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La exploración del estrato IV del templo de la diosa Eanna en la ciudad de Uruk –enseña Fernando Báez en su admirable Historia universal de la destrucción de libros– desenterró varias tablillas, algunas enteras, pero otras pulverizadas, quebradas o quemadas; éstas pueden fecharse entre los años 4100 a 3300 antes de nuestra era. No se conoce la cantidad de libros destruidos en Sumer, explica Báez, pero puede suponerse que la cifra supera los cien mil por causa de las guerras que azotaron esta zona.
La violencia contra el libro no pretende la destrucción del objeto, sino la negación de lo por él representado. No se trata, por supuesto, de quemar unas hojas o unos papiros, de destruir unas tablillas de cera, sino de borrar el mensaje allí custodiado.
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No deja de ser curioso y hasta paradójico que la destrucción de todo libro se hace en nombre de una idea, de una autoridad o de una institución que se juzga superior, ora desde lo moral, ora desde lo político, ora desde lo religioso, ora desde una combinación de estos elementos. Y sin embargo esa superioridad queda en entredicho y se muestra vacilante en el momento mismo en el que siente impugnado su poder por un cúmulo de hojas que albergan un mensaje.
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No siempre son los ególatras, los analfabetas o los imbéciles los que queman libros, también pensadores ilustres han quemado o pretendido quemar libros completos y bibliotecas enteras en nombre de un nuevo comienzo (político, histórico, intelectual…). Uno de los casos más lamentables es el de Descartes quien, seguro de su duda metódica, propuso que debían quemarse los libros antiguos. El caso más patético de la quema de libros es el de Vladimir Nabokov –un escritor que fue ruso y luego se volvió estadounidense– quemando un ejemplar de Don Quijote frente a sus estudiantes de literatura. Y sobre los comienzos políticos o sociales vale recordar que Seleuco, sátrapa de Babilonia y fundador de la dinastía seleúcida, al ser nombrado rey mandó quemar todos los libros encontrados en el mundo porque «quería que el cálculo del tiempo comenzara con él».
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Esta violencia contra los libros resulta reprensible al menos por tres razones. Primero porque toda violencia es reprochable (salvo, quizás, la que contra el mal se ejerce); segundo porque, como recordó Heinrich Heine, «allí donde queman libros acaban quemando hombres»; tercero porque se pierden para siempre (o pueden perderse) saberes, bellezas y valores que nutrirían el mundo con su encanto.
No obstante, esta violencia, todo lo absurda que se quiera, resulta explicable, pues en un libro cabe toda una doctrina y toda una verdad y todo un universo, y éstos –doctrina, verdad y universo– pueden lastimar la sensibilidad de los mediocres, de los fanáticos y de los pusilánimes.
Se explica que haya quien quiera extinguir esa llama de belleza y de verdad que guarda todo libro, porque a día de hoy es lo único que le va quedando de sagrado al mundo.