinclair, no fueron impartidas por adolescentes en tránsito: su pedacito de universo provenía de sus padres, la iglesia, la Biblia y lo que aquí podríamos llamar “la gente de bien”. Él comienza a cuestionar cuáles de esas imposiciones adoptará para su vida. Cuáles son realmente suyas o en cuáles cree genuinamente. Pero también el porqué de esos límites y, sobre todo, la razón por la que la mayoría se somete a ellos. Es más que el crecimiento de un chico hacia la edad adulta: es la propuesta de que el rompimiento de lo aprendido y aprehendido, es la única forma de hallarse, y que esa es la vía más difícil y más larga de acceder a algo de plenitud. Sí se fija en su evolución, en su crecimiento, pero también en la involución de los que, por elección, se uniformaron. Se fija en los que ‘renunciaron gustosamente a volar y prefirieron caminar de la mano de los preceptos legales o por la acera’.
Regresando a Ricardo, el invitado ateo: el camino difícil de su ausencia de fe en dios se traduce en la nada, que podría ser mucho peor que la certeza de un infierno. Y la propuesta de Demian se cruza con su argumento: “Quien quiera nacer, tiene que destruir un mundo”.