Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Tumbar estatuas es tal vez una práctica tan antigua como aquella de erigirlas, en primer lugar. Si acaso es ligeramente más reciente, puesto que era necesaria la existencia de al menos una estatua para poder dar inicio a la tradición de tumbarlas. En términos sencillos: es tan inherente a la condición humana el querer conmemorar como el querer cuestionar. Y aunque en ocasiones estas dos manifestaciones de nuestra compleja relación con el pasado pueden llevarnos a fuertes enfrentamientos, si es bien abordado, el debate resultante tiene un potencial enriquecedor para nuestra sociedad.
Los monumentos son, en esencia, una conmemoración de una figura o evento pasado bajo la mirada —usualmente idealizada— de una época posterior. Aunque también ha ocurrido que estos sean planeados y construidos durante la vida de los sujetos o poco después del evento en cuestión, la intención de querer preservar su ideal en el tiempo es esencialmente la misma, y también resulta de manera un poco inadvertida en una cápsula evidente del zeitgeist vigente al momento de su creación.
Le sugerimos leer: Preferir no hacerlo o la lógica de la condición humana
Básicamente —por dar un ejemplo cualquiera—, el comisionar una estatua en pleno siglo XXI para conmemorar a un filósofo de la antigua Grecia no solamente celebra la obra que este realizó en su época, sino que delata una admiración actual hacia este personaje; en el tiempo presente, y bajo criterios modernos, se juzgó que era merecedor de un homenaje. Tampoco es para nada extraño que personajes históricos sean considerados de gran importancia décadas e incluso siglos después de su muerte, incluso tras haber tenido poca o nula relevancia en vida. ¿Pero qué pasa cuando, por las razones que sea, esta percepción cambia?
A veces no se trata de una transformación en la sociedad general, sino simplemente en las estructuras de poder. Lo hemos visto suceder en épocas recientes con estatuas de personajes como Vladimir Lenin o Sadam Husein, que fueron removidas mediante actos que, por pausados y burocráticos o espontáneos e impulsivos que parecieran, no dejaron de ser poderosamente simbólicos. Pero el propósito de este escrito no es enfocarse en aquellos casos relacionados con la caída de regímenes totalitarios, sino aquellos que involucran símbolos más pasivos, que hacen parte de narrativas tan establecidas que, en muchas ocasiones, pocos contemplan cuestionarlos o incluso pasan totalmente desapercibidos.
Remover de manera violenta un monumento suele generar una reacción negativa por parte de sectores de la ciudadanía que, al desconocer las razones de fondo detrás de esto, pues lo juzgan como un acto de vandalismo sin sentido. Está perfectamente bien querer velar por el buen estado de los espacios públicos de una comunidad, al igual que el de los monumentos que tienen como propósito embellecerla, y sentir frustración ante su destrucción. Pero ante situaciones semejantes, sería un beneficioso ejercicio cívico detenerse a preguntarse si existe un porqué detrás de estos actos antes de descalificarlos por completo. A través de ejemplos como los que se exponen a continuación, se puede descubrir que en muchos casos estos monumentos, aunque hermosos o inofensivos para algunos, pueden tratarse de una suerte de “sal en la herida” para otros grupos que pertenecen a nuestra misma comunidad.
Sin la intención de enfrascarse en la situación actual de Colombia (y ciertamente queriendo evitar atizar los fuegos de cualquier polémica puntual), aquello que sucedió con varios monumentos en ciudades del país en el marco del paro nacional el mes pasado ofrece unos ejemplos claros e interesantes. Durante las manifestaciones, muchas estatuas de personajes históricos se vieron desmontadas a la fuerza por parte de miembros de la ciudadanía: desde conquistadores españoles y fundadores de ciudades como Sebastián de Belalcázar y Gonzalo Jiménez de Quesada, pasando por próceres de la Independencia como Francisco de Paula Santander y Antonio Nariño, hasta figuras políticas del siglo XX como Gilberto Alzate Avendaño y el expresidente Misael Pastrana.
La destrucción de efigies de actores políticos recientes es tal vez la más obvia —sobre todo cuando se consideran las propuestas de corte fascista de Alzate Avendaño y las acusaciones de fraude electoral contra Pastrana Borrero—, dado que, bien que mal, sus polémicas continúan recientes y su legado aún se mantiene en disputa. La de actores de la Conquista española es también muy evidente cuando se tiene en cuenta la participación de estos sujetos en la subyugación de los pueblos nativos del territorio colombiano (y la consiguiente devastación de sus poblaciones y erradicación de su cultura, por inopinada o deliberada que esta fuera) que hoy buscan llevar a cabo una suerte de “juicio histórico” contra quienes sentaron el precedente de su opresión. Pero tal vez la destrucción menos clara a simple vista es aquella de los personajes pertenecientes al establecimiento de nuestra nación; es aquí donde el debate cobra un matiz interesante.
Le sugerimos leer: Jerónimo García: el refugio de la nostalgia
¿Por qué razones tumbaron las estatuas de Santander y Nariño? Aunque para ninguno de los dos casos parece existir una justificación clara, en el de Nariño se especula una errada asociación con aquel penoso episodio de la Independencia conocido como la Navidad Negra —evento con el que Nariño no tuvo nada que ver—, o más probablemente como rechazo hacia su liderazgo de la fallida campaña militar que buscó incorporar la ciudad de Pasto y la región que hoy lleva su nombre a la república. En caso de ser este el caso —teniendo en cuenta que el pueblo pastuso combatió a Nariño buscando mantenerse como parte de la Corona española—, parece un poco incoherente que sufrieran el mismo fin monumentos tanto de quienes establecieron el dominio español en el continente como de quienes buscaban ponerle fin.
Pero otro aspecto tal vez más importante de estos dos ejemplos es la forma en que muchos salieron en defensa de los próceres al considerar la celebración de sus legados no solo válida sino importante. Entre sus contribuciones a la historia y al país se encuentran nada más y nada menos que la primera traducción en América de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (texto precursor de los actuales derechos humanos) por parte de Nariño, y la fervorosa promulgación y establecimiento del primer sistema de educación pública en el país por parte de Santander; ambos temas que la protesta que derribó sus monumentos exige apasionadamente sean respetados. Si la imagen de los hombres que buscaron introducir estos conceptos a la nación naciente no está a salvo de ser removida, es posible que ninguna lo esté.
Porque es precisamente ahí donde yace la encrucijada clave de este debate. Aunque es innegablemente positivo que una sociedad se detenga para revaluar el pasado y generar conversaciones sobre qué narrativas se establecen al decidir enaltecer ciertos aspectos de la historia mientras que otros pueden permanecer negligidos, una cosa es derribar estatuas que perpetúan aquellas de opresión y otra muy distinta es juzgar todo personaje pasado bajo los criterios del día de hoy y pretender taparlo cuando evidentemente no pasa la prueba.
Más allá de Colombia, ataques hacia monumentos conmemorativos de figuras nacionales e históricas han ocurrido en otros países, tanto en antiguas naciones colonizadas como colonizadoras. En el Reino Unido, la imagen de Winston Churchill ha recibido crecientes críticas en años recientes a causa de posturas sociales que hoy se consideran racistas (y que, aunque siempre han sido y serán erradas, hacían parte del pensamiento de la época), a pesar de ser visto por décadas como la figura intachable que lideró al país durante la Segunda Guerra Mundial y que recibió un premio Nobel por “su brillante oratoria, que [defendió] exaltadamente los valores humanos”.
En los Estados Unidos, tal vez el más imponente de todos los ideales nacionales también se ha visto atacado recientemente, en particular en el último año. El mismísimo George Washington, padre fundador de la patria, nació en el seno de una poderosa familia de Virginia, propietaria de extensas tierras en una época en que la esclavitud, más que una práctica común, era la base de la economía regional. Por más que el haber liberado a todos sus esclavos en su testamento le haya ganado una reputación de “amo benévolo”, el simple hecho de haberlos tenido en primer lugar es razón suficiente a ojos de muchos para descalificar por completo al primer presidente de los Estados Unidos.
Sin intención alguna de justificar una aberración como la esclavitud, es importante hacerse la siguiente pregunta: ¿se puede realmente pretender que los personajes que han marcado la historia contaran con la imposible clarividencia para rebelarse contra el mundo al que pertenecieron en favor de ideales que enaltecemos doscientos, quinientos o hasta mil años después? ¿Qué pasará con nosotros —por progresistas que podamos ser— cuando los estándares inevitablemente cambien en el futuro?
Bajo este implacable régimen anacronista nadie merece ser recordado y la historia se ve entonces sometida a una constante redacción o a un olvido definitivo. Entre los niveles de escrutinio que permite el actual acceso a la información y la siempre cambiante ética colectiva de la sociedad es imposible contar con un solo ídolo impoluto.
Regresando a la cuestión de Washington, el actual proyecto de ley que busca convertir en estado la capital que lleva su nombre cambiaría las actuales siglas D. C. (District of Columbia, consideradas problemáticas por aludir a Cristóbal Colón), en favor de “Douglass Commonwealth”, en honor al ilustre orador, escritor y abolicionista afroamericano Frederick Douglass. Propuestas más radicales incluso contemplan la posibilidad de eventualmente rebautizar la capital estadounidense del todo, con algunos citando como posible reemplazo el nombre de Benjamin Banneker, el matemático y astrónomo afroamericano que participó en la temprana planeación urbana de la ciudad.
Aunque estas dos figuras hoy son ampliamente celebradas en los EE. UU., ¿quién puede garantizar que el día de mañana su profunda fe cristiana o una opinión cualquiera expresada en sus escritos no acabare por manchar este legado? ¿Quién puede descartar la posibilidad de que en un futuro donde el consumo de carne animal fuere considerado inhumano e impensable, el hecho de que estos hombres no siguieran una dieta vegana bastare para buscar rebautizar la ciudad una vez más? Los ejemplos parecerán absurdos a muchos, pero emplean exactamente la misma lógica errada de imponer a un tiempo los estándares de otro. Serán para nosotros especulaciones tan ridículas como el concepto de una sexualidad no binaria sin duda lo habría sido para una persona nacida hace trescientos años, o, retomando el ejemplo inicial de este escrito, tan inconcebibles como la idea de una sociedad civilizada sin esclavitud para cualquier filósofo de la antigua Grecia.
Podría interesarle leer: La memoria de Gabo y la historia de una foto
La realidad es que el simple hecho de conmemorar personas siempre poblará nuestras avenidas, plazas, parques y templos de héroes errados porque los seres humanos somos errados en esencia. Cuanto más descubrimos sobre cómo pensaba o actuaba una figura histórica, más se nos dificulta idealizarla, y esto solo empeora a medida que pensamos o actuamos menos como ella. Con esa creciente dificultad para sobrellevar la brecha que nos separa del pasado, sería entonces más fácil idolatrar héroes de los que no sabemos nada y poder reinventarlos cada tantos años.
Cabe aclarar que este argumento no puede interponerse en el ejercicio de estudiar el pasado y llevar a cabo juicios de valor sensatos. Por supuesto, existen figuras históricas que hasta para estándares de su tiempo eran personajes repudiables, como es el caso del infame rey de Bélgica, Leopoldo II, a quien la comunidad internacional condenó por su brutal administración del Estado Libre del Congo, incluso dando origen al término crimes against humanity para describir las atrocidades en las que incurrió.
Así como el mismo gobierno belga recientemente comenzó a retirar monumentos a su antiguo rey, es importante que esta evaluación de nuestras figuras históricas se lleve a cabo en cada nación, y que, en caso de ser preservadas, busquemos formas de brindar cualquier contexto necesario o relevante que haga justicia a la historia. Si la misma ambición ciega y cruel hacia los nativos fue suficiente para que un tribunal español sentenciara a muerte a Sebastián de Belalcázar en pleno siglo XVI, ¿por qué es tan inconcebible para algunos dejar de glorificarlo hoy? Tras ser tumbada su estatua, el pedestal vacío sobre la ciudad de Cali se veía en sí como un doloroso homenaje a las culturas enteras que actos como los suyos borraron por siempre de la historia.
Una idea sobre cómo se podrían abordar de manera inteligente estos importantes debates surge del manejo que dio recientemente el gobierno francés al bicentenario de la muerte de Napoleón Bonaparte. En las últimas décadas, el emperador se ha transformado en una figura cada vez más polémica. Mientras que la izquierda francesa denuncia el alto costo en vidas de sus campañas militares y en particular el haber restablecido la esclavitud después de que la Revolución había puesto fin a la práctica, la derecha venera la grandeza a la que Napoleón llevó a la nación durante su imperio y exalta sus contribuciones a la humanidad como la formalización y propagación del código civil.
¿Qué hizo entonces el presidente de centro, Emmanuel Macron, quien siempre busca evitar alienar demasiado cada lado del espectro político? Se propuso conmemorar la fecha “mirando la historia de frente” y buscando deconstruir la imagen idealizada de Napoleón al “preservar lo mejor del emperador y separar lo peor del imperio” para resaltar la manera en que Francia supo renunciar a los aspectos reprehensibles de su régimen mientras enalteció sus más grandes virtudes.
El gobierno declaró, citando a un grupo de historiadores, que consideraba el acto de imponer a la historia el peso de debates contemporáneos “un pecado contra la inteligencia del pasado” y “un juicio tan irresponsable como perentorio”. En el discurso que pronunció en el Institut de France antes de un breve homenaje en Los Inválidos (donde yace el sarcófago de Napoleón), el presidente Macron expresó su fuerte voluntad de “no ceder en nada ante aquellos que buscan borrar el pasado en vista de que no corresponde a la idea que se hacen del presente”.
Con una solución tan centrada y complaciente, es entendible que no todo el mundo logre sentirse satisfecho. Sin embargo, el camino del diálogo no solamente lleva a una construcción de narrativas que además de pluralistas son justas, sino que evita el surgimiento de nuevos resentimientos con los que una suerte de lex talionis cíclica y perenne ciertamente seguiría aquejando a la humanidad.
Teniendo en cuenta las heridas históricas que necesitan sanar, ¿cómo se pueden intervenir estas narrativas para realmente reparar, reivindicar y desagraviar el pasado más allá de discursos y actos simbólicos? El arte, con su eterno poder para trascender el paso del tiempo, ofrece una solución que ya cuenta ejemplos contundentes.
Cuando derribaron en Asunción la principal estatua del dictador paraguayo Alfredo Stroessner, el artista Carlos Colombino la intervino antes de que esta fuera puesta de vuelta en su lugar. Tras desbaratar la estatua, Colombino ubicó los pedazos más reconocibles entre dos enormes bloques de concreto con el fin de ilustrar la fuerte represión que el régimen stronista impuso sobre el país por 35 años. En un intento adicional por liberar el espacio público de la sombra de la dictadura, el gobierno está trasladando todos sus monumentos al Museo de las Memorias, donde establecerán una nueva narrativa que busca reinterpretar la historia en lugar de borrarla, entendiendo que el olvido es un camino resbaladizo que suele llevar a la repetición.
Otra forma de reivindicación histórica toma forma en la ganadora del Gran Premio de Novela de la Academia Francesa de 2019: Civilizaciones. A modo de ucronía (o historia alternativa), el autor Laurent Binet explora un mundo en el que la Conquista de América se desenvuelve de manera invertida, con los incas invadiendo una Europa del siglo XVI que nunca descubrió el Nuevo Mundo.
Aunque el escritor francés buscó de cierta forma ofrecer una “venganza histórica” a los pueblos amerindios a través de su novela, procuró evitar idealizarlos. Siendo coherente con la condición humana y las dinámicas que caracterizaban a la civilización inca, Binet lleva al ilustre Atahualpa en una conquista de los territorios europeos marcada tanto por alianzas e intercambios culturales como por masacres y represión. La inspiración inicial para la obra nació tras una lectura de El naranjo, o los círculos del tiempo, del escritor mexicano Carlos Fuentes, del cual incluye a modo de epígrafe la cita: “El arte da vida a lo que la historia ha asesinado”.
Le sugerimos: Murió Jesús Martín-Barbero, uno de los grandes teóricos de la comunicación
Nuestra relación con el pasado es compleja en demasía y, por ende, nunca habrá una sola respuesta que logre complacer a la humanidad entera. Es cierto que aferrarnos a una idea establecida del pasado por simple inercia o conveniencia continuará generando malestar social, pero simplemente “cancelar” aquello que no nos gusta es una solución superficial e insostenible. Debemos tener la valentía de enfrentar la historia con todos sus matices, por más que estos despierten en nosotros la más lacerante vergüenza o el más profundo dolor.
Recordar es un acto poderoso y, como tal, se debe emplear para generar un impacto positivo. Se podría argumentar que la historia de la humanidad está conformada por una delicada procesión de aciertos entre un mar de errores, pero es precisamente la abundancia de lo segundo lo que nos permite alcanzar lo primero. Debemos asumir con inteligencia esta naturaleza que nos ha traído hasta el momento presente y nos hará continuar evolucionando como sociedad. De todos los errores, sería el más garrafal buscar borrar el pasado solo porque nos incomoda, intentando satisfacer esa eterna vanidad humana que nos hace creernos libres de falencias que vemos en otros y poseedores de un control sobre la historia que no se trata más que de una efímera ilusión.