Encuentro con “La vorágine”
Como por estos días celebramos los cien años de “La vorágine”, ya vienen programándose múltiples actos académicos sobre la célebre novela de José Eustasio Rivera, obra maestra de la literatura nacional, hispanoamericana y, en fin, de la lengua castellana, cuyo Día del Idioma estamos próximos a celebrar.
Jorge Emilio Sierra Montoya (*)
Aquí y allá se reviven, pues, las hazañas de Arturo Cova en la selva amazónica colombiana, con sus aventuras y desventuras a cuestas en tiempos de la cauchería, hasta ver cómo él mismo desaparece, tragado por la manigua. Un argumento fascinante, sin duda.
Y, claro, vienen los análisis de rigor sobre la riqueza del lenguaje, con la maravillosa descripción de la naturaleza transformada en personaje central, subyugante, lo que abrió un nuevo camino en las letras de España y América, al decir de los críticos.
Para mí, en cambio, esto me ha llevado a un lejano recuerdo de adolescencia, cuando yo apenas, a duras penas, empezaba la carrera periodística en Manizales, ansioso por estudiar, algún día, Filosofía y Letras en la Universidad de Caldas.
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Pues bien, en aquel entonces, hacia 1.970, don Juan Bautista Jaramillo Meza era uno de los escritores más respetables de la ciudad, la región y el país, con méritos suficientes para ello. Y yo tenía que conocerlo, según me decía cuando marchaba, ansioso y con algo de temor, hacia su vieja casona de la Avenida Santander, una cuadra arriba del cementerio San Esteban.
Llegué a la hora acordada -por teléfono, obvio-; de inmediato, él me pasó a su biblioteca, enorme y debidamente ordenada, que en mi caso era como llegar a un templo. Tal era mi devoción por la literatura y por quienes le entregaban, en cuerpo y alma, sus vidas.
Me mostró, sí, la colección de su histórica revista “Manizales”, donde colaboraban, entre otros autores, Gabriela Mistral y Juana de Ibarbourou, al tiempo que me hablaba, con dolor, de su esposa Blanca Isaza -”de Jaramillo Meza”, recordemos-, también escritora y poeta de tanta o mayor fama que él, cuyo cercano fallecimiento, en 1.967, conmovió al mundo literario latinoamericano, según constaba en múltiples cartas, telegramas y artículos de prensa.
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Pero, el plato fuerte estaba ahí, en los libros, escogidos con las explicaciones de rigor: los clásicos griegos y latinos, para gloria y loor de la llamada escuela grecocaldense, así como los españoles, que no podían faltar, y los de su autoría, que eran varios, en especial la famosa biografía de Porfirio Barba Jacob, su amigo del alma desde cuando se conocieron, muy jóvenes, en Cuba.
Hasta cuando llegó a La vorágine, igualmente de su amigo “José Eustasio”, en primera edición, con dedicatoria a él y su amada esposa, volumen que sostenía en sus manos, ya temblorosas, como si fuera una joya preciosa, invaluable.
A continuación, la recibí en mis propias manos; vi, asombrado, la escritura del autor, con su firma y fecha -en 1.924, ¡hoy hace un siglo!-, y me parecía increíble que esta fuera la edición príncipe, cuyo costo actual en el mercado sería exorbitante.
¡Tal fue mi primer encuentro con La vorágine!
(*) Miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua
Aquí y allá se reviven, pues, las hazañas de Arturo Cova en la selva amazónica colombiana, con sus aventuras y desventuras a cuestas en tiempos de la cauchería, hasta ver cómo él mismo desaparece, tragado por la manigua. Un argumento fascinante, sin duda.
Y, claro, vienen los análisis de rigor sobre la riqueza del lenguaje, con la maravillosa descripción de la naturaleza transformada en personaje central, subyugante, lo que abrió un nuevo camino en las letras de España y América, al decir de los críticos.
Para mí, en cambio, esto me ha llevado a un lejano recuerdo de adolescencia, cuando yo apenas, a duras penas, empezaba la carrera periodística en Manizales, ansioso por estudiar, algún día, Filosofía y Letras en la Universidad de Caldas.
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Pues bien, en aquel entonces, hacia 1.970, don Juan Bautista Jaramillo Meza era uno de los escritores más respetables de la ciudad, la región y el país, con méritos suficientes para ello. Y yo tenía que conocerlo, según me decía cuando marchaba, ansioso y con algo de temor, hacia su vieja casona de la Avenida Santander, una cuadra arriba del cementerio San Esteban.
Llegué a la hora acordada -por teléfono, obvio-; de inmediato, él me pasó a su biblioteca, enorme y debidamente ordenada, que en mi caso era como llegar a un templo. Tal era mi devoción por la literatura y por quienes le entregaban, en cuerpo y alma, sus vidas.
Me mostró, sí, la colección de su histórica revista “Manizales”, donde colaboraban, entre otros autores, Gabriela Mistral y Juana de Ibarbourou, al tiempo que me hablaba, con dolor, de su esposa Blanca Isaza -”de Jaramillo Meza”, recordemos-, también escritora y poeta de tanta o mayor fama que él, cuyo cercano fallecimiento, en 1.967, conmovió al mundo literario latinoamericano, según constaba en múltiples cartas, telegramas y artículos de prensa.
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Pero, el plato fuerte estaba ahí, en los libros, escogidos con las explicaciones de rigor: los clásicos griegos y latinos, para gloria y loor de la llamada escuela grecocaldense, así como los españoles, que no podían faltar, y los de su autoría, que eran varios, en especial la famosa biografía de Porfirio Barba Jacob, su amigo del alma desde cuando se conocieron, muy jóvenes, en Cuba.
Hasta cuando llegó a La vorágine, igualmente de su amigo “José Eustasio”, en primera edición, con dedicatoria a él y su amada esposa, volumen que sostenía en sus manos, ya temblorosas, como si fuera una joya preciosa, invaluable.
A continuación, la recibí en mis propias manos; vi, asombrado, la escritura del autor, con su firma y fecha -en 1.924, ¡hoy hace un siglo!-, y me parecía increíble que esta fuera la edición príncipe, cuyo costo actual en el mercado sería exorbitante.
¡Tal fue mi primer encuentro con La vorágine!
(*) Miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua