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Basta con haber nacido en Colombia. La cultura de la guerra no solamente tocó a los grupos armados legales o ilegales o a sus víctimas directas. Una de las conclusiones que podríamos sacar al leer el Informe final de la Comisión de la verdad es que no fue un conflicto de algunos malos y otros buenos que, a su paso, dejaron víctimas civiles (que no fuimos muchos de nosotros, los que estuvimos en la ciudad), sino que la guerra, que aún no termina, permeó cada rincón, sin importar su estrato o cercanía a las zonas rojas. Somos el resultado de aquellas “tragedias culturales” que se llevaron a cabo después de un despojo, un secuestro, un reclutamiento forzado, una masacre, una “pacificación”, una desaparición, la ausencia del Estado, el poder del narcotráfico y un gobierno basado en la idea de que aquí, todavía, no existe un “nosotros”.
Hay un capítulo del Informe titulado “Relación entre cultura y conflicto armado”. Podría, también, llamarse el capítulo de los porqués: posibles explicaciones a las preguntas de por qué comenzó la guerra, por qué existen las guerrillas, por qué aparecieron las contraguerrillas, por qué el Ejército es un actor que debe responder por crímenes, por qué mataron civiles, por qué con tanta crueldad, por qué atacaron al eslabón más débil (campesinos, afrodescendientes, indígenas, mujeres, niños) y por qué reclutaron jóvenes. Y algunos otros que podrían despejar uno de los interrogantes más difíciles de responder: por qué esta guerra ha durado tanto.
Porque el conflicto y la cultura se han retroalimentado continuamente. Porque la desconfianza por el otro, por el diferente (sin importar mucho cuál sea la diferencia), no comenzó en la década del 50, sino en la Conquista, cuando se instaló la idea de que algunos habían nacido para servirles a los otros.
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La idea de que las personas eran inferiores por su raza o posición social y que por eso eran enemigos, sobre todo aquellos que se rebelaron, justificaba la violencia. La de que se les maltrataba, se les excluía o se les condenaba porque “algo estarían haciendo”, y que el racismo, el clasismo y el patriarcado se explicaban por la precaución y la sospecha. Y fue por esto que la tierra no se distribuyó equitativamente (resistencia a reformas agrarias), no se valoró la cultura campesina, ni se ha podido reconocer que aquí hay más de una cultura, lengua y religión.
“Hay élites que no se han dejado tocar por la Constitución de 1991”, dice el informe, y aclara que esta nueva carta contribuyó a la democratización del país, pero no ha alcanzado para superar violencias estructurales: brechas económicas, falta de garantías y abandono institucional.
El grupo de comisionados halló que “el acumulado histórico de la configuración de la nación nos ha conducido a la construcción de una idea acotada y maniquea del otro, de la otra y de lo otro, que nos impide construir un ‘nosotros’ incluyente. Que las herencias culturales coloniales se han mantenido en el tiempo y aún se manifiestan en la cultura contemporánea, estimulando violencias estructurales basadas en la exclusión social de amplias capas de población y territorios, que conducen o propician la presencia de las violencias armadas. Que la persistencia del conflicto armado ha llevado al uso y reedición de valores, imaginarios y prácticas que se arraigaron a la matriz cultural y que vivimos dentro de una democracia y una justicia de baja intensidad, razón y consecuencia de la persistencia del conflicto armado que han estimulado la desconfianza y abierto el paso a la ilegalidad”.
Y cada uno de estos hallazgos se explica por medio de hechos históricos, decisiones gubernamentales, experiencias de algunos actores o víctimas, y algunos analistas.
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Se explica que, por ejemplo, somos una sociedad donde la relación con el Estado está mediada por la estratificación económica, lo que ha contribuido a que el clasismo se refuerce y “la guerra no se sienta como un daño común”. La creencia de que hay ciudadanos de primera y de segunda está casi que en cada una de las formas en las que nos comunicamos cotidianamente, en el orden de nuestra sociedad, nuestro modelo económico y nuestra institucionalidad, por más de que la Constitución diga lo contrario: somos iguales, pero no para todos hay acceso a recursos tan básicos como el agua, la seguridad y la justicia.
Se explica, además, que el relato del “enemigo interno” deshumaniza, y convierte a ese otro, a ese diferente, a ese enemigo, en alguien sin derechos, prescindible, una amenaza para la sociedad. Y a ese enemigo, según el informe, se le ha llamado guerrillero, terrorista, comunista, y se le ha combatido con violencias tan extremas como la “limpieza social”.
Se explica, también, que el racismo persiste, y que aún no se ha disminuido el peligro de la desaparición física y cultural de algunas comunidades. Que muchas de las guerrillas, que en teoría provenían del pueblo y se crearon para la defensa de sus derechos, también reprodujeron actos violentos en contra de los más débiles, de los que consideraban inferiores, y se sirvieron de violencias culturales ya instaladas en nuestra sociedad: se adueñaron del cuerpo de las mujeres (violaciones, control de natalidad, manipulaciones), prefirieron a jóvenes afrodescendientes por su resistencia física y fue fácil el reclutamiento de jóvenes por medio de la idea del poder y la virilidad que les otorgaban las armas. Y estas no fueron acciones exclusivas de grupos armados guerrilleros, sino también de las contraguerrillas y del Ejército Nacional, aunque en el informe se específica que cada uno reprodujo dinámicas diferentes. Uno de los desmovilizados de las Auc, en una entrevista para la Comisión, contó que, para uno de sus compañeros, “matar indios era lo mismo que matar monos”.
Se cuenta, además, que apropiarse por la fuerza de los territorios en nombre del progreso es un fenómeno viejo, heredado de la época de la Colonia, que se reprodujo en la de la Violencia y se reforzó durante el “conflicto armado interno”. Que la desigualdad es “el alimento de la guerra” y que en medio de esta se han roto tejidos familiares, se han perdido tradiciones y se han interrumpido proyectos de vida: tragedias y tragedias culturales. Que las vías con las que el Estado ha intentado combatir el narcotráfico han sido nuevas formas de violentar a colombianos que han tenido que cultivar coca para sobrevivir, y que, además, ha sido una guerra en contra del medio ambiente: el 42 % se localiza en zonas de reserva forestal. Que la continuidad del patriarcado se exacerbó con la guerra, en donde las violencias contra la mujer fueron parte de la estrategia para atacar o debilitar al enemigo. Que la persistencia del conflicto ha contribuido a la naturalización de la violencia, que dejó de asombrar a los colombianos: esta fue la vida que nos tocó, y la vida sigue, con guerra o sin guerra.
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“La cultura edifica el contexto en el que se desarrolla la vida en común”, dice el informe, que concluye que no habrá paz hasta que se den los cambios fundamentales de nuestra manera de relacionarnos, en nuestros hábitos, en nuestra concepción del Estado, del otro, de la vida en comunidad. Que no es un asunto que solo pueda resolver el Gobierno o que solo deban superar las víctimas directas, sino más bien una urgente transformación en la vida de los colombianos, que crecimos en medio de aquella fractura entre la cultura, la ética y la política.