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El pájaro que desde su jaula encarna a mi abuelo le canta a mi abuela. Hablan. Pelean como cuando mi abuelo no era un pájaro, sino un señor delgado, vestido con camisa de cuadros.
La última vez que lo vi, cuando era un señor y no un pájaro, tenía un trozo de pescado en la comisura de la boca. No lo notaba porque la furia inundaba todos sus sentidos. Quería matar a su yerno, mi papá. Agarró el cuchillo del almuerzo, el mismo con el que había cortado la carne blanca que, a medio comer, colgaba de su rostro, dispuesto a apuñalarlo por coquetear con mi abuela. Sus ojos siempre fueron negros, pero ese día estaban más hechos carbón.
En realidad esa no fue la última vez que lo vi, pero sí es la imagen más vivida que tengo de esos últimos meses en los que pisó la tierra. La última vez que lo vi era parcialmente él, con su cachucha, chaleco y camisa a cuadros. Delgado, con el peso que tendría un niño. Su escaso pelo blanco aplastado con gel. Los ojos desorbitados, pidiendo auxilio, desprovisto de la habilidad de pedir ayuda con palabras. Recuerdo las ganas de querer hacerte entender que no era necesario el afán, de decir “estás bien, tu mente se calmará ante el mar confuso, no es tu culpa olvidar”.
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Ahora solo puedo decirte: Calma. Descansa. Vuela. Sé pájaro. Vete. Exige explicaciones a gritos. Sé tú. Sé el hombre que soñaste y el que alcanzaste a ser, el que recuerdo y me esforzaré por conservar en la memoria.
Ellos quieren que seas un pájaro. Encerrarte en una jaula para que cantes o chilles dentro de los barrotes, mientras otros pájaros vuelan a tu alrededor. Que un ave sea una manera de quedarte, de acompañar a quien fue tu esposa, tu cómplice, tu socia, casi que tu madre, la madre de tus hijos, la fuente de la fortuna, la inteligencia.
Eclosionar y llegar a la vida para llenar una que quedó vacía, huérfana. Cantar hasta la próxima muerte, cualquiera que sea.
Hace unos meses escribí una nota sobre el poemario de Piedad Bonnett y Chantal Maillard, Daniel, voces en duelo. Son versos dedicados a sus hijos, quienes llevaban el mismo nombre, y quienes se suicidaron a la misma edad utilizando el mismo método. Ambas expresaron el dolor de la pérdida a través de una imagen muy similar: la de un pájaro cayendo. La llamé La libertad de los pájaros con alas rotas. Imaginaba aquellas vidas amadas cayendo ante la inhabilidad de volar. Fue, para mí, una conexión casi que predecible, de la que no había caído en cuenta hasta hace poco.
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Ahora recuerdo el libro del autor inglés Max Porter El duelo es una cosa con alas, un guiño al poema de Emily Dickinson La esperanza es una cosa con alas. En el epígrafe, el escritor juega de nuevo con la poesía de la estadounidense, cambiando la palabra ‘amor’ por la palabra ‘cuervo’. En la historia, un hombre ha perdido a su esposa y la madre de sus dos hijos. En medio del duelo, la figura de un cuervo se hace presente y tangible en sus vidas. Los niños encuentran plumas negras en sus almohadas. El ave gigante, con “un rico olor a podredumbre, un olor dulce y peludo a comida más allá de lo comestible, musgo, cuero y levadura” abraza al padre en la puerta de su casa. La experiencia de los menores en la obra está inspirada en la propia experiencia de Porter, quien perdió a su padre cuando tenía seis años. Pero su trabajo también se nutre de su propia obsesión con Crow, del poeta inglés Ted Hughes, quien lo escribió entre 1966 y 1969, tras el suicidio de Sylvia Plath.
La relación entre aves y muertes se me antoja casi obvia. Desde pequeña, los pájaros me asquean, me ponen nerviosa, me generan repulsión. En la casa de mi infancia había jaulas llenas de pericos y canarios, criaturas que aprendieron a doblar los barrotes y salir volando. Mi mayor miedo entonces era aplastarlos. No notar que estaban detrás de un cojín, de una puerta y provocarles la muerte. Quizás era un símbolo, un miedo de asesinar aquella libertad. Veo el ataúd de mi abuelo y escucho a mi tío conversar con mi abuela sobre el nuevo pájaro que le quiere regalar y pienso que Porter tenía razón: definitivamente, la muerte es una cosa con alas.