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Hay quien respira. Percibe cómo el aire entra y sale de su cuerpo. Reconoce el ritmo incesante de sus latidos en el pecho, se da el lujo de seleccionar su vista, su oído, su paladar, su aroma y su tacto. Hay quien, en un acto casi de educación y decencia con su propia existencia, puede afirmarse vivo.
Hay quien suspira. Permanece viajando entre anhelos y ensueños, y en vanos intentos por aterrizar se consuela con el tranquilo acto de contemplar los cielos de nubes y los de teja, los que suenan con marchas de rutina y tacones de huidas, o los senderos sonoros de hojas secas; los reflejos enmarcados de última tecnología o los encapsulados en esferas vigilantes y parpadeantes. Hay quien, en un acto de comprensión del mundo que habita, puede creerse vivo.
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Hay quien inspira. Siente la sinfonía en las escenas y los ensueños, las toca, las baila, las viste y las adorna. Hay quien en sus rincones busca más y se descubre vivo.
Pero hay quien al leer esta carta, ya se afirmó, se creyó, se descubrió para darse cuenta de ese golpe entre el pecho y la espalda, ese escozor en la piel, ese instante de nada donde no hay sentidos, ni sensaciones, ni ruidos, ni pensamientos, el silencio eterno que dura un segundo en el que todo es al mismo tiempo. Es lo que provoca el idioma del arte: único y compresible para quien reconoce el llamado vertiginoso de todos los colores, todos los acordes, todos los vaivenes, todas las letras y las lenguas del compás de quien respira, suspira, inspira. Hay quien, por un instante, puede proclamarse vivo.
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