Sobre Juan Marsé y los porteros: de la bendición a la condena
Desde atrás, casi desde afuera, desde muy lejos, la vida se ve con algunos de sus múltiples contextos, y el fútbol no es la excepción. Desde un arco, el panorama es más amplio.
Fernando Araújo Vélez
Se perciben los desórdenes, los lineamientos, al compañero vago que se hace el tonto y se esconde detrás de un marcador para que no le den la pelota, al otro, que juega sin balón y se desgasta en relevos para salvarle la piel al que se equivocó, y en últimas, al equipo. Al de más allá, que solo busca lucirse, y al de más acá, que deja la sangre y los huesos en cada balón, pues cada balón para él es un poco la vida, o la vida. Desde atrás el campo es amplio, a veces, demasiado amplio. Y se escuchan los insultos de las barras de norte y de sur, y se le teme al escupitajo, a la pedrada, a la pila que sale de las manos de los energúmenos que no entienden que el fútbol es un juego, nada más que un juego. Se oyen incluso las recomendaciones del fotógrafo que, aburrido de no captar la imagen con la que siempre soñó, da cátedra sobre lo que debería hacer o no tal o cual equipo.
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Se perciben los desórdenes, los lineamientos, al compañero vago que se hace el tonto y se esconde detrás de un marcador para que no le den la pelota, al otro, que juega sin balón y se desgasta en relevos para salvarle la piel al que se equivocó, y en últimas, al equipo. Al de más allá, que solo busca lucirse, y al de más acá, que deja la sangre y los huesos en cada balón, pues cada balón para él es un poco la vida, o la vida. Desde atrás el campo es amplio, a veces, demasiado amplio. Y se escuchan los insultos de las barras de norte y de sur, y se le teme al escupitajo, a la pedrada, a la pila que sale de las manos de los energúmenos que no entienden que el fútbol es un juego, nada más que un juego. Se oyen incluso las recomendaciones del fotógrafo que, aburrido de no captar la imagen con la que siempre soñó, da cátedra sobre lo que debería hacer o no tal o cual equipo.
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Desde atrás, como decía Juan Marsé, ese hombre que antes salía a la cancha con el número Uno en su espalda, guantes, y a veces hasta gorra, nota si un equipo es eso, un equipo, un regimiento de soldados, o un reguero de jugadores que solo buscan salvarse a sí mismos. Y grita, aunque a veces no lo escuchen. Trata de ordenar. Se adelanta unos cuantos pasos para pedirle al central que le pida al volante que le pida al delantero que se mueva hacia la derecha, o hacia la izquierda. Se desespera. Se calla. Hace marcas con los tapones de sus botines en el suelo por si acaso se pierde en una de aquellas, que son las veces en las que el rival se le viene encima, “sin carnaval ni comparsa”, como cantaba Piero, pero con lanzas, escudos, flechas, las venas brotadas, el cuchillo entre los dientes y la mirada roja de hambre, de ansiedad. Y si se le vienen encima, tendrá que estar bien ubicado. Eso, lo primero. Ubicación, orden. Y luego todo lo demás. Lo que le gusta a la tribuna, las voladas y el riesgo y el espectáculo, y lo importante para el equipo: la seguridad.
Si se le vienen encima tendrá que templar los nervios para no tener que ir a buscar el balón adentro de su arco, porque en el fondo, es su arco. Él siempre cargará con la culpa de la derrota, y pocas veces, muy pocas veces, con la gloria del triunfo. Incluso, como ocurrió con Moacyr Barbosa, y Barbosa es solo uno de los miles de ejemplos, tendrá que soportar por años y decenios y para la historia y después de muerto que lo hayan culpado de una derrota como la de Brasil en la final del Mundial del 50. Barbosa lo decía. Había tenido que morir dos veces. Y murió cientos de veces y seguirá muriendo porque se hizo leyenda y verdad que se había equivocado en el segundo gol de Uruguay, aunque pocos de los que regaron esa sentencia hayan visto el partido. Siempre es más sencillo explicarlo todo echándole los bultos de la derrota alguien, sin que importe mucho lo que vaya a ocurrir con ese el ser humano que hay detrás del personaje. A Barbosa lo persiguieron por años. Lo llamaron arquero de mala suerte, ave de mal agüero, negra fortuna, y hasta Mario Zagallo lo mandó a sacar de un entrenamiento de la Selección de Brasil años más tarde porque era un pésimo presagio.
Barbosa, Amadeo Carrizo, Lev Yashin, Gordon Banks, Sepp Maier, Dino Zoff, René Higuita, José Luis Chilavert, Hugo Gatti, y los de antes y los que llegaron después. Todos, marcados por la maldición del portero, por la eterna condena de salir vencidos siempre, o casi siempre, y en el mejor de los casos, no haber sido los responsables de la derrota. Locura. Temple. Inconsciencia. Frenesí. Temeridad. Indiferencia, algunas de las palabras con las que cargan. Juegan con otro color. Usan las manos. Entrenan aparte. Hablan de otros temas. Sueñan con otros sueños. Si pasaron la raya admisible de la cordura, salen de sus terrenos para intentar lucirse con una gambeta, para ir a cobrar un tiro libre o participar del juego, solo participar del juego. Si les queda algo de juicio, se quedarán merodeando el área de las 18 a la espera de que algo los llame a la acción. Más de uno sucumbió. Se le lanzó a un tren, como Alberto Vivalda o como el alemán Robert Enke, o se pegó un tiro, como el costarricense Lester Morgan. Luego la prensa dijo que sufrían de prolongadas depresiones, o que no pudieron superar el dolor de una tragedia.
Desde atrás, y a solas, soportan el peso de sus equipo. De alguna manera, lo cargan y se hacen cargo de él, porque en el vestuario, generalmente, el entrenador les pregunta primero a ellos cómo ven la cosa, cómo están parados, como pueden estar mejor. Y les da indicaciones porque sabe que son los únicos que observan todo el panorama. Porteros contexto, y hasta porteros historia, que tienen el tiempo y el espacio para echar a andar atrás el reloj y sacar algún par de conclusiones de algún par de viejos partidos. Porteros ancla y soporte, pues todo gran equipo comienza con un gran arquero, y todo gran arquero, más allá de volar y de revolcarse, debería adelantarse a la jugada dos o tres segundos, como decía Hugo Gatti. Leer la jugada cuando nadie más la vislumbra. Conjurar el peligro, en vez de esperar a que lo fusilen. Y para ello, ver desde atrás la vida y el fútbol.